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sábado, 11 de febrero de 2023

Sobre el fracaso de los partidos bisagra

 



     Hemos llegado a una situación en la actual política española en la que no se ve con claridad cual puede ser la salida. Pues la esperanza puesta en Vox para una regeneración del sistema democrático parece enfrentarse con serios escollos por la dificultad de construir una mayoría electoral de derechas con el PP, que no sea meramente coyuntural, sino que ofrezca garantías de continuidad. Ello conlleva el peligro de que, cuando alcanzan dicha mayoría electoral, aparecen fuertes discrepancias en temas como las Leyes LGBTI, el aborto, la lengua, etc. Por ello, aunque Feijóo llegase al poder en las próximas elecciones con los votos de Vox, se producirían de nuevo los mismos conflictos elevados a un nivel mayor de tensión y de inestabilidad política. Lo cual es malo para una España que, si quiere regenerarse y volver a crecer económica y culturalmente, necesita de otro largo periodo como el que hemos tenido desde la llamada Transición a la Democracia.

     Habría, entonces, que analizar con precisión la clave que permitió la larga estabilidad del llamado bipartidismo imperfecto de PSOE y PP con la ayuda de la bisagra nacionalista catalana y vasca. Creemos que dicha clave está en dicha bisagra, la cual demostró cómo desde un número de votos minoritario se puede ejercer un decisivo poder arbitral que determinó en cada momento el turno de partidos cuando ni PSOE ni PP conseguían la mayoría absoluta. Dicha bisagra, mostrándose cada vez más independentista, fue arrancando transferencias y privilegios presupuestarios que han conducido a la nave del Estado lo más cerca posible de la meta en que soñaban, la disgregación de España como Estado nacional unitario. Por eso hoy estamos al borde de la ruptura nacional si no tomamos enérgicas y sabias medidas antes de que ocurra una catástrofe del tipo de una balcanización que nos podría conducir a otra guerra civil, de las que ya parecían superadas. Los propios dirigentes de Vox son conscientes de ello cuando afirman no querer romper el marco democrático constitucional que nos rige desde el final del franquismo.

     Pero el problema es que Vox solo podría imponer sus medidas de un reforzamiento de la unidad nacional y de un volver a coser y atar con hilos más fuertes las costuras rotas de la actual Constitución, si consiguiese una improbable mayoría absoluta o si gobernase con el PP. Lo primero parece muy difícil por el estigma de partido extremista y lo segundo porque, como venimos observando en los últimos resultados electorales, no consigue imponer su política en asuntos claves. Por ello creemos que, por lo aprendido de la experiencia del poder de la bisagra nacionalista en las últimas décadas para conseguir avances estratégicos en sus fines, como el independentismo ya factico de algunas Autonomías, podría ensayarse una política similar, pero de fines contrarios, como es el reforzamiento de la unidad de la nación española. Pues ello sería una política de un nuevo poder de centro enfrentado, en el nuevo contexto mundial en que nos movemos, a la polarización política extremista que pretende la destrucción de los llamados Estados nacionales tradicionales en beneficio de los nuevos poderes globales y de la creación de nuevos poderes locales propugnada por el secesionismo creador de mini-Estados más fácilmente manejables por el Globalismo. Esta sería en esencia la justificación política de un nuevo centrismo para el que se precisarían nuevos partidos bisagras que pudiesen actuar en el aún persistente marco de tendencia bipartidista español, para romper o doblar la espina dorsal estratégica que comparten en las últimas décadas tanto PSOE como PP: su subordinación al Globalismo y, por ello, su debilidad frente el independentismo localista.

   Alguien me podrá decir que la bisagra de partidos centristas ya se intentó desde los tiempos de Adolfo Suarez hasta los actuales Ciudadanos, y que se demostró con fracasos rotundos. Bien, eso quiere decir que han fracasado dichos partidos centristas, porque no fueron una bisagra adecuada. Pues la bisagra funciona cuando es adecuada a la situación como demostraron los partidos nacionalistas. Por tanto, el problema está en que tales partidos centristas eran débiles ideológicamente hablando: en el caso de Suarez por su incapacidad de prever la amenaza secesionista con sus generosas concesiones a nacionalistas catalanes y vascos; en el caso de Ciudadanos porque, aunque se opuso vigorosamente al independentismo, no dudo en asimilarse al globalismo de la Unión Europea. Por eso acabó convirtiéndose en un partido globalista que pretendió competir con PSOE y PP, perdiendo de modo espectacular.

   Por ello,es necesario repensar el centro político, pero principalmente desde la nueva política mundial en que nos encontramos. Mientras no surja este nuevo tipo de partido y alcance una votación suficiente para hacer de nueva bisagra, el horizonte político seguirá lleno de oscuros nubarrones.

Manuel F. Lorenzo


martes, 10 de abril de 2018

España como problema filosófico


En los últimos 40 años hemos asistido a un nuevo intento de modernización política en España, tras el despegue de la modernización industrial llevada a cabo por el llamado régimen franquista. Franco, manteniendo la unidad del Estado, tras una cruenta Guerra Civil, de la que salió como general victorioso, pretendió despertar en los españoles el sentimiento de reconciliación nacional, de consciencia y orgullo de pertenecer a una misma nación, no solo histórica, sino política, con proyección de futuro y prosperidad, o como decía el ideólogo del Régimen, José Antonio Primo de Rivera, como unidad de destino en lo universal. Pero, para consolidarse como tal, dicho sentimiento nacional debía pasar por el abandono del andador dictatorial y mantenerse libremente en pie, sin ataduras o soportes.

La ocasión llegó con la muerte de Franco y el final de la Dictadura. Como consecuencia de una pacífica y modélica Transición, que asombró al mundo, se constituyó entonces una Restauración de la Monarquía Constitucional, en la que se abrió, por decisión del Rey Juan Carlos, como nuevo Jefe del Estado, y del franquismo aperturista de Torcuato Fernández-Miranda, Suarez, etc., un Proceso Constituyente democrático en el que, como novedad más desatacada, se introdujo una reorganización territorial del Estado que se aproximaba mucho al Autonomismo regionalista propuesto por Ortega en las Cortes Constituyentes de la II República.

Solo un pequeño matiz enturbió la similitud, como denunció entonces Julián Marías, fiel discípulo de Ortega: la introducción del término “nacionalidades históricas” por presión de los grupos nacionalistas catalán y vasco. No obstante, tampoco tenía que ser ello un obstáculo insuperable, como algunos creen. Todo dependía de la interpretación que los Gobiernos y Tribunal Constitucional diesen al término. Pero sucedió lo peor.

Los gobiernos socialistas, guiados por su concepción federalista del Estado, no tomaron como guía el Autonomismo que Ortega había contrapuesto al Federalismo, sino que, orientados más por el “derecho de autodeterminación” de los pueblos de la doctrina marxista, aunque la abandonasen de palabra, desarrollaron la descentralización como una cesión de soberanía, en tanto que cedieron competencias que Ortega consideraba irrenunciables, como la Educación, las Universidades, e incluso parte de la Justicia y de la política exterior (Embajadas catalanas, vascas, etc.). En tal sentido, lejos de fortalecer el sentimiento nacional, lo debilitaron desviándolo hacia el nacionalismo particularista. La falta de identificación con la enseña nacional constitucional roji-gualda, en regiones enteras de España, es el síntoma en el que aflora el fracaso democrático en el mantenimiento y consolidación de la nación política española.

Ante esta situación, algunos creen que, suprimiendo la descentralización autonómica y volviendo al centralismo administrativo napoleónico, se solucionarían los acuciantes problemas del separatismo y de la tremenda deuda económica que amenaza hasta con no poder seguir pagando las pensiones. De ahí que algunos propongan eliminar las dichosas Autonomías para pagarlas. Pero es esta una visión a corto plazo que ignora la dimensión filosófica del asunto, tal como la planteó Ortega.

España no es un pequeño país, como Irlanda o Grecia o Portugal, y su modernización y constitución como nación política moderna no se conseguirá sin la ayuda de los filósofos, como ocurrió con Inglaterra, Francia o Alemania, donde, por ello, están orgullosos de sus grandes pensadores. En el siglo XX hemos tenido nosotros algunos como Unamuno y Ortega, que se han ocupado, en sus libros y escritos, de analizar nuestra situación como nación y que han influido, con sus Ideas, en el curso de la Historia de España. Más recientemente, Gustavo Bueno ha vuelto también a “pensar España” frente al nacionalismo “fraccionario” del separatismo.

Pero la llamada “clase política” de estas últimas décadas, todo poderosa en cuanto “partitocrática”, sacrificó la identidad nacional española a los delirios particularista de los separatistas vascos y catalanes, a cambio de conseguir el poder en Madrid para sus partidos, olvidando y despreciando las sabias advertencias de tales filósofos. Hoy vemos como eso nos está llevando al desastre. Por eso debemos volver a recordar que el “autonomismo” confederal actual no se puede mantener y, por tanto, mejor que volver al centralismo, hay que volver al autonomismo orteguiano. Pues el modelo del autonomismo propuesto por Ortega no es el de los estatutos de 2ª generación que Zapatero, de modo irresponsable y necio, concedió a Cataluña, sino más bien, creemos, el modelo de un autonomismo que es compatible con el sentimiento de la unidad e identidad nacional española.


Artículo publicado en El Español (2-3-2018)

lunes, 18 de diciembre de 2017

Autonomía no es Soberanismo

Una de las confusiones más graves que han propiciado el actual conflicto separatista, que afecta a la Comunidad Autónoma catalana, es precisamente la cuestión de la Soberanía o capacidad que tiene un Estado sobre las decisiones últimas que atañen a su propia existencia como unidad política. Pues, el Estado se constituye, como señala Hobbes, cuando se reconoce en un Soberano, sea ya una persona (Rey) o un grupo de personas (Parlamento), el monopolio de la fuerza para mantener la unidad, la seguridad o el orden dentro de ese Estado. 

En relación con las relaciones exteriores de ese Estado, puede ocurrir que un Estado busque la alianza con otros Estados frente a terceros. Así, si esa alianza se hace más estrecha y duradera, pueden surgir Confederaciones de Estados, como es la actual Unión Europea, en la que los Estados miembros pueden ceder Competencias, que siempre pueden recuperar, como estamos viendo con el Brexit inglés. Aunque el precio sea elevado, ello no es imposible. Pero, si la unión se hace más estrecha, como ocurrió en USA tras la derrota de los Estados Confederados del Sur en una cruenta Guerra Civil, la Soberanía cedida a Washington, parece ya irrecuperable para los antiguos Estados.

El caso de los Estados soberanos europeos, como España, Reino Unido o Francia, es que siguen siendo, por tanto, Estados Unitarios Soberanos, porque la UE no ha dado el paso hacia un Estado Federal europeo. Y quizás no lo pueda dar nunca. Pero dichos Estados, que han tenido un protagonismo histórico como potencias mundiales de primera fila, hoy han sido relegados, al perder sus Imperios, a potencias de segundo orden en la escena mundial, en relación con los llamados Estados Continentales como USA, China, Rusia, o pujantes potencias económicas como Alemania o Japón.

De ahí viene que su poder, tradicionalmente centralista, se debilite y empiecen a surgir tendencias separatistas en algunas de sus regiones. España lleva en esto la delantera, pues ya a finales del siglo XIX aparece el problema catalán y luego el vasco. En Inglaterra esto empezó ahora con Escocia (el caso de Irlanda es diferente). Francia, el país centralista por antonomasia, tiene problemas en Córcega y Bretaña.

Ortega y Gasset ya vio, por ello, la necesidad de regenerar o revitalizar a una España en decadencia. Para ello formuló un programa doble: integrar a España en una especie de unidad confederada europea (“Europa es la solución”) y, a la vez, descentralizar el Estado por medio de la generalización de las Autonomías. Ortega creyó que la división de las Competencias del Estado en Competencias Nacionales (Ejercito, Asuntos Exteriores, Justicia, Educación, Economía nacional, etc.) y en Competencias Autonómicas transferibles, en cuanto que tratan de asuntos locales, que no interfieren con los nacionales, podría servir para neutralizar el vicio español del particularismo o localismo, que se había manifestado como letal en el cantonalismo de la Primera República.

Dejando claro que las Competencias las otorga el Estado y, por tanto, pude también retraerlas o suspenderlas. Ortega defendió la generalización del modelo Autonómico (lo que se atribuye a la famosa frase de Suárez del “café para todos”, desconociendo que proviene del filósofo quizás a través de Torcuato Fernández Miranda, gran admirador de Ortega) porque consideraba que, con ello, se habría creado el “alveolo” para alojar el problema catalán: todas las regiones al tener Autonomía no la verían como un privilegio solo catalán y, a la vez, Cataluña tendría una parcial satisfacción a lo que de justas pudiesen ser sus reivindicaciones particularistas o “nacionalistas”. Con ello quedaría sin fuerza su particularismo separatista, pues no se podría alimentar de motivos de queja razonables, acabando por degenerar en un movimiento utópico e irreal, que es lo que representa hoy el iluminado Puigdemont.

Inglaterra, después de observar la llamada Transición española, nos copió discretamente el modelo Autonómico, creando los Parlamentos regionales de Irlanda del Norte, Escocia y Gales. No es cosa banal que la inteligente Inglaterra copie hoy a la antigua temible rival y hoy tenida por atrasada, y en parte colonizada, España. Incluso, como Ortega preveía, cuando los enfrentamientos en el Ulster subieron de tono, Tony Blair suspendió su Autonomía por cinco años nada menos.

Sin embargo, Cameron, creemos, cometió un grave error al permitir el Referendum escocés pues, con ello, empieza el cuento de nunca acabar, pidiendo otro, como en Quebec. Debería haber negado la consulta y amenazar con intervenir la Autonomía escocesa, como, a trancas y barrancas, se está haciendo en España con Cataluña. Pues, ya decía Ortega que: “Ahí (en la Autonomía) está, señores, la solución, y no segmentando la soberanía, haciendo posible que mañana cualquier región, molestada por una simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía particular”.


Artículo publicado en El Español (9-11-2017)

lunes, 4 de noviembre de 2013

Sobre Zapatero y el inicio de la actual rebelión separatista catalana

Recupero, para las páginas de este Blog, un artículo publicado por mi en 2006 que resulta profético a la vista de los peligros inminentes de ruptura de la unidad política española. Esta forma de ver las cosas era entonces muy minoritaria y marginal en España, frente a la opinión dominante en los medios de comunicación, pero es la que ha acertado en el diagnostico de hacia donde íbamos los españoles. Por eso creo que merece volver a ser publicada, con la esperanza de que se haga más común, pues está más cerca de la verdad que la entonces tenida por políticamente correcta.


Sobre la comparación de Zapatero con Adolfo Suárez

     Algunos comentaristas políticos están empeñados en mantener que lo que está ocurriendo en la política española, con la irrupción de una figura tan polémica como la de Zapatero, es el comienzo de una Segunda Transición en la que el Presidente socialista estaría jugando un papel equivalente al que Adolfo Suárez jugó en la Primera Transición a la Democracia. En tal sentido se estaría desarrollando lo que he llamado en un artículo anterior el “síndrome Trapiello”, según el cual Zapatero estaría siendo injustamente vilipendiado por los sectores más duros del PP y algunos correligionarios como Felipe González o Alfonso Guerra, como lo fue Suárez por los franquistas cerriles y por la izquierda. 

     El equívoco parece que está en el propio término “Transición”. Se puede admitir que Zapatero, con la alianza de los nacionalistas, estaría intentando una nueva Transición, pero la diferencia con Suárez estaría en que el sentido de la Transición es justamente el inverso. Con Suárez España transitó de una dictadura centralista a un régimen de libertades  y descentralización autonomista, mientras que Zapatero quiere pasar de este último régimen, en el que todavía estamos, hacia un régimen de democracia despótica con merma de libertades e independencias federadas.

     Cuando digo democracia despótica me refiero a quienes, en pago a una España autonomista que, a diferencia de la España centralista del franquismo, aceptó el bilingüismo en algunas Comunidades Autónomas como Cataluña, ahora lo que tratan de hacer es romper el pacto constitucional con el resto de los españoles e imponer el catalán como lengua única. Lo cual resulta especialmente grave porque todos los catalanes hablan y entienden el español pero no a la inversa, pues la población inmigrante, sobre todo de origen andaluz, es muy numerosa y prefiere la lengua de Los Manolos.  Y esa actitud, aunque esté refrendada por una mayoría en las urnas, es despótica y empobrecedora, culturalmente hablando.  Más empobrecedora,  por  supuesto, que cuando dominaba el español. La Universidad de Barcelona, cuyas clases parece ser que se imparten en catalán, ya está perdiendo alumnos de otros países que, en número creciente, vienen a aprender español a Oviedo, Madrid, Salamanca o Sevilla.

     Por lo que respecta al soberanismo federalista, seguramente conducirá a conflictos que den lugar a choques entre parlamentos regionales y el parlamento nacional, Las Cortes, con el resurgimiento de la dialéctica entre el avance del independentismo y la inevitable respuesta represiva del gobierno central, empujado por aquellos españoles que ya empiezan a pedir la acción reciproca del castigo a los productos catalanes que se exportan al resto de España. Es posible que veamos al Parlamento de Cataluña o al de Vitoria cercado y cañoneado como no hace mucho vimos la Duma de Moscú, asediada por Yeltsin. No creo que haya “guerra civil” entre los españoles del resto del país, porque las divisiones sociales y clasistas del 36 ya son cosa del pasado.

     Por lo que respecta al apoyo internacional, es posible que algunos países fuertes de la Unión Europea prefieran una España rota, pero la posición norteamericana hoy hegemónica, debido a la torpeza de Zapatero y sus seguidores, preferiría, como está ya prefiriendo, el apoyo a la España pro-atlántica de Aznar. Por tanto, nada de nuevos Balcanes, en los que, por otra parte la decisiva intervención fue la de Clinton y no la de los propios europeos, más pendientes de una O.N.U. inoperante. Cuando los catalanes perciban que seguir los dictados de una minoría extremista no les sale gratis recuperaran el famoso seny que hoy parecen haber perdido.

     En tal sentido, Zapatero estaría iniciando una Transición, pero de sentido contrario a la de Suárez. Porque un dirigente político que hoy quisiera recoger el “espíritu” de Suárez, y no la imitación exterior de su figura (que  Zapatero tampoco la encarna bien, pues aunque sea joven y bien parecido como el de Avila, carece del aplomo y de la “cara de jugador de poker” característicos de aquel) tendría que tratar de defender lo conseguido hasta ahora en el avance de las libertades y la democracia en España, en vez de destruirlo para dar paso a algo que está empezando a provocar la división y crispación entre los españoles como no se había visto desde la II República. En tal sentido me parece más acertada la comparación que se ha hecho de Zapatero con Largo Caballero, pues este hizo también una transición del socialismo de la II Internacional al de la III, por lo que lo llamaron “el Lenin español” al propugnar la Revolución del 34 imitando la Revolución soviética. Era la época de lo que Ortega llamó la “rebelión de las masas”. Hoy los tiempos ciertamente han cambiado, sobre todo después del hundimiento soviético, tras el cual creo que se acaba la época de las auténticas y temibles rebeliones de masas. Pues aunque sigue habiendo masas y manifestaciones masivas, estas masas comparadas con aquellas son como ovejitas que al estallido del primer bombazo huyen despavoridas a refugiarse en su cómodo hogar, decorado por el Corte Ingles o Ikea, tras un televisor, un móvil o un ordenador. Pero no hacen ya barricadas ni organizan milicias armadas, aunque pequeños grupos violentos se aprovechen de su estupidez ante las sedes del PP.

     Hoy, en Occidente, estamos, siguiendo el “espíritu” y no meramente la “letra” de Ortega, ante una nueva forma de “rebelión”, que podríamos denominar la “rebelión de las minorías”, cuyo antecedente fue la “rebelión del 68”. En ella el nuevo sujeto rebelde no es ya la masa homogénea y concentrada en grandes barriadas empobrecidas, sino las minorías raciales, sexuales, culturales, etc., heterogéneas y dispersas. En ellas busca apoyar Zapatero su nueva política conduciendo al socialismo español de nuevo de la II Internacional, a la que había regresado Felipe González abandonando el marxismo tras la dura purga del exilio, a la llamada nueva Glocalización, o conexión internacional de minorías locales organizadas como los micro-nacionalismos irredentos en Europa.

     En tal sentido González, aunque por edad pertenece al sesentayochismo, no ha querido llevar a cabo una política acorde con él, lo cual le honra, aunque ha tenido que pagar el precio de un descarado cinismo. Únicamente en la Reforma de la Educación dejó el camino abierto a ciertos principios del 68, como primar la imaginación frente a la memoria o el juego frente al esfuerzo y la disciplina, etc., de lo cual hoy estamos viendo los desastrosos resultados, pues los adolescentes, como aquellos estudiantes parisinos de Nanterre, someten a sus profesores a tribunales populares (de padres y políticos) y a castigos físicos, en cuanto pueden. Pero Zapatero inicia el tránsito de nuevo desde la II Internacional, aunque esta vez apoyando una nueva rebelión extremista, a lo “Dani el Rojo”, apoyando la política de lo que podemos llamar, por analogía con Ortega, “rebelión de las minorías” nacionalistas y sexuales. En tal sentido es un sesentayochista consecuente. Aunque se podría volver a decir también, como Ortega, que lo que necesita España no es eso, no es eso.                                                   

Manuel F. Lorenzo

(www.forohispania.com, 19/06/2006)