martes, 3 de julio de 2012

El “elogio de la mano” de Henri Focillon

Henri Focillon, fallecido en 1943, fue un crítico e historiador francés del Arte, especialista en la Edad Media, introductor del llamado método del análisis formalista interno de la obra de Arte, en la línea de Wolfflin y en contraposición a otros métodos de análisis externos del arte muy de moda en los años 70, como los sociológicos de Arnold Hauser, de influencia marxista, o los literario-iconológicos de Panofsky. Focillón seguía a Spengler en sus concepciones vitalistas de las fases culturales, aplicándolas a los estilos artísticos, los cuales evolucionarían según una ley, semejante a la conocida ley spengleriana que regíria para las grandes Culturas o Civilizaciones, pasando por cuatro momentos: Pre-clásico, Clásico, Manierista y Barroco.

El pasado curso académico, en el que continuamos la exposición y exploración de la “filosofía de las manos”, tratando de rescatar lo que denominamos heideggerianamente “el olvido de la mano” en la comprensión filosófica del conocimiento humano desde los lejanos tiempos del filósofo griego Anaxágoras,- quien habría ya dicho que el hombre es superior al resto de los animales porque tiene manos-, llegó a nuestras manos, valga la redundancia, un pequeño y ya clásico texto de Henri Focillon titulado Elogio de la mano. Fue gracias a una alumna destacada del curso, Eulalia Silva Seijo, la cual lo tomó de la biblioteca de su padre arquitecto. El texto, que me prestó amablemente, está incluido en una traducción al español del libro de Henri Focillon, La vida de las formas y elogio de la mano, Xarait Ediciones, 1983. La edición francesa de este libro se hizo en 1943 en Presse Universitaires de France y se puede acceder a ella en Internet. Yo sabía de la existencia del texto por referencias indirectas en citas de otros autores, pero no lo había leído.

Después de leerlo, me gustaría llamar la atención sobre algunas interesantes afirmaciones que se apuntan en él. En primer lugar Focillon contrapone la mano al rostro humano señalando el “olvido” de la primera en los tratados antiguos: “La fisiognomía, antaño practicada asiduamente por los maestros, se hubiera perfeccionado si se hubiera enriquecido con un capítulo sobre las manos. El rostro humano es, sobre todo, un compuesto de órganos receptores. La mano es acción: coge, crea y, a veces, diríase que piensa. En reposo, no son un utensilio sin alma, abandonado encima de una mesa o colgando a lo largo del cuerpo: la costumbre, el instinto y la voluntad de la acción meditan en ellas, y no hace falta un raciocinio muy prolongado para adivinar el gesto que van a hacer” ( p. 71). La mano, continúa Focillon, es un órgano privilegiado hasta tal punto que en realidad más que un producto más de la evolución del hombre es la que realmente ha hecho al hombre mismo: “El hombre ha hecho la mano, quiero decir que la ha separado poco a poco del mundo animal, que la ha liberado de una antigua y natural servidumbre, pero la mano también ha hecho al hombre. Le ha permitido ciertos contactos con el universo que no le aseguraban sus otros órganos y las otras partes de su cuerpo” (p. 73). Nos acordamos de una frase semejante de Federico Engels en El origen de la familia la propiedad privada y el Estado, donde decía que el hombre había inventado el fuego, y que el fuego había inventado a su vez al hombre, en el sentido de que sin él no se habría podido defender de los animales por la noche, ni podría cocinar sus carnes, ni sobrevivir en los climas glaciares, etc. Pero hoy, añadiríamos con Focillon, que sin manos no habría fuego humano ninguno, por lo que son estas las que en realidad han hecho el mundo del hombre. Pues la posesión de un mundo, el heideggeriano “estar en el mundo” (In der Welt sein), solo es posible por las manos: “... lo que pesa con peso insensible o con el cálido batir de la vida, lo que tiene una corteza, un manto, un pelaje, la misma piedra, tallada por los golpes, redondeada por lo torrentes o con su grano intacto, tiene que ser cogido con la mano, hay que tener experiencia de ello y ésta no se consigue sólo con la vista o con el espíritu. La posesión del mundo exige una especie de olfato táctil. La vista resbala por la superficie del universo. La mano sabe que el objeto está habitado por el peso, que es liso o rugoso, que no está soldado en el fondo del cielo y de la tierra con el que parece formar cuerpo. La acción de la mano define el hueco del espacio y el lleno de las cosas que están en él. Superficie, volumen, densidad, gravedad no son fenómenos ópticos. El hombre los conoce primariamente por sus dedos, por la palma de sus manos. El espacio lo mide, no con la mirada, sino con du mano y con su paso. El tacto llena la naturaleza de fuerzas misteriosas. Sin él sería semejante a los deliciosos paisajes de la cámara oscura, ligeros, planos, quiméricos” (pgs. 73-74).

Pero, no solo la posesión práctica del mundo requiere de las manos sino que la posesión teórica o cognoscitiva también, pues “Sin la mano no habría geometría, ya que hacen falta rayas y círculos para especular sobre las propiedades de la extensión. Antes de reconocer una pirámide, un cono, una espiral, en las conchas y en los cristales, ¿no era preciso que primeramente el hombre hubiera 'pintado' en el aire o en la arena las formas regulares de aquellos?”(p. 74). Tampoco habría aritmética sin los dígitos de las manos. Ni lenguaje: “También las manos modelaron el lenguaje, primeramente expresado con el cuerpo y mimado por la danza. Los usos corrientes de la vida recibieron su impulso de los gestos de la mano, ellos contribuyeron a reticularla, a separar los elementos, a aislarla de un basto sincretismo sonoro, a darle un ritmo y hasta colorearla de sutiles inflexiones. De esta mímica de la palabra, de estos intercambios entre la voz y las manos, algo queda en lo que los antiguos llamaban acción oratoria”(Ibid.). Y recordando un famoso pasaje del Fausto de Goethe dice Focillon: “No hay que tener que elegir entre las dos fórmulas que han hecho vacilar a Fausto: al comienzo era el Verbo, al comienzo era la Acción, puesto que Acción y Verbo, las manos y la voz, están unidas desde sus mismos comienzos” (Ibid.).

Focillon señala asimismo la diferencia más significativa entre animales y humanos en la mano como posibilitadora de la técnica y del arte: “Pero el don regio de la especie humana es la creación de un universo concreto, distinto de la naturaleza. La bestia sin manos, incluso en los mayores grados de la evolución, no ha creado más que una industria monótona y ha permanecido en el umbral del arte (…). Y las historias más sorprendentes de castores, de hormigas y de abejas nos muestran los límites de culturas que no tienen más agentes que las patas, las antenas y las mandíbulas” (pgs. 74-75). La clave está en la construcción de las herramientas, esos utensilios tan simples y prodigiosos de la técnica más primitiva que a Focillon le asombran aun más que las sofisticadas máquinas de la tecnología actual: “El hombre de las cavernas que talla el silex cuidadosamente y que fabrica agujas de hueso me asombra mucho más que el sabio constructor de máquinas. Deja de ser movido por fuerzas desconocidas para actuar por sus propias fuerzas. Antes, incluso en el trasfondo más profundo de la caverna, permanecía en la superficie de las cosas. Incluso cuando rompía las vertebras de un animal o la rama de un árbol, no penetraba en su interior, no tenía acceso a él. El utensilio en si no es menos importante que el uso para el que se designa, tiene valor por si mismo, es un resultado. Está ahí, separado del resto del universo, inédito. Si el borde de una delgada concha posee un filo tan cortante como el cuchillo de piedra, este último no ha sido recogido al azar en alguna playa, sino que puede decirse que es la obra de un dios nuevo, la obra y la prolongación de sus manos” (p. 75).

Pero, el utensilio inventado necesita todavía del desarrollo de las habilidades o destrezas precisas para obtener de él su máximo rendimiento, pues no es un mero objeto yuxtapuesto a la mano: “Entre el utensilio y la mano comienza una amistad que no tendrá fin. La una comunica al otro su fuerza viva y la configura continuamente. Cuando está nuevo, el utensilio no está 'rodado'. Tiene todavía que establecerse entre él y los dedos que lo cogen una armonía nacida de la posesión progresiva, de gestos ligeros y combinados de hábitos mutuos, e incluso de cierta usura. Entonces el instrumento inerte se convierte en algo vivo (…). Quien no ha vivido con los hombres que trabajan con las manos ignora la fuerza de esas relaciones ocultas, los resultados positivos de ese compañerismo en el que intervienen la amistad, la estima, la comunidad cotidiana del trabajo, el instinto y el orgullo de posesión, y en las regiones más elevadas, la inquietud por la experimentación. Ignora si ha habido una ruptura entre el orden manual y el mecánico, no estoy muy seguro, pero la herramienta en el extremo del brazo no contradice al hombre, no se trata de un garfio prendido a un muñón; entre los dos hay el dios de cinco personas que recorre la escala de todas las magnitudes, desde la mano del cantero de catedrales, hasta la mano de los pintores de manuscritos” (Ibid.).

En la sociedad computerizada de los mundos virtuales, que parecen crearse sin más habilidad que la de pulsar las teclas de un ordenador, se está perdiendo este trascendental significado que las manos han tenido para el hombre y solo queda algo de ella, según Focillon, no tanto en los científicos o en los soberbios ingenieros, como podría pensarse, cuanto en los humildes artistas: “Mientras que por una de sus caras el artista representa al tipo de hombre más evolucionado, por otra continúa al hombre prehistórico. El mundo es para él nuevo y fresco, lo examina, goza de él con todos los sentidos, más agudizados que los del hombre civilizado, ha guardado el sentimiento mágico de lo desconocido, pero, sobre todo, la poética y la técnica de la mano. Sea cual fuere el poder receptivo e inventivo del espíritu, con el no desemboca más que un tumulto interior, si no se hace participar a la mano. El hombre que sueña puede recibir visiones de paisajes extraordinarios, rostros perfectamente bellos, pero no podría fijar esas visiones sin un soporte y una sustancia, ya que la memoria apenas las registra, son como recuerdo de un recuerdo. Lo que distingue al sueño de la realidad es que el hombre que sueña no puede engendrar un arte: sus manos dormitan. El arte se hace con las manos. Son éstas el instrumento de la creación, pero antes que nada el órgano del conocimiento” (pgs. 75-76). No se debe seguir separando, como se hace tanto en el arte como en la explicación del conocimiento humano, el llamado “espíritu” o la “mente” humana de las manos pues, como señala al final de este Elogio de la mano Focillon, “El espíritu hace la mano y la mano hace el espíritu” (p. 85).

Manuel F. Lorenzo