martes, 10 de abril de 2018

España como problema filosófico


En los últimos 40 años hemos asistido a un nuevo intento de modernización política en España, tras el despegue de la modernización industrial llevada a cabo por el llamado régimen franquista. Franco, manteniendo la unidad del Estado, tras una cruenta Guerra Civil, de la que salió como general victorioso, pretendió despertar en los españoles el sentimiento de reconciliación nacional, de consciencia y orgullo de pertenecer a una misma nación, no solo histórica, sino política, con proyección de futuro y prosperidad, o como decía el ideólogo del Régimen, José Antonio Primo de Rivera, como unidad de destino en lo universal. Pero, para consolidarse como tal, dicho sentimiento nacional debía pasar por el abandono del andador dictatorial y mantenerse libremente en pie, sin ataduras o soportes.

La ocasión llegó con la muerte de Franco y el final de la Dictadura. Como consecuencia de una pacífica y modélica Transición, que asombró al mundo, se constituyó entonces una Restauración de la Monarquía Constitucional, en la que se abrió, por decisión del Rey Juan Carlos, como nuevo Jefe del Estado, y del franquismo aperturista de Torcuato Fernández-Miranda, Suarez, etc., un Proceso Constituyente democrático en el que, como novedad más desatacada, se introdujo una reorganización territorial del Estado que se aproximaba mucho al Autonomismo regionalista propuesto por Ortega en las Cortes Constituyentes de la II República.

Solo un pequeño matiz enturbió la similitud, como denunció entonces Julián Marías, fiel discípulo de Ortega: la introducción del término “nacionalidades históricas” por presión de los grupos nacionalistas catalán y vasco. No obstante, tampoco tenía que ser ello un obstáculo insuperable, como algunos creen. Todo dependía de la interpretación que los Gobiernos y Tribunal Constitucional diesen al término. Pero sucedió lo peor.

Los gobiernos socialistas, guiados por su concepción federalista del Estado, no tomaron como guía el Autonomismo que Ortega había contrapuesto al Federalismo, sino que, orientados más por el “derecho de autodeterminación” de los pueblos de la doctrina marxista, aunque la abandonasen de palabra, desarrollaron la descentralización como una cesión de soberanía, en tanto que cedieron competencias que Ortega consideraba irrenunciables, como la Educación, las Universidades, e incluso parte de la Justicia y de la política exterior (Embajadas catalanas, vascas, etc.). En tal sentido, lejos de fortalecer el sentimiento nacional, lo debilitaron desviándolo hacia el nacionalismo particularista. La falta de identificación con la enseña nacional constitucional roji-gualda, en regiones enteras de España, es el síntoma en el que aflora el fracaso democrático en el mantenimiento y consolidación de la nación política española.

Ante esta situación, algunos creen que, suprimiendo la descentralización autonómica y volviendo al centralismo administrativo napoleónico, se solucionarían los acuciantes problemas del separatismo y de la tremenda deuda económica que amenaza hasta con no poder seguir pagando las pensiones. De ahí que algunos propongan eliminar las dichosas Autonomías para pagarlas. Pero es esta una visión a corto plazo que ignora la dimensión filosófica del asunto, tal como la planteó Ortega.

España no es un pequeño país, como Irlanda o Grecia o Portugal, y su modernización y constitución como nación política moderna no se conseguirá sin la ayuda de los filósofos, como ocurrió con Inglaterra, Francia o Alemania, donde, por ello, están orgullosos de sus grandes pensadores. En el siglo XX hemos tenido nosotros algunos como Unamuno y Ortega, que se han ocupado, en sus libros y escritos, de analizar nuestra situación como nación y que han influido, con sus Ideas, en el curso de la Historia de España. Más recientemente, Gustavo Bueno ha vuelto también a “pensar España” frente al nacionalismo “fraccionario” del separatismo.

Pero la llamada “clase política” de estas últimas décadas, todo poderosa en cuanto “partitocrática”, sacrificó la identidad nacional española a los delirios particularista de los separatistas vascos y catalanes, a cambio de conseguir el poder en Madrid para sus partidos, olvidando y despreciando las sabias advertencias de tales filósofos. Hoy vemos como eso nos está llevando al desastre. Por eso debemos volver a recordar que el “autonomismo” confederal actual no se puede mantener y, por tanto, mejor que volver al centralismo, hay que volver al autonomismo orteguiano. Pues el modelo del autonomismo propuesto por Ortega no es el de los estatutos de 2ª generación que Zapatero, de modo irresponsable y necio, concedió a Cataluña, sino más bien, creemos, el modelo de un autonomismo que es compatible con el sentimiento de la unidad e identidad nacional española.


Artículo publicado en El Español (2-3-2018)

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