En los últimos 40 años hemos
asistido a un nuevo intento de modernización política en España, tras el
despegue de la modernización industrial llevada a cabo por el llamado régimen
franquista. Franco, manteniendo la unidad del Estado, tras una cruenta Guerra
Civil, de la que salió como general victorioso, pretendió despertar en los
españoles el sentimiento de reconciliación nacional, de consciencia y orgullo
de pertenecer a una misma nación, no solo histórica, sino política, con
proyección de futuro y prosperidad, o como decía el ideólogo del Régimen, José
Antonio Primo de Rivera, como unidad de destino en lo universal. Pero, para
consolidarse como tal, dicho sentimiento nacional debía pasar por el abandono
del andador dictatorial y mantenerse libremente en pie, sin ataduras o
soportes.
La ocasión llegó con la muerte de Franco y el final de la
Dictadura. Como consecuencia de una pacífica y modélica
Transición, que asombró al mundo, se constituyó entonces una
Restauración de la Monarquía Constitucional, en la que se abrió, por decisión
del Rey Juan Carlos, como nuevo Jefe del Estado, y del franquismo aperturista
de Torcuato Fernández-Miranda, Suarez, etc., un Proceso Constituyente
democrático en el que, como novedad más desatacada, se introdujo una
reorganización territorial del Estado que se aproximaba mucho al Autonomismo
regionalista propuesto por Ortega en las Cortes Constituyentes de la II
República.
Solo un pequeño matiz enturbió la similitud, como
denunció entonces Julián Marías, fiel discípulo de Ortega: la introducción del
término “nacionalidades históricas” por
presión de los grupos nacionalistas catalán y vasco. No obstante, tampoco tenía
que ser ello un obstáculo insuperable, como algunos creen. Todo dependía de la
interpretación que los Gobiernos y Tribunal Constitucional diesen al término.
Pero sucedió lo peor.
Los gobiernos socialistas, guiados por su concepción
federalista del Estado, no tomaron como guía el Autonomismo que Ortega había
contrapuesto al Federalismo, sino que, orientados más por el “derecho de
autodeterminación” de los pueblos de la doctrina marxista, aunque la
abandonasen de palabra, desarrollaron la descentralización
como una cesión de soberanía, en tanto que cedieron
competencias que Ortega consideraba irrenunciables, como la Educación, las
Universidades, e incluso parte de la Justicia y de la política exterior
(Embajadas catalanas, vascas, etc.). En tal sentido, lejos de fortalecer el
sentimiento nacional, lo debilitaron desviándolo hacia el nacionalismo
particularista. La falta de identificación con la enseña nacional
constitucional roji-gualda, en regiones enteras de España, es el síntoma en el
que aflora el fracaso democrático en el mantenimiento y consolidación de la
nación política española.
Ante esta situación, algunos creen que, suprimiendo la
descentralización autonómica y volviendo al centralismo administrativo
napoleónico, se solucionarían los acuciantes problemas del separatismo y de la tremenda deuda económica que amenaza hasta
con no poder seguir pagando las pensiones. De ahí que algunos propongan
eliminar las dichosas Autonomías para pagarlas. Pero es esta una visión a corto
plazo que ignora la dimensión filosófica del asunto, tal como la planteó
Ortega.
España no es un pequeño país, como Irlanda o Grecia o
Portugal, y su modernización y constitución como nación política moderna no se
conseguirá sin la ayuda de los filósofos, como ocurrió con Inglaterra, Francia
o Alemania, donde, por ello, están orgullosos de sus grandes pensadores. En el
siglo XX hemos tenido nosotros algunos como Unamuno y Ortega, que se han
ocupado, en sus libros y escritos, de analizar nuestra situación como nación y
que han influido, con sus Ideas, en el curso de la Historia de España. Más
recientemente, Gustavo Bueno ha vuelto también a “pensar España” frente al
nacionalismo “fraccionario” del separatismo.
Pero la llamada “clase política” de estas últimas
décadas, todo poderosa en cuanto “partitocrática”, sacrificó la identidad nacional española a los delirios
particularista de los separatistas vascos y catalanes, a cambio
de conseguir el poder en Madrid para sus partidos, olvidando y despreciando las
sabias advertencias de tales filósofos. Hoy vemos como eso nos está llevando al
desastre. Por eso debemos volver a recordar que el “autonomismo” confederal
actual no se puede mantener y, por tanto, mejor que volver al centralismo, hay
que volver al autonomismo orteguiano. Pues el modelo del autonomismo propuesto
por Ortega no es el de los estatutos de 2ª generación que Zapatero, de modo
irresponsable y necio, concedió a Cataluña, sino más bien, creemos, el modelo
de un autonomismo que es compatible con el sentimiento de la unidad e identidad
nacional española.
Artículo publicado en El Español (2-3-2018)
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