lunes, 18 de diciembre de 2017

Autonomía no es Soberanismo

Una de las confusiones más graves que han propiciado el actual conflicto separatista, que afecta a la Comunidad Autónoma catalana, es precisamente la cuestión de la Soberanía o capacidad que tiene un Estado sobre las decisiones últimas que atañen a su propia existencia como unidad política. Pues, el Estado se constituye, como señala Hobbes, cuando se reconoce en un Soberano, sea ya una persona (Rey) o un grupo de personas (Parlamento), el monopolio de la fuerza para mantener la unidad, la seguridad o el orden dentro de ese Estado. 

En relación con las relaciones exteriores de ese Estado, puede ocurrir que un Estado busque la alianza con otros Estados frente a terceros. Así, si esa alianza se hace más estrecha y duradera, pueden surgir Confederaciones de Estados, como es la actual Unión Europea, en la que los Estados miembros pueden ceder Competencias, que siempre pueden recuperar, como estamos viendo con el Brexit inglés. Aunque el precio sea elevado, ello no es imposible. Pero, si la unión se hace más estrecha, como ocurrió en USA tras la derrota de los Estados Confederados del Sur en una cruenta Guerra Civil, la Soberanía cedida a Washington, parece ya irrecuperable para los antiguos Estados.

El caso de los Estados soberanos europeos, como España, Reino Unido o Francia, es que siguen siendo, por tanto, Estados Unitarios Soberanos, porque la UE no ha dado el paso hacia un Estado Federal europeo. Y quizás no lo pueda dar nunca. Pero dichos Estados, que han tenido un protagonismo histórico como potencias mundiales de primera fila, hoy han sido relegados, al perder sus Imperios, a potencias de segundo orden en la escena mundial, en relación con los llamados Estados Continentales como USA, China, Rusia, o pujantes potencias económicas como Alemania o Japón.

De ahí viene que su poder, tradicionalmente centralista, se debilite y empiecen a surgir tendencias separatistas en algunas de sus regiones. España lleva en esto la delantera, pues ya a finales del siglo XIX aparece el problema catalán y luego el vasco. En Inglaterra esto empezó ahora con Escocia (el caso de Irlanda es diferente). Francia, el país centralista por antonomasia, tiene problemas en Córcega y Bretaña.

Ortega y Gasset ya vio, por ello, la necesidad de regenerar o revitalizar a una España en decadencia. Para ello formuló un programa doble: integrar a España en una especie de unidad confederada europea (“Europa es la solución”) y, a la vez, descentralizar el Estado por medio de la generalización de las Autonomías. Ortega creyó que la división de las Competencias del Estado en Competencias Nacionales (Ejercito, Asuntos Exteriores, Justicia, Educación, Economía nacional, etc.) y en Competencias Autonómicas transferibles, en cuanto que tratan de asuntos locales, que no interfieren con los nacionales, podría servir para neutralizar el vicio español del particularismo o localismo, que se había manifestado como letal en el cantonalismo de la Primera República.

Dejando claro que las Competencias las otorga el Estado y, por tanto, pude también retraerlas o suspenderlas. Ortega defendió la generalización del modelo Autonómico (lo que se atribuye a la famosa frase de Suárez del “café para todos”, desconociendo que proviene del filósofo quizás a través de Torcuato Fernández Miranda, gran admirador de Ortega) porque consideraba que, con ello, se habría creado el “alveolo” para alojar el problema catalán: todas las regiones al tener Autonomía no la verían como un privilegio solo catalán y, a la vez, Cataluña tendría una parcial satisfacción a lo que de justas pudiesen ser sus reivindicaciones particularistas o “nacionalistas”. Con ello quedaría sin fuerza su particularismo separatista, pues no se podría alimentar de motivos de queja razonables, acabando por degenerar en un movimiento utópico e irreal, que es lo que representa hoy el iluminado Puigdemont.

Inglaterra, después de observar la llamada Transición española, nos copió discretamente el modelo Autonómico, creando los Parlamentos regionales de Irlanda del Norte, Escocia y Gales. No es cosa banal que la inteligente Inglaterra copie hoy a la antigua temible rival y hoy tenida por atrasada, y en parte colonizada, España. Incluso, como Ortega preveía, cuando los enfrentamientos en el Ulster subieron de tono, Tony Blair suspendió su Autonomía por cinco años nada menos.

Sin embargo, Cameron, creemos, cometió un grave error al permitir el Referendum escocés pues, con ello, empieza el cuento de nunca acabar, pidiendo otro, como en Quebec. Debería haber negado la consulta y amenazar con intervenir la Autonomía escocesa, como, a trancas y barrancas, se está haciendo en España con Cataluña. Pues, ya decía Ortega que: “Ahí (en la Autonomía) está, señores, la solución, y no segmentando la soberanía, haciendo posible que mañana cualquier región, molestada por una simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía particular”.


Artículo publicado en El Español (9-11-2017)

domingo, 10 de diciembre de 2017

Modernidad Católica frente a Modernidad Protestante

Se conmemoran este año en Alemania los 500 años transcurridos desde que en 1517 el monje agustino Lutero clavase en las puertas de la catedral de Wittenberg sus famosas 95 tesis, que incendiaron la cristiandad produciendo el cisma que llevó a la separación de los denominados Protestantes de la Iglesia de Roma.

Aquel acto fue trascendental para toda Europa por sus consecuencias, que llevaron a la destrucción del poder católico en los países del Norte de Europa, en los cuales, sin embargo, no logró imponerse una Iglesia Protestante unida, sino que se vieron obligadas a convivir, entonces y hasta hoy mismo, una multitud de sectas religiosas que fueron obligadas a tolerarse recíprocamente por los poderes políticos correspondientes. Esa tolerancia por necesidad fue transformada en virtud filosófica y secularizada por filósofos como John Locke o Voltaire. En Alemania será el llamado Rey Filósofo, Federico de Prusia el instaurador de la tolerancia que permitió el desarrollo de una secularización filosófica del espíritu protestante que va desde Kant a Marx, pasando por Hegel.

Este espíritu protestante se resume en la famosa libertad de conciencia frente a toda imposición externa de una Iglesia que se arrogue la autoridad en la interpretación de la verdad de la palabra divina. En Marx la secularización protestante alcanzó un carácter decididamente ateo, de tal manera que se podría definir al marxismo en este aspecto como un protestantismo sin cristianismo. La poderosa dialéctica marxista reside en su extraordinaria capacidad para, con su acción de protesta radical, negar no solo a Dios, sino al propio Estado, que en el comunismo final debería desaparecer como última autoridad política, dejando a los individuos que han tomado conciencia revolucionaria, libres de toda explotación y abusos de unos hombres frente a otros. Pero el marxismo, con la caída del muro de Berlín, se ha revelado como un movimiento tan utópico como aquellas sectas protestantes.

El rival de Marx, aunque en vida ambos personajes no se conocieron personalmente, podemos decir hoy que fue el fundador del Positivismo, Augusto Comte, el cual pudo vivir la famosa Revolución del 1848 en París, en la que también participó el joven Marx, que luego relató en su famoso escrito El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Allí compareció por primera vez el movimiento comunista, que Augusto Comte, a diferencia del revolucionario alemán, condena como un movimiento que pretende continuar el espíritu de la Revolución Francesa, para llevar a cabo otra Revolución más radical.

Según Comte, había que abandonar la actitud negativa de protesta y desobediencia ante las nuevas autoridades (empresarios, científicos y filósofos positivos) de la nueva Sociedad Industrial salida de las Revoluciones modernas para pasar a una colaboración con estos modernos poderes, para reorganizar esta Sociedad Industrial o Sociedad del Conocimiento, como la llaman ahora, la única que podría sacar a Europa de la crisis que se abrió en el Renacimiento, a fin de construir una nueva sociedad estable, centrada y creadora de lo que ahora denominamos la sociedad del bienestar occidental.

Augusto Comte hacía así una valoración parcial del Protestantismo, considerando que destruyó la intolerancia católica allí donde triunfo, pero no pudo imponer una nueva intolerancia religiosa por sus divisiones sectarias, y esto ayudó a que las ciencias positivas y la filosofía moderna pudiesen crecer y desarrollarse en tales países de una forma más rápida que en los países católicos del Sur de Europa. Pero una vez que las ciencias positivas se constituyen y establecen sus “cierres categoriales”, como diría Gustavo Bueno, es ridículo seguir manteniendo la “libertad de conciencia”, posible ante un dogma teológico, pero ridícula ante un teorema científico.

Así que Comte, como dijo de él Thomas H. Huxley, el denominado Bulldog de Darwin, empezó a defender un “catolicismo sin cristianismo”, que se caracterizaba por volver a construir una nueva autoridad universal, representada por la ciencia, con verdaderos dogmas, frente a los cuales la actitud protestante de crítica sin límites de la discrepancia individual ya no tenía sentido. Esa actitud “católica”, esto es, universalista, (que es lo que significa la palabra en su origen griego) existía todavía en aquellos países donde no había triunfado el Protestantismo, como Francia, Italia, España e Hispanoamérica, Portugal y Brasil.


Y era, según Comte, la que habría que secularizar, esto es, separarla de sus orígenes teológicos para darle una fundamentación filosófica secular. Una muestra de ello, cercana a nosotros, es la del influyente filósofo español Gustavo Bueno, que se reconoció como “ateo católico”. De ahí que el combate entre Protestantes y Católicos, bajo otras formas ideológicas, parece que, a los 500 años del inicio de la protesta luterana, puede continuar.


Artículo publicado en El Español (1-11-2017)