viernes, 6 de febrero de 2015

La civilización del espectáculo (Vargas Llosa)

     La visión en Youtube del diálogo que Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky (sobre este conocido sociólogo francés me remito a mi reseña ‘Una visión cultural dela crisis’) mantuvieron en el Instituto Cervantes de Madrid, en relación con la publicación del libro del primero titulado La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), me ha llevado a leer recientemente este pequeño ensayo de Mario Vargas Llosa, reconocido y laureado gran novelista hispano-americano. En él, el autor lleva a cabo un análisis demoledor sobre la aniquilación de la llamada “alta cultura” en las sociedades democrático-liberales occidentales, consideradas hoy como las más progresistas y avanzadas del globo terráqueo e incluso, por algunos, de toda Historia de la Humanidad. Vargas Llosa, en dicho ensayo, no pretende definir lo que es la cultura o la civilización para depues arrojar dicha definición a la realidad para anatemizarla, como haría uno de los tantos teorizadores al uso desde su soberbia torre de marfil. Su procedimiento no es tan pretencioso ni directo. Sigue una estrategia menos apriorística y más positiva, que tiene la virtud de que puede ser corroborada por un lector buen  obsevador y minimamente despierto. Me recuerda al procedimiento utilizado por el epistemólogo y psicólogo Jean Piaget cuando se propuso empezar el análisis de la inteligencia humana, no tanto a partir de una nueva definición apriorística del conocimiento, sino observando metódicamente cómo se transforma o aumenta la inteligencia en los niños cuando comparamos niños de diversas edades. Vargas Llosa analiza comparativamente como la cultura que el conoció cuando era joven se transforma y degrada en la civilización actual a través de fenómenos positivos que todos podemos ver y experimentar hoy en día en las socidades democráticas actuales también llamadas “postmodernas”. Fenómenos bien conocidos como, por ejemplo, la cultura del entretenimiento que lleva a la banalización de las artes plásticas, de la literatura y de la música, el triunfo del periodismo amarillista y de la crítica cultural de los mass media en la canonización de los más vendidos como los mejores, la política de la imagen y el espectáculo, etc. En tal sentido escribe:

     “Este pequeño ensayo no aspira a abultar el número de interpretaciones sobre la cultura contemporánea, sólo a dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por cultura cuando mi generación entró en la escuela o la universidad y la abigarrada materia que la ha sustituido, una impostura que parece haberse realizado con facilidad, en la aquiescencia general”. (He leído el libro en formato electrónico y no puedo localizar la página correspondiente a esta cita en la edición en papel, lo cual tiene que ver asimismo con la famosa polémica sobre la desaparición del libro tradicional que Vargas Llosa aborda con cierto pesimismo, por lo que se puede perder o ganar en los cambios tecnológicos de la digitalización del libro en su Reflexión final).


Vargas Llosa aborda varios temas que había ido analizando en artículos periodísticos, añadidos como Antecedentes al texto principal y que tratan, en una especie de rapsodia temática, de la banalización de la cultura y de sus charlatanes, de los impostores de las artes plásticas, del velo islámico, del sexo pornográfico que sustituye al erotismo, de lo privado y lo público, de las sectas religiosas, del exceso de información y de otras muchas cosas entremezcladas, como las drogas, la búsqueda frenética de la diversión, lo light, la prominencia de chefs y modistos, deportistas, rockeros y cineastas, etc. Todo ello con el telón de fondo del eclipse de la “alta cultura” y de sus representantes egregios, los intelectuales, sustituidos ahora por una fauna muy variopinta de mediocres, y poco cultos en general, personajes “mediáticos”. Pero de este análisis se pueden sacar conclusiones pesimistas o nó. Según se entiénda la nueva sociedad como algo que no tiene vuelta atrás y que por tanto aquella añorada “alta cultura” será algo similar a lo que el viento democratizador e igualitario se llevó, como en los Estados sureños el ejercito unionista acabó con la aristocracia terrateniente algodonera; o se entienda que dicha abundancia o carencia de cultura no es un mero epifenómeno o mero reflejo social, contra el que no tendríamos nada que hacer, sino que debe ser entendida relacional y funcionalmente. De la misma manera que Piaget entendía que la transformación de la inteligencia en un niño no se puede reducir fatalisticamente a la manifestación de una naturaleza recibida de modo puramente pasivo y mecánicamente, sino que la complejidad de las estructuras de la inteligencia depende, en una parte esencial, de la autoregulación y de la coordinación de las acciones del propio niño al manipular los objetos, podríamos decir que el auge o la caída de la alta cultura es algo asímismo en función de la complejidad de las estructuras sociales, las cuales surgen de la coordinación de las acciones políticas que configuran un determinado modelo de polis o ciudad, en tanto que núcleo de toda sociedad civilizada. 

Por ello la causa de lo que ya se denominó el “estrechamiento” o la mentecatez de la sociedad norteamericana en relación con la cultura educativa (Ver Allam Bloom, The Closing of the American Mind, traducido al español como El cierre de la mente moderna, Plaza & Janes, Barcelona, 1989) está en las estructuras políticas de las sociedades de masas, pronosticadas por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Dichas sociedades tienden al igualitarismo gregario al general un nuevo modo de absolutismo político, que es el que podríamos denominar Absolutismo Democrático al compararlo con el historicamente bien conocido y estudiado Absolutismo Monarquico (otros prefieren llamarlo “fundamentalismo democrático”, por analogía con el fundamentalismo religioso, pero con ello salen dañadas, por contaminación semántica, cosas tradicionalmente filosóficas y necesarias como “hablar con fundamento”, que es propio de cualquier discusión racional. Sin embargo, pretender hablar desde lo Absoluto parece hoy menos inadmisible). Precisamente esta fue la orientación de crítica a una nueva especie de Absolutismo que empezaron a dar al Liberalismo político autores como Stuart Mill y el propio Ortega. Para ellos el Liberalismo clásico de la época de Locke, que luchaba contra el Absolutismo Monárquico, ya no tiene sentido en Occidente al transformarse las Monarquías Absolutas en Monarquías Constitucionales, según el exitoso modelo inglés. El nuevo peligro para el liberalismo democrático, que estalló trágica y amenazadoramente durante el siglo XX, fueron los Absolutismos Totalitarios regidos por el principio de todo el poder para el Führer o para el Partido Unico. Su derrota exigió la poderosa intervención de la Democracia de masas americana (observada ya en sus características propias en el famoso libro de Alexis de Tocqueville La Democracia en America)  ante la impotencia evidente del por entonces hegemónico liberalismo inglés. Un Liberalismo, el de Locke, propio todavía de sociedades políticas modernas poco igualitarias que, además de tener unas dimensiones estatales relativamente reducidas, en comparación con los emergentes Estados Continentales como EEUU, la URSS, la Gran Alemania, la China Popular, no podía ofrecer una alternativa a las utopias sociales totalitarias, como la pudo ofrecer el llamado American Dream, que se pone en marcha con el New Deal del periodo de entreguerras y las nuevas políticas keynesianas iniciadas por la Administración  Kennedy-Johnson. 

Ortega ya había señalado como sociedades donde empezaba a triunfar la llamada “rebelión de las masas”, no solo a la Alemania Nazi o a la Rusia Soviética, sino también a la propia Sociedad Norteamericana. En ella veía Ortega alzarse peligrosamente el “imperio de las masas” bajo la modalidad de lo que podemos llamar una absolutización de la democracia que, rebasando la estricta esfera política, tendería a extenderse y a colorear a todos los valores sociales, incluidos los valores culturales más exímios. El sometimiento de todo a los valores individualistas del mercado engendraría una mezcla de la democracia con la plutocracia, que es en la que estamos. Ortega proponía, como Platón (aunque sin pretender que gobernasen directamente los filósofos, pues distinguía, como Augusto Comte,  entre el poder “terrenal” de los políticos y el propiamente “espiritual” reservado a los intelectuales) una mezcla de la Democracia-liberal  política con la Aristocracia cultural filosófica. Pero para eso, para mantener y renovar una aristocrácia cultural, la gran filosofía europea, que había iniciado una prometedora  renovación con las grandes figuras de Nietzsche, Dilthey, Husserl, Heidegger, etc., debía ser continuada. El mismo se lo propuso poniendo sus esperanzas en la incorporación de España a esta tarea de superación del Idealismo husserliano con el Racio-vitalismo. Pero la Guerra Fría truncó en gran medida estas esperanzas con la vuelta, en la alta Filosofía, a posiciones prekantianas propias del empirismo del Positivismo Lógico y la Filosofía Analítica o del dogmático materialismo marxista. Por eso, si queremos recuperar la influencia benefactora, para el individuo y la sociedad, en las sociedades democrático-liberales, de la “alta cultura”, es necesario tratar de continuar la creación filosófica de altos vuelos, -hoy refugiada mayormente en lo que los sociólogos llaman "colegios invisible" para el gran público e incluso para un público experto pero que padece aristofobia-, impulsarla y darla a conocer allí donde se esté produciendo, a la vez que se ejerza de nuevo la crítica filosófica en las esferas más cotidianas del gusto, de los valores político y morales dominantes, etc., pero no de modo asilvestrado, sino orientada siempre por la alta filosofía, la ciencia y la gran literatura. Y esto se debe empezar a hacer allí donde se pueda, sea desde la privilegada Tribuna Libre de un diario de gran tirada, o de la entrevista en un medio de gran audiencia, como puede hacer y suele hacer un Premio Nobel, como el propio Vargas Llosa, o desde la más remota pagina de un Blog de Internet, como nos es dado hacer al más común de los mortales. Luchemos y combatamos contra la nueva y creciente estupidez que se ha adueñado de la llamada, en el libro que comentamos, “civilización del espectáculo”. Evitemos, a la vez, que esa lucha no acabe siendo, como denuncia el propio  autor a propósito de la proliferación de los pseudo-intelectuales mediáticos, un espectáculo más de la sociedad-suciedad que se pretende combatir.