martes, 18 de agosto de 2020

Democracia liberal versus Democracia fundamentalista

Estamos asistiendo en Occidente a una crisis de las llamadas democracias homologadas como no se había visto desde los años 30 del pasado siglo. El principio de esta crisis puede percibirse ya en nuestro propio país, en la joven democracia española de las últimas décadas, donde se ve ya con claridad meridiana como la democracia entendida al modo fundamentalista, como la denominaba Gustavo Bueno (El Fundamentalismo Democrático, 2010), esta conduciendo a la destrucción de la nación en un proceso que ya Ortega, en su tiempo, achacó al particularismo. Podría pensarse que lo que ocurre en España es debido a su falta de tradición democrática, pero el mismo proceso de rebelión de las minorías regionales se está dando también en Escocia, siendo Inglaterra cuna de la democracia occidental. Incluso los propios EEUU, la principal democracia del planeta, están siendo atacados gravemente por la rebelión de las minorías culturales de blacks y LGTBI. Por ello la crisis que se está abriendo tiene ya una dimensión global, que afecta también, aunque en menor medida, a potencias no democráticamente homologadas como Rusia o China.  
 
Pero, ¿cual es la causa de todo esto?. Se pueden señalar muchas causas que clasificaríamos en causas categoriales o propias de conocimientos expertos particulares y otras causas más generales, que llamaríamos ideológicas o filosóficas en tanto que afectan a entidades como nuestra vida como humanos, como occidentales o como europeos. Pues, Hombre, Civilización Occidental, o incluso países que han tenido un influjo global en la Historia, como España o Inglaterra, no se pueden reducir en su significado a meras cuestiones económicas o políticas sino que tienen una dimensión que llamaríamos ideológica  o filosófico trascendental, por su papel esencial en la constitución de la propia sociedad global en la que vivimos. La Monarquía Absoluta española de los Austrias, que fue modelo a seguir en su época, no se entiende sin las teoría teológico filosóficas de Suarez o Mariana, así como la Monarquía Democrática inglesa, el modelo alternativo que se impuso en algunos países de Europa y hasta en la propia España hoy mismo, depende de las filosofías políticas de Hobbes o Locke, perfeccionadas por Montesquieu.  
 
Pero la Revolución francesa y la Independencia de Norteamérica,  instauraron la Republica democrática como modelo superador de la Monarquía, con lo que se pone en marcha un proceso de desarrollo de la propia Democracia que se puede poner en correspondencia con el desarrollo histórico de la propia Monarquía. Así, la Monarquía empezó en Europa, tras la caída del Imperio Romano, con las monarquía visigodas, primero electivas, imitando al mundo romano tardio donde los emperadores surgían por elección del ejercito, para pasar rápidamente a la Monarquía hereditaria en la que el Rey todavía era un primum inter pares, pues dependía su poder de una aristocracia de señores feudales. Es en el Renacimiento cuando esta monarquía se transforma en Monarquía Absoluta por la constitución de los poderosos Estados Modernos como fue, el primero de ellos, la Monarquía española de los Reyes Católicos. Como consecuencia, la aristocracia feudal será eliminada en el Villalar español o en la Fronda de Luis XIV. Pero, como decía Lord Acton, “el poder absoluto corrompe absolutamente”, por lo que dicho absolutismo monárquico provoca la aparición de una riqueza y un lujo versallesco que excita la ira de una población depauperada, abriendo la época de las revoluciones que provocan primero el paso de una Monarquía Absoluta al nuevo modelo de la Monarquía Democrática que triunfa en Inglaterra. Este modelo introduce una vuelta a la limitación del poder real, pero ahora no por señores feudales, sino por el voto popular que se reserva las tareas legislativas, arrebatándoselas al monarca, con el fin de combatir la corrupción y favorecer los intereses populares.  
 
Tal modelo podía seguir funcionando largo tiempo debido a que tuvo la virtud de hacer progresar a los ingleses para resolver de modo pacífico sus conflictos políticos acrecentando su riqueza social, si no fuera porque en Francia, al querer transformar su ya decadente monarquía versallesca en una monarquía democrática, se encontraron con la resistencia de los Borbones  a los cambios, lo que llevó a la instauración de un Régimen de República democrática similar al que se había instaurada con la Independencia norteamericana de la Monarquía inglesa. La nueva democracia proclama entonces los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que llegan hasta las actuales Democracias homologadas. Pero, como señala Hegel, observando la Revolución en Francia, dichos principios no pasaban de declaraciones puramente abstractas, porque en la práctica el voto no lo ejercían todos los franceses, como hoy, sino solo determinados propietarios en el llamado régimen censitario. Por ello esta primera fase de la Democracia es una democracia relativa de hecho, pues el pueblo no es el soberano. Solo lo es una parte de él, con lo que su representación es indirecta y muy limitada. Incluso la Camara de representantes elegida entre una “aristocracia” de propietarios con cierto nivel de rentas, estaba limitada en la elaboración de la Leyes por un Senado en el que muchos senadores lo son por su pertenencia a instituciones no democráticas, como la Nobleza,  la Universidad, la Iglesia, etc.  
 
Solo con el comienzo de las revoluciones socialistas, como la de 1848, el cuarto estado de los obreros, que crece en las ciudades con los procesos de industrialización, acabará consiguiendo extender el voto a toda la población mayor de edad, sin distinción de clase social. El triunfo de la Revolución Rusa contribuyó notablemente a acelerar el proceso de universalización del voto, que acabó extendiéndose a la mujer e incluso hoy se pretende extenderlo a los inmigrantes de otros países. Pero esta extensión imparable del voto abre el camino a una absolutización fundamentalista del poder democrático, que no se detiene en el seno de las instituciones propiamente políticas, como los Parlamentos, sino que se trata de introducir en la llamada “democratización” de instituciones tradicionalmente elitistas como la Universidad, la judicatura, las instituciones culturales, etc. Es un proceso que ya Ortega denunció como “democracia morbosa” y que lejos de mejorar estas instituciones las esta conduciendo a una degeneración decadente por tratar de someterlas a la manipulación de intereses ajenos utilizados con fines partidistas en las cada vez más duras y costosas campañas electorales. Pero este fundamentalismo absolutista, que se está imponiendo en los propios EEUU a través de la radicalización del Partido Demócrata, entra en conflicto con el elitismo del mundo científico-tecnológico que, sin embargo, cada vez tiene más poder real y efectivo, por sus impresionantes éxitos en la lucha contra los desastres naturales, víricos o incluso en las armas de guerra. Por ello la actual democracia fundamentalista está seriamente en crisis por su degeneración principal que describió magistralmente Ortega como la de la aparición del rebelde “hombre masa”, un individuo que no le vasta con el derecho a votar en las elecciones políticas, sino que pretende imponer su opinión, que considera tan valida como la de cualquiera, en cualquier tema de que se trate. Ello provoca una cultura dominante del “todo vale” que esta abriendo el camino a otra rebelión que ataca a las bases mismas de la vida cotidiana con la amenaza de la destrucción de la familia, la nación, etc., y que hemos denominado, adelantándonos al menos una década a su explosión actual,  la “rebelión de las minorías”(Manuel F. Lorenzo, La rebelión de las minorías, 2006).   
 
Pero, ¿de donde viene esta conjunción de dominio cultural del “hombre masa” orteguiano y del “rebelde minoritario” actual, que configuran una concepción fundamentalista o absolutista de la democracia?. Gustavo Bueno parece ver la causa de este “fundamentalismo democrático” dominante en la “ética protestante” de la llamada Modernidad europea del Norte que se impuso frente al catolicismo reformado defendido por España desde Trento. Especialmente en el dogma protestante del “libre examen” por el que cualquiera puede interpretar los escritos sagrados sin la mediación de instancias más doctas, como la Igesia. De ahí se explica que del “todo el mundo puede interpretar la Biblia” se derive el “todo el mundo puede gobernar” propio de la democracia absoluta actual (ya no la censitaria), sea culto o ignorante. O del “todos somos sacerdotes” al actual desprestigio de la autoridad de los docentes en bachillerato o en la Universidad, pues “todos somos profesores” o todos somos filósofos. (Un tratamiento más preciso de estos paralelismos se encuentra en Atilana Guerrero Sánchez, en “Protestantismo y Democracia”, El Catoblepas, nº 112, 2013).  
 
Otros dogmas protestantes como el de solo la fé salva, se pueden ver en la tendencia a pensar que la democracia es algo que por si misma resuelve los problemas, los cuales solo se arreglan con más democracia, etc., al margen de si eso es realmente efectivo o podría ser contraproducente. Pero el dogma de la predestinación, que mantiene la preeminencia de esta fe ciega, implica una contradicción con la libertad de los individuos en la democracia. Pues solo algunos elegidos se salvan, a pesar de que todos tienen igual derecho a interpretar la palabra divina. De ahí la angustia que oprime esencialmente al protestante, como señaló el danés Kierkegaard, y que tendría su equivalente en la extensión de las enfermedades depresivas propias de las democracias actuales más desarrolladas. Pues, el fundamentalismo igualitarista democrático no impide que, de hecho, resulten nomenklaturas por las que se rompe la igualdad apareciendo una minoría de ciudadanos privilegiados en términos de poder y riqueza frente a la mayoría. Podrá achacarse esto a déficits como la corrupción inherente a la naturaleza humana, tal como los protestantes achacaban la maldad humana a un pecado original constitutivo de la naturaleza humana, pero, de hecho, su efecto va minando la confianza en la humanidad arrojando al individuo aislado en los brazos de la desesperación nihilista propiciadora de la depresión anímica. Es el diagnóstico de Nietzsche tomado de su análisis del cristianismo que mejor conoció, el luterano, cuyo igualitarismo se proyectaba en las ideologías seculares de la democracia, el socialismo o el feminismo, tratadas como ideologías del resentimiento o envidia igualitaria, destructoras de toda jerarquía. 
 
No obstante, el calvinismo, que acaba influyendo en pueblos más pragmáticos como el inglés, introduce un procedimiento operatorio para saber quienes son los “elegidos”: el triunfo continuado en los negocios económicos. Con ello se encuentra una legitimación de la existencia de una aristocracia de elegidos que escapan así al resentimiento igualitarista al ser tocados por la gracia divina. De alguna manera ello estimulará la formación de unas élites industriales que serán aceptadas en Inglaterra de forma popular y cada vez más secularizada como los “capitanes de empresa” que, en conjunción con las élites intelectuales modernas de científicos y filósofos, iniciaran la Revolución Industrial. Pero la existencia de científicos como Newton o filósofos como Locke ya no se explica por el Protestantismo, ya que este era tan contrario como el catolicismo al Copernicanismo y a la ciencia y la filosofía moderna. Sin embargo, en Inglaterra, a diferencia de la Iglesia católica en España, la Iglesia Anglicana no logró tener el monopolio de la doctrina de la fé, por lo que tuvo que convivir con otras sectas e Iglesias de Cuaqueros, Presbiterianos, etc., viéndose obligada a mantener una prudente política de tolerancia religiosa que excluía, como sostenía Locke, solo a los ateos y a los católicos, pero incluía a los deístas de religión filosófica, como era el propio Locke. Por ello allí se desarrolló más libremente la filosofía y la ciencia moderna, al contrario que en España e incluso en la propia Francia, donde la intolerancia católica solo se empieza a neutralizar tras la Gran Revolución. En España, además influyó el rechazo connatural del español al Idealismo, tal como interpreta Ortega que es la moraleja de El Quijote cervantino, lo cual hizo, que al margen del freno que pudiese suponer la Inquisición, la filosofía del cógito y de la mente interior, del racionalismo abstracto y desvitalizado, no arraigase en España. Un país, además, donde el cristianismo se caracteriza por el culto de la exterioridad en sus famosas procesiones de Semana Santa, en relación con su pertenencia a la “Europa del Sur”, como Italia, donde la vida gira de modo característico en torno a la exterioridad de plazas y bares, a diferencia de la “Europa del Norte”, como señala Ortega en su escrito conmemorativo del centenario del nacimiento de Kant. Por eso Ortega proponía una filosofía moderna española que superase el Idealismo moderno, desarrollando un Vitalismo que no se oriente ya por la interioridad del “vete dentro” agustiniano, sino por el “vete fuera” del vitalismo hispano, del mira en torno de ti, mira tu circunstancia externa, pues sin comprenderla, sin apoyarte en ella no hay salvación, ni siquiera hay “interioridad” plena y no meramente fantasmal.  
 
Fue la creación y el desarrollo de la Sociedad Industrial lo que ha dado a Inglaterra su preeminencia mundial durante el siglo XIX y parte del XX. Pero su Democracia no era Absoluta ni Fundamentalista ya que era una mezcla de Democracia y Aristocracia como se ve en sus dos Cámaras electorales, la de los Comunes y la de los Lores. Una Aristocracia de nobles, monárquica, pero más liberal y políticamente libre que la alta nobleza española, debido a la imposición de la tolerancia religiosa y de una monarquía democrática. Filósofos como el materialista Hobbes o el liberal Locke llegaron a ser preceptores de los vástagos de la alta nobleza e incluso Hobbes del Príncipe de Gales que reino como Carlos II y fundó la Royal Society que llegó a presidir Newton. Algo impensable entonces en España, cuya aristocracia siguió más bien la línea de la Duquesa de Alba de buscar la identificación con los gustos populares, que Goya reflejó muy bien en sus tapices de toreros y majas, romerías y corridas de toros. Ortega ve en esto una degeneración de la nobleza española del siglo XVIII, aunque por otra parte considera que en España, debido a la potencia secular de lo popular, no cabe sino el ser un “aristócrata en la plazuela”, un tipo de aristocracia que no se mantiene lejana y distante del pueblo, como la aristocracia inglesa, sino que hace el más difícil todavía de intentar ejercer su preeminencia en gustos y opiniones, no tanto en los palacios, como en la popular tertulia del café y en el periódico cotidiano. Seguramente este tipo de aristocracia española de la plazuela tiene hoy más posibilidades de hacer mella con su influencia crítica y de ejemplaridad en las actuales sociedades de masas donde el aristocratismo distante al estilo victoriano inglés esta completamente estigmatizado. Pues, después de Inglaterra, son los EEUU los que han ido desarrollando la transición de la democracia limitada por aristocracias, como fue también el caso de la Republica francesa, hacia el actual dominio en Occidente de una Democracia Fundamentalista. Alex de Tocqueville en su conocida obra La Democrácia en America, entrevió de modo genial tal transformación de forma anticipada: la formación de un poder benefactor y protector que, a cambio, mantiene a los individuos en una infancia sin fin. Estamos asistiendo precisamente en las últimas décadas tras la caída del Muro de Berlín a la aparición de un absolutismo democrático con la imposición de lo llamado “políticamente correcto”, que está transformando la democracia absoluta americana en una especie de tiranía democrática, como previó Tocqueville. Aunque los gérmenes los vio ya el francés en el siglo XIX, estos no se desarrollaron plenamente hasta principios del siglo XXI.  
 
Pero, ¿porqué ocurre esto ahora y no ocurrió antes?. La explicación de porque se produce ahora su irrupción súbita creemos que se encuentra en la entrada en crisis y descomposición de la influencia filosófica ilustrada de origen inglés y francés que está en el origen de la Constitución política norteamericana y que ha empezado a ser cuestionada por lo menos a partir del famoso Mayo del 68 con los llamados movimientos por los derechos civiles con ocasión de la Guerra de Vietnan. Dicha influencia se sustanciaba en una filosofía positivista-empirista que, siguiendo el modelo de una racionalidad científica moderna basada en la exitosa física-matemática de Newton, que se tomaba como canon también para las ciencias sociales y la política, constituía una forma de ser moderno que cristalizó en la influyente minora WASP, de los anglosajones. El Positivismo Lógico y la Filosofía Analítica desde Cambridge y Oxford daban el tono de una racionalidad que mantenía a raya la beatería del puritanismo protestante más radical que, obligado a abandonar la Gran Bretaña había florecido en las colonias norteamenricanas, constituyendo hasta hoy la religiosidad dominante. Pero la crisis de la Física newtoniana en el siglo XX por la irrupción de las nuevas mecánicas relativista y cuánticas, que la bajaron de su pedestal de modelo de racionalidad introduciendo profundas incertidumbres, más la irrupción de nuevas ciencias biológicas como la Genética, las cuales permiten el desarrollo de tecnologías que permiten transformar la realidad de un modo tan potente como las anteriores tecnologías derivadas de la Física, y a su vez fortalecen la cientificidad de la Teoría de la Evolución decimonónica, hacen que aflore un nuevo modelo de racionalidad que Ortega llamaba la Razón Vital en relación con la Biología o la Razón histórica en relación con las nuevas Ciencia Humanas, las cuales van desde las ciencias Antropológicas hasta las Lingüísticas, pasando por las llamadas Ciencias Cognitivas resultantes de la Psicología y la Lógica moderna. Dicho nuevo modelo de racionalidad exige la elaboración y el desarrollo de una nueva Filosofía que Ortega denominaba como un “cartesianismo de la vida”, la cual entra en conflicto necesariamente con la ya muy agotada filosofía positivista, aunque  todavía dominante hoy en EEUU. Precisamente la debilidad de dicha filosofía hace que sea impotente para frenar la marea de la denominada Ideología de Género y de la “corrección política”  que esta ya anegando las principales Universidad anglosajonas. Solo el desarrollo filosófico de la nueva racionalidad biológica, que Ortega llamaba precisamente el Racio-vitalismo, podría combatir con éxito la hydra irracional que pretende un nuevo absolutismo y tiranía político-ideológico de la “corrección política”. De la misma manera que Francia e Inglaterra con su Descartes y su Bacon iniciaron una nueva filosofía que permitió reemplazar a la ya declinante escolástica aristotélica, podríamos estar ante una situación similar en la que una nueva filosofía racio-vitalista pueda superar y reemplazar al positivismo declinante. Por ello ahora se invierten las tornas, y el papel que tuvieron entonces Francia e Inglaterra lo podría tener ahora España, donde se están desarrollando de modo muy potente estas nueva concepción filosófica en diversas formas desde Ortega hasta Gustavo Bueno, al que ciertamente es necesario reinterpretar en tal dirección, como hemos hecho en otros lugares calificando su filosofía, si se es consecuente con su espíritu más que con su letra, de Vitalismo Antrópico.   
Una filosofía por si misma no transforma el mundo si solo cambia el modo de pensar de unos pocos. Solo si tiene algún modo de influir en los poderes ejecutivos que mueven el mundo puede entonces no condenarse a una esterilidad autista. En nuestro caso disponemos de un vehículo que nos queda como herencia de nuestro pasado imperial, que es la lengua española común a más de 20 países y precisamente tenida como viva en la importante minoría hispana estadounidense. Una minoría que por su religiosidad predominantemente católica, mantiene todavía, frente a la “masa rebelde” predominante en la minoría WASP por su residual individualismo atomista, una valoración positiva de la necesidad del grupo familiar y del respeto a las jerarquías cultas mediadoras necesarias en la educación. Es esta minoría hispana la que pude ahora mostrarse como necesaria en la construcción de una democracia que limite el absolutismo del fundamentalismo ideológico de lo “políticamente correcto” por medio de las orientaciones de esta nueva racionalidad filosófica hispánica, para pasar a una democracia que permita limitar el poder soberano (potestas), que seguirá siendo popular sin la menor duda, por el poder intelectual o cultural (austoritas), que ahora no emana de una jerarquía católico religiosa, sino de una jerarquía académico-filosófica emergente.  

          Manuel F. Lorenzo

          Artículo publicado en La Tribuna del País Vasco (10-8-2020)