domingo, 7 de abril de 2019

Crisis en Occidente


Frente a la posición del universalismo globalizador propia de los ideales de la Ilustración, que hoy es dominante en Occidente, asociada al llamado por Francis Fukuyama “fin de la Historia”, se abrió paso ya en el siglo XIX una posición crítica con este idealismo globalizador abstracto, que fue la filosofía de la historia positivista-romántica, defendida por los fundadores del positivismo, Saint-Simon y Augusto Comte. En ella se defendía el progreso pero, a la vez, se buscaba su conjugación con el orden histórico medieval. De ello sacaban una conclusión interesante: lo que ocurrió en el medievo habría ocurrido en otras épocas de la historia, pues los griegos también tuvieron su medievo, la época de Troya, su época de caballeros (Aquiles) y damas (Elena), de “iglesias y castillos”, como diría después Ostwald Spengler. Tuvieron también su renacimiento en los filósofos jonios, milesios, pitagóricos, etc., y abrieron una crisis de inseguridad cultural, política y social en el mundo antiguo, en relación con sus creencias mitológicas anteriores, que empezaría a cerrarse en el mundo romano, en el momento en que se establecen las bases de lo que será el medievo europeo, vislumbrándose ya con la época imperial romana, como dice el Conde de Saint-Simon, una “sociedad orgánica”, más estable y segura, que deja atrás a la  “sociedad en crisis” propia del helenismo.

Los positivistas clásicos creían que este proceso, en grandes líneas, se iba a repetir en el mundo moderno. Por tanto, la nueva crisis que abre la Modernidad europea tiene que tener un Rubicón que marque el paso a una nueva “sociedad orgánica” moderna, más avanzada y humana, no basada ya, por supuesto, en guerreros y sacerdotes, sino en emprendedores industriales y sabios (científicos, filósofos y humanistas) guiados por intereses más trascendentálmente humanos. Una sociedad en la que no se esperen ya grandes cambios en las estructuras sociales de poder, lo que posibilitaría una conciencia mayor de seguridad que permitiría disfrutar realmente de la vida, de los placeres cotidianos y sencillos, como hacían lo medievales, sin la esquizofrenia o la depresión que caracteriza, aun hoy más que nunca, al individuo moderno.

Aquí salta a la vista el binomio actual europeos-norteamericanos. Ya se ha señalado, después de la caída del Muro de Berlín, a los EEUU como una nueva Roma en el mundo actual, no básicamente militar, sino industrial y tecno-científico, por su aplastante hegemonía económica y política. Pero Roma pasó por periodos muy diferentes y muy críticos. No es lo mismo la Roma republicana que la Imperial. No es lo mismo la Roma de Cicerón que la de Augusto o la de Constantino el Grande.

La crisis actual, -que golpea también a los norteamericanos, profundamente divididos en demócratas del “fin globalizador de la historia” y republicanos más próximos, tras el 11-S, al “choque de civilizaciones”-, ¿sería una crisis similar al paso de la República al Imperio en Roma?

El historiador David Engels ha señalado acertadamente en un análisis de Historia Comparada (Le déclin, Paris, 2014) las analogías sorprendentes entre muchos fenómenos del siglo II y I antes de Cristo, como la crisis de la familia tradicional, con el aumento creciente de los divorcios y la caída de la natalidad por el auge del individualismo hedonista, la necesidad de una inmigración también masiva que va adquiriendo la ciudadanía romana formando una sociedad multicultural que genera numerosos conflictos de crisis identitaria, cambio de valores, etc. Dichos fenómenos serían equivalentes con los que hoy nos encontramos en la Unión Europea, y que están provocando una profunda crisis. David Engels habla, en su libro y en este artículo publicado en La tribuna del País Vasco, de la UE como una nueva versión del Imperio Europeo intentado por Carlomagno, Carlos V, Napoleón o Hitler. Quizás esto está en la intención de gobernantes como Angela Merkel o Macron, pero en realidad la unidad europea actual es un proyecto de la Guerra Fría impulsado por USA, quien todavía es la superpotencia mundial, o al menos líder de la denominada civilización occidental, aunque  se habla ya de multipolaridad por el auge de China y Rusia. Precisamente el proyecto multi-cultural de la Europa federal actual fue impulsado poderosamente desde la propia USA por el presidente Obama y financieros como Soros, Rockefeller, el Club Bilderberg, etc., reunidos en un liberalismo impulsor de la globalización económica y social.

Pero tal proyecto amenaza con acabar con el Estado de bienestar occidental, siguiendo el dicho de desvestir a un santo (la clase media occidental) para vestir a otro (los inmigrantes del Tercer Mundo). En tal sentido, el inesperado y espectacular triunfo de Donald Trump, basado en frenar o poner límites a dicha globalización para recuperar los empleos industriales necesarios para salvar el Estado de bienestar en USA, abre una crisis de una violencia no vista en el liberalismo americano. Por ello, la lucha por el poder se está encarnizando hasta el punto de entreverse un “paso del Rubicón” en la política norteamericana y, por extensión en la de los países aliados occidentales, que guarda grandes analogías con el paso de la Roma republicana a la imperial.

En Roma, como señala David Engels, se pasó de una democracia cada vez más corrupta al establecimiento de la dictadura imperial, dada la naturaleza básicamente militar del poder en la Antigüedad. En USA lo que está en crisis y corrupción creciente es la llamada, por Alexis de Tocqueville, democracia americana, analizada por Ortega y Gasset como democracia del imperio sin límite de las masas. Y está en crisis tanto por escándalos económicos como por degeneración de costumbres (drogas, sexualidad, etc.) e incluso vacío de ideas, aumento de la manipulación ideológica, etc. Pero dicha democracia, en las sociedades modernas industriales en que predomina el poder económico sobre el militar, y por tanto la necesidad de mercados con libre competencia, no puede ser sustituida establemente por dictaduras como las de los emperadores romanos, sino acaso por democracias no fundamentalistas, limitadas o autoritarias si se quiere, pero democracias liberales. De ahí el auge de un liberalismo conservador, como el que representa Donald Trump, frente al liberalismo radical globalizador de los derechos de las minorías étnicas, sexuales, etc., que se ha apoderado del Partido Demócrata americano con la influencia de los Clinton y Obama.


Artículo publicado en La Tribuna del País Vasco (27-3-2019)