viernes, 7 de octubre de 2011

Política de las habilidades

La reflexión filosófica sobre la habilidad humana, que hemos comenzado a desarrollar sistemáticamente hace ya más de una década, cuando publicamos el artículo "Ser como voluntad y  Ser-a-la-mano" (1996) o "Para la fundamentación de un pensamiento hábil" (1998), nos ha llevado del planteamiento novedoso de problemas de fundamentación de una nueva filosofía, desde el punto de vista sistemático, histórico y metodológico, hasta la propuesta de una teoría operacional del conocimiento que partiendo de los planteamientos de Piaget y apoyándose en la Teoría de las Esencias de Gustavo Bueno, nos condujo a poner la habilidad manual como núcleo generador del conocimiento humano en un artículo anterior de este Blog ("La mano como raíz generadora del conocimiento humano"). 

Las reflexiones que vamos a desgranar a continuación tratan de amplíar el campo de aplicación del punto de vista de las habilidades al campo de la política. En este caso tenemos como antecedente clásico, hoy prácticamente olvidado, al Conde de Saint-Simon, el padre del movimiento positivista en filosofía. Pues fue él quien acuñó el término de capacidades o habilidades para referirse a los poderes o  fuerzas constitutivas de la moderna sociedad industrial, de la que ha quedado como su gran visionario. Una prueba de su influencia a largo plazo es precisamente la denominación tan extendida de la palabra Sistema para referirse en la actualidad a las estructuras políticas dominantes en países altamente industrializados como USA y la aparición de una oposición política anti-sistema de movimientos alternativos en la segunda mitad del siglo XX y que revive hoy en los llamados Indignados. Como he mantenido en un artículo anterior en este mismo Blog ("Sociedad orgánica y Sistema"), habría que considerar hoy al Conde de Saint-Simon como más profundo en muchos aspectos que sus grandes discípulos Engels y Marx, los cuales lo consideraba un Socialista útopico. Ellos se consideraban Socialistas científicos, aunque el hundimiento del Socialismo soviético, que se inspiró en ellos, ponga en cuestión tal pretendida cientificidad.

Pero si se lee al Conde de Saint-Simon, cosa que en español es difícil, pues apenas está traducido, se comprueba que propiamente no era ni socialista ni utópico. No era socialista, porque hablaba de una emergente sociedad industrial de productores en la que las fuerzas dirigentes debían ser los empresarios y no los obreros, y no era utópico porque su concepción de una sociedad nueva basada en dos nuevos poderes terrenal (los productores: empresarios y obreros) y espiritual (los sabios creadores: científicos, filósofos positivos y artistas) que debían sustituir a los poderes de la sociedades militares antigua y medieval (guerreros y sacerdotes) se han cumplido en la llamada sociedad post-industrial del conocimiento o sociedad industrial tecnológica analizada hoy en el siglo XX por la Sociología de R. Aron, Daniel Bell, Dahrendorf, etc., que el preconizó. En tal sentido, a modo de reconocimiento de la actualidad de su obra se ha creado en Francia en la década de los 80 del pasado siglo un influyente think tank de intelectuales y empresarios, la Fundación Saint-Simon, promovida por F. Furet, Alain Minc, etc., en el que se pretendía llevar a cabo la alianza de productores y sabios, el partido de “los industriales” que Saint-Simon propuso a su época sin conseguirlo. 

 Saint-Simon pensaba que, en dicha sociedad futura, el “gobierno de las cosas” sustituiría al “gobierno de los hombres”, trasformando a los políticos de temidos gobernantes que someten a la sociedad a sus intereses de mera dominación, en serviciales administradores que velan por su bienestar. Marx y Engels se apropiaron de esta Idea para definir la sociedad comunista que proponían. Pero, en esto tergiversaron a Saint-Simon, quien no creía que pudiese desaparecer la política, ni el Estado, en la sociedad industrial del futuro, sino que esta continuaría, pero no ya como “política del poder”, sino como politique des abilités. Pues, con la aparición de la sociedad industrial, en la cual la riqueza social se obtiene fundamentalmente de la explotación de la naturaleza con la guía de la ciencia, a diferencia de lo que ocurría con las sociedades pre-industriales, en las que la riqueza derivaba de la explotación del trabajo humano por medio de la violencia que da la superioridad militar y guerrera, cambia necesariamente el modo de organizar la esfera política. Por ello, el poder de organizar la sociedad ya no reside en la mera fuerza, sino en la habilidad para dirigir y ejecutar las tareas productivas de las que depende el bienestar y progreso de la sociedad humana. Las habilidades o capacidades, tanto manuales como intelectuales, de crear riqueza por la industria y la ciencia, son ahora las actividades que deben presidir la nueva sociedad, que es, por tal razón, de naturaleza pacífica y requiere una gran libertad y descentralización para su correcto desarrollo. Como consecuencia de ello, por la naturaleza universal, global o transnacional de los intereses industriales y científicos, el Estado nacional moderno, aunque no desaparece, debe ser descentralizado en dos direcciones: hacia abajo (nivel regional) y hacia arriba (nivel confederal: Comunidad europea). 

 Saint-Simon contrapuso su Sistema industrial al Sistema feudal, hoy ya superado en los países más industrializados, pero también advirtió de las formas de transición de gobiernos y parlamentos controlados por “metafísicos” y “legistas”. Son hoy estas fuerzas de transición las que se están convirtiendo en un freno para el progreso de la sociedad. Dichas fuerza emergen en las Revoluciones inglesa y francesa con sus “metafíscos” del poder como Hobbes o Locke y sus “legistas” que dirigen a través de los nuevos partidos liberales la lucha igualitaria para neutralizar los privilegios políticos de la nobleza y del clero. Mientras se debilitaba el Antiguo Régimen, dicha lucha beneficiaba a la nueva sociedad de productores que avanza decisivamente con la Revolución Industrial. Pero es en el jacobinismo de la Revolución francesa donde el propio Saint-Simon, que la vivió, percibe un serio peligro para el progreso de los industriales y científicos, en el sentido de que los Jacobinos abortan la Revolución industrial para sustituirla por una revolución política banal en la que meramente se trata de sustituir unos dirigentes por otros (vuelta de la tortilla) pero manteniendo la misma concepción maquiavélica del poder; en la que el poder político se convierte en un fin en si mismo y deja de ser un medio para el progreso de la ciencia y la industria. Los Jacobinos no llevaron a los industriales al poder sino a una nueva clase, la burguesía, que se interpone en el proceso de producción y lo desvía para su propio y exclusivo beneficio, aunque todo ello lo adorne con un “discreto encanto”, como diría Luis Buñuel. 

El modelo de partido jacobino y centralizado, en el que un pequeño grupo controla las elecciones y los parlamentos, utilizándolos, no como medio al servicio de la sociedad industrial, sino para perpetuarse en el poder, tendrá su máxima expansión y perfección técnica en el siglo XX, en el que sociólogos como R. Michels desvelaron con claridad su carácter oligárquico. Pero ello abre un conflicto entre los políticos y los representantes económicos, que es recurrente en las sociedades industriales y que se manifiesta en la formación de castas oligárquicas parasitas e ineficientes que tienden a llevar a las economías a la ruina, como ocurrió con la Nomenclatura soviética o con lo que en la España de Zapatero algunos denominan la Progresía y otros El Sistema. Saint-Simon proponía, frente a esta nueva versión de la “política del Poder” que se remonta a Maquiavelo, una “política de las Habilidades”, una política en la que sean las capacidades industriales y científicas, orientadas al aumento de la riqueza y el bienestar de la población, las que determinen las políticas presupuestarias de los gobiernos que deben aprobar los parlamentos democráticos. Pero para ello habría que crear partidos y fuerzas sociales que presenten como diputados a científicos, industriales, artistas, filósofos no metafísicos, etc. Habría que además convencer al electorado que se deben exigir unos mínimos de experiencia académica o industrial para acceder a los Parlamentos de una sociedad altamente industrializada, en la que sobran leguleyos, gente sin profesión, o “profesionales del poder”, demagogos que llenan su boca con metafísicas soberanías o absolutismos populares, etc. 

 Manuel F. Lorenzo

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