viernes, 19 de octubre de 2018

A la búsqueda del liberalismo perdido


Empezamos a vivir tiempos revueltos en la política. Nuevos totalitarismos nos amenazan, ahora en la versión de la rebelión de las minorías étnicas, culturales, sexuales, etc. Nos está pasando en España, donde cada vez se constituyen poderes parlamentarios, desde los Ayuntamientos hasta las mismas Cortes, resultado de un equilibrio entre grandes partidos con grupos minoritarios radicales.

Como resultado de ello se forman Gobiernos minoritarios que toman decisiones que pueden ir en contra del sentir de la mayoría de los electores en asuntos que, además, pueden afectar gravemente a la convivencia ciudadana, como se está viendo en el caso de la rebelión separatista de Cataluña.

Hay aquí una tergiversación de la Voluntad General, que como ya sostenía Rousseau, no tiene porqué equivaler a la mera suma de los votos, o Voluntad de Todos. En la democracia española el asunto es grave porque no existe un poder democrático diferente del constituido por los representantes de los partidos en los parlamentos, autonómicos, locales, o incluso ahora el parlamento nacional. Pues al Rey, como Jefe del Estado, solo le corresponden funciones simbólicas de ratificar leyes o funciones de moderación y mera mediación.

Diferente es el caso de una democracia presidencialista como la de USA en la que, como estamos viendo, frente a un Parlamento cada vez más proclive a ceder ante las presiones de minorías, como las culturales o sexuales, introduciendo leyes que pretenden equiparar plenamente derechos de minorías con los de las mayorías naturales, se produjo la irrupción súbita de un Presidente como Trump que surge, según se dice, del voto de la América profunda, del ciudadano libre que rechaza la intervención del Estado en lo que atañe muy de cerca a sus libertades personales, de educación de sus hijos o de sus creencias religiosas. Aquí podemos ver, en la elección directa del Presidente, una limitación democrática del poder parlamentario. 

Ya el filósofo inglés Herbert Spencer proponía, en la época de la Inglaterra victoriana, un renovación del liberalismo en la defensa de los derechos individuales, que consistía en que el poder que debía limitarse ya no era el Poder de una Monarquía Absoluta, como en los tiempos de John Locke y de la Gloriosa, sino el Poder de los Parlamentos, que sustituyen como Soberanos a los Reyes. Porque, decía Spencer, una cosa es quien detenta el Poder (Soberanía) y otro hasta donde llega ese Poder (límites del Poder).

Ortega retomó esta distinción de Spencer y la vio como la única solución para escapar a la crisis de totalitarismo que abrió a principios del siglo XX lo que él denominó, en libro famoso, la “rebelión de las masas”. Dicha rebelión no se reducía solo al Comunismo o al Fascismo, sino que podía adoptar otras formas distintas. Una de ellas, creemos que es la que está ocurriendo ahora mismo como “rebelión de las minorías”, en la que la propia “rebelión de las masas”, que continúa con el entontecimiento cultural propio de la aristofobia de las masas, abre la puerta al igualitarismo utópico y quijotesco de las minorías antes citadas, sin caer en la cuenta de que con ello, lejos de conseguir una mayor igualdad, seremos todos sometidos a las duras y arbitrarias prescripciones que empezamos a ver en lo “políticamente correcto”. 

Ortega, a diferencia de Spencer, creía que, si la democracia venía efectivamente de los antiguos griegos y de la Inglaterra moderna, el liberalismo procedía de los germanos medievales. Spencer, sin embargo, solo veía en estos el militarismo prusiano, tan opuesto al pacifico y laborioso industrialismo inglés. Pero Ortega ya veía el origen de la insobornable libertad personal moderna en la limitación del fuero feudal frente al poder centralizador del monarca.

Hoy vemos una nueva versión de ese poder limitador en el voto de la América profunda del “cow boy” frente al poder de los políticos de Washington. En tal sentido ni en España, ni en toda Europa, tenemos algo parecido. Inglaterra lo tuvo hasta hace bien poco en sus orgullosa y elitista aristocrácia. Pero hoy, también en ella, la Monarquía es meramente un poder simbólico y la Cámara de los Lores está subordinada a la de los Comunes, en la que rige lo que aquí denominamos “partitocracia”.

Por ello lejos de considerarnos como europeos con derecho a mofarnos del fenómeno Trump y de las maneras bruscas o “populistas” de la Democracia Americana, deberíamos volver a pensar por nosotros mismos, aunque con la ayuda, por supuesto de reconocidos grandes pensadores como Spencer y Ortega, la nueva crisis de la democracia liberal a la que nos estamos enfrentando. Pues no solo nos enfrentamos a ella en nuestra siempre tardígrada y atrasada España en estos asuntos modernos, sino que la crisis es, de nuevo, mundial.


Artículo publicado en El Español (9-7-2018)

lunes, 8 de octubre de 2018

Covadonga y la Democrácia española

Estos días pasados ha tenido lugar la visita de la Infanta Leonor y de sus padres, los Reyes de España, al Principado de Asturias, en conmemoración de los 1300 años transcurridos desde la denominada batalla de Covadonga (718). Batalla real para unos o inventada para otros, pero que en definitiva simboliza algo que condujo a la rebelión de Pelayo contra la dominación islámica de Munuza, asentado en Gijón, ciudad en la que tiene todavía hoy una calle. Con dicha rebelión se inicia un movimiento de reconquista y no de mera resistencia, como ocurrió en el condado de Barcelona, dependiente de la Marca Hispánica de Carlomagno, o de lo que sería el Reino de Navarra

Una rebelión que muy pronto se consolida y se extiende, llegando en menos de 70 años a pasar a la contraofensiva el rey del pequeño reino asturiano, Alfonso I, el cual consiguió hacer inexpugnable Asturias para los ejércitos sarracenos. Con Alfonso II el Casto que, en una de sus razzias, llega hasta Lisboa, se crea la frontera de tierra quemada en torno al rio Duero y se inicia la peregrinación desde Oviedo a Compostela, como a una nueva Roma, que hay que visitar para ganar el jubileo en la tumba del apóstol Santiago. Por último, Alfonso III inicia la repoblación del valle del Duero, la creación de Burgos con su castillo para defender la llamada Bardulia, como una especie de Marca Hispánica asturiana que engendrará el Condado de Castilla, como Carlomagno engendró el Condado de Barcelona. La diferencia está en que mientras el francés se limitaba a una política defensiva, el asturiano tiene una estrategia ofensiva, que continuarán después, principalmente, los reyes de León, Castilla y Aragón llevando a la toma final de Granada. 

Por eso, en Cataluña se mantuvo una estructura feudal tradicional, cuyos restos se manifiestan intermitentemente en su historia, tal como ahora ocurre con la jerarquía racista del separatismo en rebelión frente a una Constitución democrática igualitaria más afín con la Castilla originaria, que fue creada como feudo o marca del Reino de Asturias con la repoblación y fundación de ciudades como León, Astorga, Burgos, Amaya, etc. Una repoblación que recuerda la conquista del Oeste americano con sus condados autónomos de ciudadanos que se reparten por igual las tierras y que eligen sheriffs y jueces para defenderse de los indios y de los cuatreros. Nace así Castilla como una sociedad igualitaria de pequeños propietarios libres de señores feudales y dependientes, sin intermediarios, de la Corona asturiana que los crea. Eligen sus alguaciles y alcaldes que los defiendan de las injusticias y cuentan con la protección real que los libre de las razzias del temible ejército islámico. Castilla, desde su origen es por ella de estructura democrática, a diferencia de la feudal Cataluña. 

Otra cosa es que, como señaló Ortega y Gasset, democrático no es idéntico a liberal, porque el igualitarismo social, cuando no tiene límite, puede ser el peor enemigo de la libertad. Y a la inversa, el feudalismo, que según Ortega está en la raíz del liberalismo europeo, porque se basa en poner unos límites al poder real que garanticen la libertad y el habeas corpus de los señores feudales. Sin embargo, puede degenerar en un racismo esclavista, como parece ser que ocurrió en Cataluña hasta que se incorporó, con los Reyes Católicos y después con Felipe V, a unas estructuras más igualitarias de una España unitaria y centralista. Por ello, el problema de España, como se dice, que todavía está sin resolver, reside en la necesidad de asentar en nuestro país una democracia liberal, aun conservando la Monarquía histórica.

Las bases de la actual democracia se empezaron a poner tras la industrialización y la creación de una amplia clase media en la época de Franco, con la denominada Transición a la Democracia. Pero, después de varias décadas, nos encontramos con serios problemas de crisis política en Cataluña y peligro de nuevos enfrentamientos entre el igualitarismo español y el radicalismo separatista catalán o el vasco. Por ello algunos hablan de regenerar la “fallida” democracia actual. El fallo, según este análisis, se ve muy bien en las propias raíces de España. Reside en una democracia entendida al modo aristofóbico castellano, recogido en la frase “del Rey abajo ninguno”, que ahora nos viene reforzada por la imitación de la ideología multiculturalista dominante hoy en Bruselas, basada en el igualitarismo más demagógico y destructor de las nacionalidades históricas europeas, en nombre de un utopismo completamente idealista. Mientras no se pongan límites a este igualitarismo, tanto castellanista, como ahora globalista, con la defensa liberal y a la vez democrática de los Estados nación y de sus necesarias élites dirigentes, no parece que se pueda corregir el desastroso rumbo que en España ha tomado la democracia. 

Manuel F. Lorenzo

Artículo publicado en El Español (12-9-2018).