viernes, 4 de diciembre de 2015

Un texto de Ortega sobre el problema de Cataluña

  “Este problema catalán y este dolor común a los unos y a los otros es un factor continuo de la Historia de España, que aparece en todas sus etapas, tomando en cada una el cariz correspondiente. Lo único serio que unos y otros podemos intentar es arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es conllevarlo, dándole en cada instante la mejor solución relativa posible; conllevarlo, en suma, como lo han conllevado y lo conllevan las naciones en que han existido nacionalismos particularistas, las cuales (y me importa mucho hacer constar esto para que quede nuestro asunto estimado en su justa medida), las cuales naciones aquejadas por este mal son en Europa hoy aproximadamente todas, todas menos Francia. Lo cual indica que lo que en nosotros juzgamos terrible, extrema anomalía, es en todas partes lo normal. Pues en este punto quien representa la efectiva, aunque afortunada anormalidad, es Francia con su extraño centralismo; todos los demás están acongojados del mismo problema, y todos los demás hacen lo que yo os propongo: conllevarlo.

   Con esto, señores, he intentado demostrar que urge corregir por completo el modo como se ha planteado el problema, y, sin ambages ni eufemismos, invertir los términos: en vez de pretender resolverlo de una vez para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a términos de posibilidad, buscando lealmente una solución relativa, un modo más cómodo de conllevarlo: demos, señores, comienzo serio a esta solución.

   ¿Cuál puede ser ella? Evidentemente tendrá que consistir en restar del problema total aquella porción de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás. Lo insoluble es cuanto significa amenaza, intención de amenaza, para disociar por la raíz la convivencia entra Cataluña y el resto de España, Y la raíz de convivencia en pueblos como los nuestros es la unidad de soberanía.          

   Recuerdo que hubo un momento de extremo peligro en la discusión constitucional, en que se estuvo a punto, por superficiales consideraciones de la más abstrusa y trivial ideología, con un perfecto desconocimiento de lo que siente y quiere, salvo breves grupos, nuestro pueblo, sobre todo, de lo que siente y quiere la nueva generación, se estuvo a punto, digo, nada menos que de decretar, sin más, la Constitución federal de España. Entonces, aterrado, en una madrugada lívida, hablé ante la Cámara de soberanía, porque me acongojaba desde el advenimiento de la República la imprecisión, tal vez el desconocimiento, con que se empleaban todos estos vocablos: soberanía, federalismo, autonomía, y se confundían unas cosas con otras, siendo todas ellas muy graves. Naturalmente, no he de repetir ahora lo que entonces dije; me limitaré a precisar lo que es urgente para la cuestión.          

   Decía yo que soberanía es la facultad de las últimas decisiones, el poder que crea y anula todos los otros poderes, cualesquiera sean ellos, soberanía, pues significa la voluntad última de una colectividad. Convivir en soberanía implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quiere desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial decisión. Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado de este proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amenaza de la soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos y rápidos a una catástrofe nacional.

   Yo recuerdo que una de las pocas veces que en mis discursos anteriores aludí al tema catalán fue para decir a los representantes de esta región: «No nos presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces no nos entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de autonomía». Y conste que autonomía significa, en la terminología juridicopolítica, la cesión de poderes; en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene. Esto es autonomía. Y en ese plano, reducido así el problema, podemos entendernos muy bien, y entendernos –me importa subrayar esto– progresivamente, porque esto es lo que más conviene hallar: una solución relativa y además progresiva. Desde hace muchos años, con la escasez de mis fuerzas solitarias, venía yo preparando este tipo de solución, tomando el enorme problema como hay que tomar todos en política, sistemáticamente, articulándolos unos con otros, a fin de que coadyuven a su conjunta superación.           

   Prescindiendo provisionalmente del problema catalán, yo analizaba la situación en que estaba mi país y encontraba en él un morbo básico, sin curar el cual no soñéis que España pueda llegar a ser nunca una nación vigorosa. Este morbo consistía, consiste, en la inercia de vida pública y, por tanto, política, económica, intelectual, en que viven los hombres provinciales. España es, en su casi totalidad, provincia, aldea, terruño. Mientras no movilicemos esa enorme masa de españoles en vitalidad pública, no conseguiremos jamás hacer una nación actual. ¿Y qué medios hay para eso? No se me puede ocurrir sino uno: obligar a esos provinciales a que afronten por sí mismos sus inmediatos y propios problemas; es decir, imponerles la autonomía comarcana o regional.

   Y sería desconocer por completo la realidad de este morbo que se trata de curar (una realidad que es la específica de España, la única que no se puede copiar de ningún programa político extranjero, sino que hay que descubrirla con la propia intuición y con el propio pensamiento); sería ignorar, digo, la realidad que se trata de corregir, esperar que la provincia anhele y pida autonomía. Desde el punto de vista de los altos intereses históricos españoles, que eran los que a mí me inspiraban, si una región de las normales pide autonomía, ya no me interesaría otorgársela, porque pedirla es ya demostrar que espontáneamente se ha sacudido la inercia, y, en mi idea, la autonomía, el régimen, la pedagogía política autonómica no es un premio, sino, al revés, uno de esos acicates, de esos aguijones, que la alta política obliga por veces a hincar bien en el ijar de los pueblos cansinos. Así concebía yo la autonomía.

   Y una vez que imaginaba a España organizada en nerviosas autonomías regionales, entonces me volvía al problema catalán y me preguntaba: «¿De qué me sirve esta solución que creo haber hallado a la enfermedad más grave nacional (que es, por tanto, una solución nacional), para resolver el problema de Cataluña?» Y hallaba que, sin premeditarlo, habíamos creado el alvéolo para alojar el problema catalán. Porque, no lo dudéis, si a estas horas todas las regiones estuvieran implantando su autonomía, habrían aprendido lo que ésta es y no sentirían esa inquietud, ese recelo, al ver que le era concedida en términos estrictos a Cataluña. Habríamos, pues, reducido el enojo apasionado que hoy hay contra ella en el resto del país y lo habríamos puesto en su justa medida. Por otra parte, Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo, claro está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado; por decirlo así, químicamente puro, sin, sin poder alimentarse de motivos en los cuales la queja tiene razón.

   Esto venía yo predicando desde hace veinte años, pero no sé lo que pasa con mi voz, que, aunque no pocas veces se me ha oído, casi nunca se me ha escuchado; se me ha hecho homenaje, que agradezco, aunque no necesito, dado el humilde cariz de mi vida, pero no se me ha hecho caso. Y así ha acontecido que lo que yo pretendía evitar es hoy un hecho, y como os decía en discurso anterior, se hallan frente a frente la España arisca y la España dócil. (Rumores.)

   Aunque en peores condiciones, es de todos modos necesario e ineludible intentar esta solución autonómica. La autonomía es el puente tendido entre los dos acantilados, y ahora lo que importa es determinar cuál debe ser concretamente la figura de autonomía que hoy podemos otorgar a Cataluña”. 

                       J.Ortega y Gasset, Discurso sobre el Estatuto de Cataluña. 

                               (Sesión de las Cortes del 13 de mayo de 1932)




Para seguir leyendo:

Manuel F. Lorenzo:    "El problema catalán"
                                    
      "                   "           "Autonomismo versus Federalismo"

      "                   "           "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración" (I)

      "                  "           "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (II)"

      "                  "           "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (III)"

      "                  "           "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (IV)"