domingo, 19 de noviembre de 2017

Aislar al separatismo

Parece que, ante los graves acontecimientos que están ocurriendo en Cataluña, con rebelión abierta de su gobierno regional frente al Estado central, se empiezan a caldear los ánimos del resto de los españoles ante la incredulidad de muchos por lo que ocurre. Empiezan a preocupar también las consecuencias de todo orden que puede provocar una situación que se puede ir de las manos a los propios aprendices de brujo que la han desatado. Ya se habla de una división entre los propios catalanes, que se encrespa hasta desatar situaciones de odio fanático que divide a amigos, conocidos y hasta las propias familias.

Por otra parte, el Estado central está siendo lento y excesivamente timorato en sus intervenciones ante hechos consumados de rebelión con propósitos sediciosos, poniendo el lento y pesado carro judicial delante de los mansos y poco atrevidos bueyes del poder ejecutivo. Un gobierno sin complejos y con una visión serena de lo que ocurre debería aplicar los mecanismos legales que la Constitución faculta para estos casos y que luego los afectados fuesen los que recurriesen a las instancias judiciales pertinentes, si es que se considerasen injustamente tratados. Pero eso no es precisamente lo que ocurre y parece que la grave situación política a la que hemos llegado será difícil de remontar a corto plazo. Pues, todo ocurre como si una pesada inercia impidiese que se dé vuelta al erróneo planteamiento que preside la actuación del ejecutivo, el cual se empeña más bien en seguir negociando con los insurrectos para que desistan de peligrosa y lamentable actitud levantisca.

Dicha inercia procede de una errónea decisión política que se tomó ya en los inicios de la Transición cuando, una vez que se decidió reformar la estructura centralista del Estado introduciendo la división Autonómica, se hizo sin tener en cuenta los consejos que dio el filósofo Ortega y Gassetsobre cómo debería entenderse lo que él mismo presentó en las propias Cortes de la 2º República como una vía, pensada y bien pensada, para intentar conllevar lo más civilizadamente posible el problema del nacionalismo particularista catalán. El problema catalán, para Ortega, no tenía una solución extrema, como vemos hoy, pues si el Estado Central suprime la Autonomía catalana dejaría a media Cataluña descontenta e irredenta, lo mismo que, si los separatistas consiguen independizarse, quedaría la otra mitad de Cataluña igualmente descontenta, intentado buscar la ayuda de España para revertir la situación.

Ortega ya previó que la puesta en práctica de la Autonomía sería utilizada por los independentistas como un medio para conseguir su objetivo final de separación. Por ello recomendaba a toda costa, para que la Autonomía otorgada generosamente por el Estado Central, en tanto que único detentador de la llamada Soberanía Nacional, fuese eficaz, el riguroso aislamiento político del nacionalismo catalán. Pues, con la concesión de la Autonomía regional, “Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo, claro está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado; por decirlo así, químicamente puro, sin poder alimentarse de motivos en los cuales la queja tiene razón”, dijo Ortega en su discurso sobre el Estatuto de Cataluña en las Cortes republicanas.

Pero, lo que se hizo a lo largo de las últimas décadas fue precisamente lo contrario. En vez de aislar políticamente al nacionalismo catalán, se deseó su apoyo político. Se dice que todo esto ya empezó en los tiempos de Adolfo Suarez cuando trató de contentar a las minorías nacionalistas catalana y vasca introduciendo en término nacionalidades en la Constitución. Suarez, seguramente hizo esto por razones puramente tácticas para poder mantener sus minoritarios gobiernos, ante el acoso y la caza cainita del hombre providencial que había ganado tan brillantemente las elecciones, imponiendo por vía electoral la Reforma política frente al inmovilismo del bunker franquista. Su dimisión fue conseguida tras la alianza de sectores derechistas e izquierdistas que confluyeron, al parecer, en el extraño intento de golpe del General Armada.


Suarez dijo que se iba para que la democracia no volviese a ser un breve paréntesis en la Historia de España. Así que cuando comienza verdaderamente, de modo estratégico, una alianza que sacó a los nacionalistas de lo que era entonces su aislamiento político y social al principio de la Transición, fue con el bipartidismo dominante que vino después de caído y aislado, este sí, el centro político representado por el CDS de Suarez. La bisagra del nacionalismo particularista se impuso como medio de acceder al poder, tras el pago de transferencias que Ortega nunca hubiese aconsejado, como la cesión de las competencias en Educación. La nueva política, que sustituya a la política que nos ha llevado a esta crisis, debería comenzar entonces por aislar al separatismo.


Artículo publicado en El Español (28-9-2017)

domingo, 5 de noviembre de 2017

La rebelión de la minoría separatista catalana

Asistimos estos últimos días al espectáculo de una sublevación en Cataluña, encabezada por su Gobierno Autonómico, que pretende conseguir la separación de España. La noticia, por su gravedad, ocupa los titulares de los mass media tanto nacionales como extranjeros. No podía ser menos ante el anuncio de un acontecimiento que se presenta, en el imaginario social, como una Revolución que pretende dar nacimiento a una nueva nación en Europa. Una nueva Toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno de los Zares parece anunciarse con los actos preliminares de desobediencia, manifestaciones, huelgas y tumultos que se empiezan a producir ante el asombro de la mayoría de los españoles, que no imaginaban que algo así pudiese hoy suceder.

Sin embargo, algo así está ocurriendo y amenaza con abrir una crisis, no sólo en España, sino también en otros países europeos que albergan en su seno incipientes movimientos separatistas regionales. Por eso parece importante tratar de analizar con cierta profundidad la naturaleza precisa del movimiento rebelde en cuestión, para poder saber en realidad de qué se trata y buscar los medios para evitar las consecuencias catastróficas que de él se puedan derivar.

Lo primero que nos llama la atención es que lo que está ocurriendo ante nuestros ojos no es una Revolución como la Revolución Francesa, la Rusa o la Norteamericana, en la que se dio origen y nacimiento a nuevas y poderosas naciones en el sentido moderno de la expresión. No hay aquí ejércitos que se enfrentan en una sangrienta guerra civil, porque no se está armando al pueblo ni dividiendo al ejército. A todo lo más que se está llegando es a neutralizar a una diminuta, en comparación con los cuerpos armados españoles, policía autonómica de los Mossos y a tratar de evitar un posible enfrentamiento policial armado del que saldrían perdiendo los sublevados. La propia denominación de escenificación de la rebelión, que se utiliza para referirse a las manifestaciones y huelgas callejeras, revela lo que algunos denominan el carácter postmoderno de la rebelión como un simulacro de una rebelión masiva, pues como se puede observar aquí no comparecen las masas, sino grupos de agitadores, no muy numerosos, pero disperso por diversos lugares, concentrados ante comisarias, hoteles donde se alojan los guardias civiles, algunas calles, etc.

El propio Referéndum que se convocó, al margen de que sus datos no ofrecen ninguna seguridad jurídica de veracidad, es un simulacro de victoria masiva del  (90%), cuando en realidad se reconoce que sólo ha votado una minoría de la población catalana. La Huelga General convocada, procedimiento mítico de las grandes revoluciones, ha sido también un simulacro, pues se obliga a parar a los trabajadores controlando una red de transportes con la inutilización, por acción u omisión del propio Gobierno Autonómico, de las líneas de cercanías del cinturón de Barcelona, donde se concentran la mayor parte de la población trabajadora, o del corte con neumáticos de las autovías en unos pocos puntos estratégicos suficientes para colapsarlas.

En tal sentido, no hay aquí una rebelión de las masas, como ocurría en Rusia, por ejemplo, sino una rebelión de carácter distinto y que hemos denominado, en otro artículo de este mismo diario, como la rebelión de las minorías. El problema hoy no es pues la rebelión de las masas, como en tiempos de Ortega y Gasset, sino que es lo que denominamos la rebelión de las minorías, la cual no sólo se está dando en el particularismo del nacionalismo regionalista, catalán, vasco, corso, escocés, etc., sino también en el particularismo o diferencialismo de las minorías sexuales, étnicas, etc.


Todos ellos comparten el contrasentido propio de querer imponer en un régimen democrático, en el que, por definición, deciden los derechos de la mayoría, y con procedimientos democráticos, no violentos, etc., unos derechos minoritarios como si fuesen equiparables a los mayoritarios. Dicho contrasentido sólo puede abrirse paso por medio de la utilización de la simulación y el engaño propio de la demagogia, para lo cual son suficientes las armas de una educación y una propaganda mediática fanatizada, que equivocadamente les ha transferido el Gobierno central. Por ello no hace falta meter los tanques en Cataluña, sino que la verdadera solución está en la discusión ideológica y el pensamiento crítico que hay que recuperar de las manos del sistema educativo y de los mass media puestos hoy, en Cataluña, en manos de los fanáticos sediciosos, y en el resto de España en manos de una tendencia dominante que quiere contentar en vez de aislar a los separatistas. Pues, el separatismo debe ser inexorablemente aislado, e incluso, llegado el caso, prohibido como opción política, no dejando de denunciar sus sinsentidos y peligrosos engaños desde los medios de comunicación de mayor alcance.


Artículo publicado en El Español (23-10-2017)