domingo, 27 de diciembre de 2020

Curso de Historia de la Filosofía Moderna

Prof. Manuel F. Lorenzo (Universidad de Oviedo)


Grado de Filosofía (Primer Semestre del curso 2020-2021) 


     Los vídeos que aquí se presentan fueron grabados como consecuencia de la nueva interrupción de las clases presenciales en la Universidad Oviedo (España), al comienzo del Primer Semestre del Curso 2020-2021, debido a la llamada "segunda ola" de la pandemia del Virus Corona. Hubo que continuar las clases, como ocurrió en el curso pasado, por modo on line, por lo que decidí volver a grabarlas con mi teléfono móvil primero y después con una cámara de vídeo. Se ofrecen aquí las clases correspondientes a la explicación de los Sistemas del Racionalismo de  Descartes, Spinoza, Malebranche, Leibniz y  las concepciones y críticas del denominado Empirismo Inglés (de Francis Bacon a David Hume). 

Los Vídeos correspondientes puede encontrarse en Manuel Fernández Lorenzo youtube, desde el Vídeo nº 1 



hasta el Vídeo nº 50




sábado, 26 de septiembre de 2020

Curso sobre el Idealismo Alemán



Prof. Manuel F. Lorenzo (Universidad de Oviedo)

Grado de Filosofía (2º Semestre del curso 2019-2020) 

Los vídeos que aquí se presentan fueron grabados como consecuencia de la interrupción de las clases presenciales en la Universidad Oviedo (España) debido a la epidemia del Corona Virus. Hubo que continuar las clases por modo on line, por lo que decidí grabarlas, durante el obligado confinamiento en mi domicilio particular, con mi teléfono móvil. Se ofrecen aquí las clases correspondientes a la explicación de los Sistemas filosóficos de Fichte, Schelling y Hegel.


Vídeo nº 1

Vídeo nº 2

Vídeo nº 3

Vídeo nº 4

Vídeo nº 5

Vídeo nº 6

Vídeo nº 7

Vídeo nº 8 

Vídeo nº 9

Vídeo nº 10

Vídeo nº 11

Vídeo nº 12

Vídeo nº 13

Vídeo nº 14

Vídeo nº 15

Vídeo nº 16

Vídeo nº 17

Vídeo nº 18

Vídeo nº 19

Vídeo nº 20

Vídeo nº 21

Vídeo nº 22

Vídeo nº 23

Vídeo nº 24

Vídeo nº 25

Vídeo nº 26


martes, 18 de agosto de 2020

Democracia liberal versus Democracia fundamentalista

Estamos asistiendo en Occidente a una crisis de las llamadas democracias homologadas como no se había visto desde los años 30 del pasado siglo. El principio de esta crisis puede percibirse ya en nuestro propio país, en la joven democracia española de las últimas décadas, donde se ve ya con claridad meridiana como la democracia entendida al modo fundamentalista, como la denominaba Gustavo Bueno (El Fundamentalismo Democrático, 2010), esta conduciendo a la destrucción de la nación en un proceso que ya Ortega, en su tiempo, achacó al particularismo. Podría pensarse que lo que ocurre en España es debido a su falta de tradición democrática, pero el mismo proceso de rebelión de las minorías regionales se está dando también en Escocia, siendo Inglaterra cuna de la democracia occidental. Incluso los propios EEUU, la principal democracia del planeta, están siendo atacados gravemente por la rebelión de las minorías culturales de blacks y LGTBI. Por ello la crisis que se está abriendo tiene ya una dimensión global, que afecta también, aunque en menor medida, a potencias no democráticamente homologadas como Rusia o China.  
 
Pero, ¿cual es la causa de todo esto?. Se pueden señalar muchas causas que clasificaríamos en causas categoriales o propias de conocimientos expertos particulares y otras causas más generales, que llamaríamos ideológicas o filosóficas en tanto que afectan a entidades como nuestra vida como humanos, como occidentales o como europeos. Pues, Hombre, Civilización Occidental, o incluso países que han tenido un influjo global en la Historia, como España o Inglaterra, no se pueden reducir en su significado a meras cuestiones económicas o políticas sino que tienen una dimensión que llamaríamos ideológica  o filosófico trascendental, por su papel esencial en la constitución de la propia sociedad global en la que vivimos. La Monarquía Absoluta española de los Austrias, que fue modelo a seguir en su época, no se entiende sin las teoría teológico filosóficas de Suarez o Mariana, así como la Monarquía Democrática inglesa, el modelo alternativo que se impuso en algunos países de Europa y hasta en la propia España hoy mismo, depende de las filosofías políticas de Hobbes o Locke, perfeccionadas por Montesquieu.  
 
Pero la Revolución francesa y la Independencia de Norteamérica,  instauraron la Republica democrática como modelo superador de la Monarquía, con lo que se pone en marcha un proceso de desarrollo de la propia Democracia que se puede poner en correspondencia con el desarrollo histórico de la propia Monarquía. Así, la Monarquía empezó en Europa, tras la caída del Imperio Romano, con las monarquía visigodas, primero electivas, imitando al mundo romano tardio donde los emperadores surgían por elección del ejercito, para pasar rápidamente a la Monarquía hereditaria en la que el Rey todavía era un primum inter pares, pues dependía su poder de una aristocracia de señores feudales. Es en el Renacimiento cuando esta monarquía se transforma en Monarquía Absoluta por la constitución de los poderosos Estados Modernos como fue, el primero de ellos, la Monarquía española de los Reyes Católicos. Como consecuencia, la aristocracia feudal será eliminada en el Villalar español o en la Fronda de Luis XIV. Pero, como decía Lord Acton, “el poder absoluto corrompe absolutamente”, por lo que dicho absolutismo monárquico provoca la aparición de una riqueza y un lujo versallesco que excita la ira de una población depauperada, abriendo la época de las revoluciones que provocan primero el paso de una Monarquía Absoluta al nuevo modelo de la Monarquía Democrática que triunfa en Inglaterra. Este modelo introduce una vuelta a la limitación del poder real, pero ahora no por señores feudales, sino por el voto popular que se reserva las tareas legislativas, arrebatándoselas al monarca, con el fin de combatir la corrupción y favorecer los intereses populares.  
 
Tal modelo podía seguir funcionando largo tiempo debido a que tuvo la virtud de hacer progresar a los ingleses para resolver de modo pacífico sus conflictos políticos acrecentando su riqueza social, si no fuera porque en Francia, al querer transformar su ya decadente monarquía versallesca en una monarquía democrática, se encontraron con la resistencia de los Borbones  a los cambios, lo que llevó a la instauración de un Régimen de República democrática similar al que se había instaurada con la Independencia norteamericana de la Monarquía inglesa. La nueva democracia proclama entonces los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad que llegan hasta las actuales Democracias homologadas. Pero, como señala Hegel, observando la Revolución en Francia, dichos principios no pasaban de declaraciones puramente abstractas, porque en la práctica el voto no lo ejercían todos los franceses, como hoy, sino solo determinados propietarios en el llamado régimen censitario. Por ello esta primera fase de la Democracia es una democracia relativa de hecho, pues el pueblo no es el soberano. Solo lo es una parte de él, con lo que su representación es indirecta y muy limitada. Incluso la Camara de representantes elegida entre una “aristocracia” de propietarios con cierto nivel de rentas, estaba limitada en la elaboración de la Leyes por un Senado en el que muchos senadores lo son por su pertenencia a instituciones no democráticas, como la Nobleza,  la Universidad, la Iglesia, etc.  
 
Solo con el comienzo de las revoluciones socialistas, como la de 1848, el cuarto estado de los obreros, que crece en las ciudades con los procesos de industrialización, acabará consiguiendo extender el voto a toda la población mayor de edad, sin distinción de clase social. El triunfo de la Revolución Rusa contribuyó notablemente a acelerar el proceso de universalización del voto, que acabó extendiéndose a la mujer e incluso hoy se pretende extenderlo a los inmigrantes de otros países. Pero esta extensión imparable del voto abre el camino a una absolutización fundamentalista del poder democrático, que no se detiene en el seno de las instituciones propiamente políticas, como los Parlamentos, sino que se trata de introducir en la llamada “democratización” de instituciones tradicionalmente elitistas como la Universidad, la judicatura, las instituciones culturales, etc. Es un proceso que ya Ortega denunció como “democracia morbosa” y que lejos de mejorar estas instituciones las esta conduciendo a una degeneración decadente por tratar de someterlas a la manipulación de intereses ajenos utilizados con fines partidistas en las cada vez más duras y costosas campañas electorales. Pero este fundamentalismo absolutista, que se está imponiendo en los propios EEUU a través de la radicalización del Partido Demócrata, entra en conflicto con el elitismo del mundo científico-tecnológico que, sin embargo, cada vez tiene más poder real y efectivo, por sus impresionantes éxitos en la lucha contra los desastres naturales, víricos o incluso en las armas de guerra. Por ello la actual democracia fundamentalista está seriamente en crisis por su degeneración principal que describió magistralmente Ortega como la de la aparición del rebelde “hombre masa”, un individuo que no le vasta con el derecho a votar en las elecciones políticas, sino que pretende imponer su opinión, que considera tan valida como la de cualquiera, en cualquier tema de que se trate. Ello provoca una cultura dominante del “todo vale” que esta abriendo el camino a otra rebelión que ataca a las bases mismas de la vida cotidiana con la amenaza de la destrucción de la familia, la nación, etc., y que hemos denominado, adelantándonos al menos una década a su explosión actual,  la “rebelión de las minorías”(Manuel F. Lorenzo, La rebelión de las minorías, 2006).   
 
Pero, ¿de donde viene esta conjunción de dominio cultural del “hombre masa” orteguiano y del “rebelde minoritario” actual, que configuran una concepción fundamentalista o absolutista de la democracia?. Gustavo Bueno parece ver la causa de este “fundamentalismo democrático” dominante en la “ética protestante” de la llamada Modernidad europea del Norte que se impuso frente al catolicismo reformado defendido por España desde Trento. Especialmente en el dogma protestante del “libre examen” por el que cualquiera puede interpretar los escritos sagrados sin la mediación de instancias más doctas, como la Igesia. De ahí se explica que del “todo el mundo puede interpretar la Biblia” se derive el “todo el mundo puede gobernar” propio de la democracia absoluta actual (ya no la censitaria), sea culto o ignorante. O del “todos somos sacerdotes” al actual desprestigio de la autoridad de los docentes en bachillerato o en la Universidad, pues “todos somos profesores” o todos somos filósofos. (Un tratamiento más preciso de estos paralelismos se encuentra en Atilana Guerrero Sánchez, en “Protestantismo y Democracia”, El Catoblepas, nº 112, 2013).  
 
Otros dogmas protestantes como el de solo la fé salva, se pueden ver en la tendencia a pensar que la democracia es algo que por si misma resuelve los problemas, los cuales solo se arreglan con más democracia, etc., al margen de si eso es realmente efectivo o podría ser contraproducente. Pero el dogma de la predestinación, que mantiene la preeminencia de esta fe ciega, implica una contradicción con la libertad de los individuos en la democracia. Pues solo algunos elegidos se salvan, a pesar de que todos tienen igual derecho a interpretar la palabra divina. De ahí la angustia que oprime esencialmente al protestante, como señaló el danés Kierkegaard, y que tendría su equivalente en la extensión de las enfermedades depresivas propias de las democracias actuales más desarrolladas. Pues, el fundamentalismo igualitarista democrático no impide que, de hecho, resulten nomenklaturas por las que se rompe la igualdad apareciendo una minoría de ciudadanos privilegiados en términos de poder y riqueza frente a la mayoría. Podrá achacarse esto a déficits como la corrupción inherente a la naturaleza humana, tal como los protestantes achacaban la maldad humana a un pecado original constitutivo de la naturaleza humana, pero, de hecho, su efecto va minando la confianza en la humanidad arrojando al individuo aislado en los brazos de la desesperación nihilista propiciadora de la depresión anímica. Es el diagnóstico de Nietzsche tomado de su análisis del cristianismo que mejor conoció, el luterano, cuyo igualitarismo se proyectaba en las ideologías seculares de la democracia, el socialismo o el feminismo, tratadas como ideologías del resentimiento o envidia igualitaria, destructoras de toda jerarquía. 
 
No obstante, el calvinismo, que acaba influyendo en pueblos más pragmáticos como el inglés, introduce un procedimiento operatorio para saber quienes son los “elegidos”: el triunfo continuado en los negocios económicos. Con ello se encuentra una legitimación de la existencia de una aristocracia de elegidos que escapan así al resentimiento igualitarista al ser tocados por la gracia divina. De alguna manera ello estimulará la formación de unas élites industriales que serán aceptadas en Inglaterra de forma popular y cada vez más secularizada como los “capitanes de empresa” que, en conjunción con las élites intelectuales modernas de científicos y filósofos, iniciaran la Revolución Industrial. Pero la existencia de científicos como Newton o filósofos como Locke ya no se explica por el Protestantismo, ya que este era tan contrario como el catolicismo al Copernicanismo y a la ciencia y la filosofía moderna. Sin embargo, en Inglaterra, a diferencia de la Iglesia católica en España, la Iglesia Anglicana no logró tener el monopolio de la doctrina de la fé, por lo que tuvo que convivir con otras sectas e Iglesias de Cuaqueros, Presbiterianos, etc., viéndose obligada a mantener una prudente política de tolerancia religiosa que excluía, como sostenía Locke, solo a los ateos y a los católicos, pero incluía a los deístas de religión filosófica, como era el propio Locke. Por ello allí se desarrolló más libremente la filosofía y la ciencia moderna, al contrario que en España e incluso en la propia Francia, donde la intolerancia católica solo se empieza a neutralizar tras la Gran Revolución. En España, además influyó el rechazo connatural del español al Idealismo, tal como interpreta Ortega que es la moraleja de El Quijote cervantino, lo cual hizo, que al margen del freno que pudiese suponer la Inquisición, la filosofía del cógito y de la mente interior, del racionalismo abstracto y desvitalizado, no arraigase en España. Un país, además, donde el cristianismo se caracteriza por el culto de la exterioridad en sus famosas procesiones de Semana Santa, en relación con su pertenencia a la “Europa del Sur”, como Italia, donde la vida gira de modo característico en torno a la exterioridad de plazas y bares, a diferencia de la “Europa del Norte”, como señala Ortega en su escrito conmemorativo del centenario del nacimiento de Kant. Por eso Ortega proponía una filosofía moderna española que superase el Idealismo moderno, desarrollando un Vitalismo que no se oriente ya por la interioridad del “vete dentro” agustiniano, sino por el “vete fuera” del vitalismo hispano, del mira en torno de ti, mira tu circunstancia externa, pues sin comprenderla, sin apoyarte en ella no hay salvación, ni siquiera hay “interioridad” plena y no meramente fantasmal.  
 
Fue la creación y el desarrollo de la Sociedad Industrial lo que ha dado a Inglaterra su preeminencia mundial durante el siglo XIX y parte del XX. Pero su Democracia no era Absoluta ni Fundamentalista ya que era una mezcla de Democracia y Aristocracia como se ve en sus dos Cámaras electorales, la de los Comunes y la de los Lores. Una Aristocracia de nobles, monárquica, pero más liberal y políticamente libre que la alta nobleza española, debido a la imposición de la tolerancia religiosa y de una monarquía democrática. Filósofos como el materialista Hobbes o el liberal Locke llegaron a ser preceptores de los vástagos de la alta nobleza e incluso Hobbes del Príncipe de Gales que reino como Carlos II y fundó la Royal Society que llegó a presidir Newton. Algo impensable entonces en España, cuya aristocracia siguió más bien la línea de la Duquesa de Alba de buscar la identificación con los gustos populares, que Goya reflejó muy bien en sus tapices de toreros y majas, romerías y corridas de toros. Ortega ve en esto una degeneración de la nobleza española del siglo XVIII, aunque por otra parte considera que en España, debido a la potencia secular de lo popular, no cabe sino el ser un “aristócrata en la plazuela”, un tipo de aristocracia que no se mantiene lejana y distante del pueblo, como la aristocracia inglesa, sino que hace el más difícil todavía de intentar ejercer su preeminencia en gustos y opiniones, no tanto en los palacios, como en la popular tertulia del café y en el periódico cotidiano. Seguramente este tipo de aristocracia española de la plazuela tiene hoy más posibilidades de hacer mella con su influencia crítica y de ejemplaridad en las actuales sociedades de masas donde el aristocratismo distante al estilo victoriano inglés esta completamente estigmatizado. Pues, después de Inglaterra, son los EEUU los que han ido desarrollando la transición de la democracia limitada por aristocracias, como fue también el caso de la Republica francesa, hacia el actual dominio en Occidente de una Democracia Fundamentalista. Alex de Tocqueville en su conocida obra La Democrácia en America, entrevió de modo genial tal transformación de forma anticipada: la formación de un poder benefactor y protector que, a cambio, mantiene a los individuos en una infancia sin fin. Estamos asistiendo precisamente en las últimas décadas tras la caída del Muro de Berlín a la aparición de un absolutismo democrático con la imposición de lo llamado “políticamente correcto”, que está transformando la democracia absoluta americana en una especie de tiranía democrática, como previó Tocqueville. Aunque los gérmenes los vio ya el francés en el siglo XIX, estos no se desarrollaron plenamente hasta principios del siglo XXI.  
 
Pero, ¿porqué ocurre esto ahora y no ocurrió antes?. La explicación de porque se produce ahora su irrupción súbita creemos que se encuentra en la entrada en crisis y descomposición de la influencia filosófica ilustrada de origen inglés y francés que está en el origen de la Constitución política norteamericana y que ha empezado a ser cuestionada por lo menos a partir del famoso Mayo del 68 con los llamados movimientos por los derechos civiles con ocasión de la Guerra de Vietnan. Dicha influencia se sustanciaba en una filosofía positivista-empirista que, siguiendo el modelo de una racionalidad científica moderna basada en la exitosa física-matemática de Newton, que se tomaba como canon también para las ciencias sociales y la política, constituía una forma de ser moderno que cristalizó en la influyente minora WASP, de los anglosajones. El Positivismo Lógico y la Filosofía Analítica desde Cambridge y Oxford daban el tono de una racionalidad que mantenía a raya la beatería del puritanismo protestante más radical que, obligado a abandonar la Gran Bretaña había florecido en las colonias norteamenricanas, constituyendo hasta hoy la religiosidad dominante. Pero la crisis de la Física newtoniana en el siglo XX por la irrupción de las nuevas mecánicas relativista y cuánticas, que la bajaron de su pedestal de modelo de racionalidad introduciendo profundas incertidumbres, más la irrupción de nuevas ciencias biológicas como la Genética, las cuales permiten el desarrollo de tecnologías que permiten transformar la realidad de un modo tan potente como las anteriores tecnologías derivadas de la Física, y a su vez fortalecen la cientificidad de la Teoría de la Evolución decimonónica, hacen que aflore un nuevo modelo de racionalidad que Ortega llamaba la Razón Vital en relación con la Biología o la Razón histórica en relación con las nuevas Ciencia Humanas, las cuales van desde las ciencias Antropológicas hasta las Lingüísticas, pasando por las llamadas Ciencias Cognitivas resultantes de la Psicología y la Lógica moderna. Dicho nuevo modelo de racionalidad exige la elaboración y el desarrollo de una nueva Filosofía que Ortega denominaba como un “cartesianismo de la vida”, la cual entra en conflicto necesariamente con la ya muy agotada filosofía positivista, aunque  todavía dominante hoy en EEUU. Precisamente la debilidad de dicha filosofía hace que sea impotente para frenar la marea de la denominada Ideología de Género y de la “corrección política”  que esta ya anegando las principales Universidad anglosajonas. Solo el desarrollo filosófico de la nueva racionalidad biológica, que Ortega llamaba precisamente el Racio-vitalismo, podría combatir con éxito la hydra irracional que pretende un nuevo absolutismo y tiranía político-ideológico de la “corrección política”. De la misma manera que Francia e Inglaterra con su Descartes y su Bacon iniciaron una nueva filosofía que permitió reemplazar a la ya declinante escolástica aristotélica, podríamos estar ante una situación similar en la que una nueva filosofía racio-vitalista pueda superar y reemplazar al positivismo declinante. Por ello ahora se invierten las tornas, y el papel que tuvieron entonces Francia e Inglaterra lo podría tener ahora España, donde se están desarrollando de modo muy potente estas nueva concepción filosófica en diversas formas desde Ortega hasta Gustavo Bueno, al que ciertamente es necesario reinterpretar en tal dirección, como hemos hecho en otros lugares calificando su filosofía, si se es consecuente con su espíritu más que con su letra, de Vitalismo Antrópico.   
Una filosofía por si misma no transforma el mundo si solo cambia el modo de pensar de unos pocos. Solo si tiene algún modo de influir en los poderes ejecutivos que mueven el mundo puede entonces no condenarse a una esterilidad autista. En nuestro caso disponemos de un vehículo que nos queda como herencia de nuestro pasado imperial, que es la lengua española común a más de 20 países y precisamente tenida como viva en la importante minoría hispana estadounidense. Una minoría que por su religiosidad predominantemente católica, mantiene todavía, frente a la “masa rebelde” predominante en la minoría WASP por su residual individualismo atomista, una valoración positiva de la necesidad del grupo familiar y del respeto a las jerarquías cultas mediadoras necesarias en la educación. Es esta minoría hispana la que pude ahora mostrarse como necesaria en la construcción de una democracia que limite el absolutismo del fundamentalismo ideológico de lo “políticamente correcto” por medio de las orientaciones de esta nueva racionalidad filosófica hispánica, para pasar a una democracia que permita limitar el poder soberano (potestas), que seguirá siendo popular sin la menor duda, por el poder intelectual o cultural (austoritas), que ahora no emana de una jerarquía católico religiosa, sino de una jerarquía académico-filosófica emergente.  

          Manuel F. Lorenzo

          Artículo publicado en La Tribuna del País Vasco (10-8-2020) 

miércoles, 1 de julio de 2020

Volviendo a leer la España Invertebrada de Ortega y Gasset

    Ha pasado ya casi un siglo de la edición del libro España Invertebrada, un pequeño “ensayo de un ensayo”, como lo definía su autor, el propio Ortega y Gasset, en la Advertencia del inicio, pero que tuvo en su momento un gran e inesperado éxito que sorprendió al mismo autor. Es un ensayo basado en un intento de establecer la esencia o estructura invariante que definiría lo español, no ya en absoluto o metafísicamente hablando, como haría Menendez Pelayo identificando a España, católica a machamartillo, con la religión para él verdadera revelada por Dios, sino de modo relativo, orteguianamente perspectivistico, al compararla con otros pueblos y especialmente con las otras naciones europeas históricamente rivales suyas. La reflexión orteguiana no surgió gratuitamente por un mero vicio intelectual propiamente español, como dicen algunos, de preguntarse sobre nuestro ser, cosa que no han necesitado hacer otros grandes países como Francia o Inglaterra para encontrar su camino en la modernidad como naciones poderosas y estables a diferencia de nuestros recurrentes fracasos y dificultades para afianzarnos en el mundo nuevo de las sociedades industrial y técnicamente avanzadas. Habría que matizar que hay la excepción alemana, que hoy es la sociedad industrial más potente de Europa, pero que para encauzar su modernización tuvo también que preguntarse en la cabeza de sus grandes filósofos como Leibniz o Fichte, cual era su historia y modo de ser que la diferenciaba del resto de las potencias europeas de entonces y cual debía ser el proyecto o empresa común a los germanos que debían emprender en el futuro para llegar a ser una nación moderna poderosa y estable.

     Creo que Ortega, gran conocedor de tales filósofos, se propuso lo mismo para España. Había una semejanza que lo permitía, pues Alemania, a diferencia de Francia o Inglaterra, que construyen sus imperios coloniales tras sus revoluciones nacionales, había sido ya un Imperio medieval antes de llegar a constituirse como nación moderna. Alemania solo se plantea su modernización política tras la destrucción de su Sacro Imperio por Napoleón.  Fichte, en sus Discursos a la nación alemana, es quien aprovecha la derrota y humillante ocupación napoleónica de Prusia para proponer un cambio profundo en la forma de ser y comportarse hasta entonces de los alemanes. Es el educador y excitator de la moderna Alemania. Ortega, a su vez, advertido por los tristes augurios de los regeneracionistas del 98, de Costa y Unamuno, ve venir la catástrofe con el fracaso de Régimen de la Restauración y se plantea una reflexión profunda, que solo puede hacer la filosofía, en tanto que debe ser sinóptica y contemplar el problema con la mayor claridad, generalidad y radicalidad posible. Por ello lo ataca en forma reductiva, por capas, como si de una cebolla se tratara, eliminando las más superficiales hasta alcanzar la capa esencial o más profunda. Así, frente a Costa y los Regeneracionistas, sostiene que los fenómenos de la corrupción generados por formas oligárquicas o defectuosas de gobierno o los errores o abusos caciquiles de poder, la misma incultura propiciada por el fanatismo religioso, son males por si mismos solo superficiales. La prueba está en que existen también en otros países europeos, como Inglaterra o Francia, o en los mismos Estados Unidos, sin que le haya impedido, al ser compensados por otras virtudes, la prosperidad y la estabilidad política.

     Ortega se refiere entonces a otra causa más profunda que esta y que denomina como el defecto del “particularismo”. Ve su afloración en los movimientos regionales del separatismo catalán y vasco que se manifiestan con la crisis de la Restauración decimonónica:

      “Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular. En 1900 se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos … Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño, laborado periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas.

     El proceso incorporativo consistía en una faena de totalización: grupos sociales que eran todos aparte quedaban integrados como partes de un todo. La desintegración es el suceso inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos a parte. A este fenómeno de la vida histórica llamo particularismo y si alguien me pregunta cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra”  (J. Ortega y Gasset, España Invertebrada, Revista de Occidente en Alianza Editorial, 1983, pgs. 45-46).

     Es este mismo particularismo el que, inesperadamente para muchos, a rebrotado, con más fuerza si cabe, en la actual situación española, aproximadamente un siglo después. Las paginas que a continuación del texto citado dedica Ortega a describir el brotar del sentimiento separatista en su época, como algo general que, aunque con diversos matices de agresividad (vascos y catalanes), resentimiento soterrado (Galicia) o nihilismo andaluz, estado latente en otros como Aragón o incluso Asturias, etc., es general. Para solucionarlo se abre la disputa clásica entre volver al centralismo político o avanzar hacia el federalismo o el confederalismo. Hoy es esta, de nuevo, la disputa política más habitual, disputa que inconscientemente surge ahora tras la instauración del modelo territorial Autonómico que introduce la Constitución de 1978 de la llamada Transición. Tal solución Autonómica había sido forjada ya con el mayor rigor posible por el propio Ortega en su muy poco discutido y analizado libro La redención de las provincias y otros escritos y discursos políticos de los tiempos de la  IIª Republica. Ortega, tras rechazar el federalismo y el centralismo unitarista rígido, veía en el autonomismo la solución mas estable a largo plazo. Por eso decía que el problema catalán no tenía una solución, ni en el centralismo, ni en la indepependencia separatista. Solo se podía “conllevar” con la solución autonomista, porque Cataluña, como hoy, estaba dividida aproximadamente en dos mitades, la de los que querían seguir unidos al resto de España y los que querían la separación.

     Pero la solución centralista rígida que se introduce con Felipe V no había podido evitar la decadencia española iniciada con los últimos Austrias, a pesar de los esfuerzos de Carlos III, del que Ortega dice que

     “Podrá una parte de su política ser simpática desde el punto de vista de la cultura humana, pero el conjunto es acaso elmás particularista y antiespañol que ofrece la historia de la Monarquía” (p. 49, n. 1).

     Frente a dicho centralismo, que no funcionó en lo esencial, que era el resurgimiento de España, se levanta el particularismo catalán desde la llamada Guerra de Sucesión. Pero, si en el futuro, como están intentado actualmente su Gobierno Autonómico, Cataluña lograse separarse de España, ante el previsible empeoramiento de su situación económica y la presumible debilidad política de un Estado tan pequeño, la otra mitad de su población no partidaria de la secesión trataría de volver a unirse de algún modo con España. Con ello la secesión no sería una solución estable a largo plazo y no haría más que agravar el problema. Algunos mantienen hoy que la secesión catalana no sería más que la continuidad de la secesión de los virreinatos americanos del antiguo Imperio español. El propio Ortega señala que España ha tenido un proceso ascendente que alcanza su cima con Felipe II. A partir de él comienza su descenso decadente con la perdida de las Provincias Holandesas, el Milanesado, Nápoles, las provincias de ultramar a comienzos del XIX y finalmente Cuba, Puerto Rico, Filipinas:

     “En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Sera casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular. En 1900 se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos… Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño, laborado periódicamente por ráfagas adversa que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas” (pgs. 45-46).

     En tal sentido se interpreta que la independencia de Méjico, como la de las otras Provincias y Virreinatos americanos, es un proceso secesionista como el que después inician Cataluña o las Provincias Vascongadas. Precisamente esa semejanza nos permite confirmar, por analogía, lo que le podría ocurrir a una Cataluña saparada de España. Sería algo similar a lo que les ocurrió a países como Méjico, Argentina, Venezuela, etc., en el sentido de que creyendo poder vivir y progresar mejor con la separación, tras dos siglos de separación, se enfrentan hoy día a una creciente miseria y estancamiento, mientras que observan como la “madre España” se ha modernizado en la 2ª mitad del siglo XX, acercándose a unos standars de vida próximos a los de sus antiguos enemigos, franceses, ingleses, etc. Se inicia entonces, en muchos de los países hispanoamericanos, el abandono de su hispanofobia y la búsqueda de una nueva colaboración con España con la creación de una especie de Commwealth, en foros regionales en los que tiene de nuevo un peso importante España por la contrapartida de la fuerte inversión de las grandes empresas y bancos españoles en Hispanoamérica y Brasil que en las últimas décadas ha llegado a equipararse a las inversiones Norteamericanas. Sigue presente, no obstante, el resentimiento antiespañol en una parte importante de la población hispanoamericana que mantiene un indigenismo utópico fomentado por los sectores anglosajones de EEUU y Europa más antiespañoles. Pero hay otra parte que ve un futuro mejor volviendo a restablecer los lazos con una madre patria que parece salir del retraso científico y filosófico que padeció por razones que el propio Ortega creyó poder explicar como veremos. Por eso la solución Autonómica sería el equivalente, para Cataluña y el resto de las regiones españolas que en algún momento sientan la tentación de separarse, de lo que se está poniendo en marcha en las últimas décadas con los foros y acuerdos de ayudas mutua que podrían avanzar hacia fórmulas de confederación política en un futuro próximo. Pero para ello habría que definir un nuevo proyecto nacional de vida en común que, sugestívamente y no solo por la fuerza (pues ya decía Ortega que mandar no es empujar), tienda por una parte a frenar la secesión peninsular con la descentralización Autonómica y a elaborar una nueva política internacional para España que busque la alianza con los países hispanoamericanos que deseen reintegrarse en una política común de defensa de lo hispano como merecedor de una consideración cultural propia, con orígenes esenciales en la civilización europea, que puede competir y complementar de forma efectiva con otras versiones de la llamada hoy cultura occidental.

     Con ello chocamos con un malentendido ámpliamente extendido que explota hasta la nausea la famosa frase de Ortega de que “España es el problema, Europa la solución”. La frase se pronunció, unos años antes de que estallase la Iª Guerra Mundial, en una institución cultural de Bilbao y proponía la europeización cultural y no tanto la integración de España en la construcción de unos EEUU de Europa. Es decir, proponía superar el atraso español impulsando la creación científica y filosófica, que es lo que diferencia a la civilización europea del resto de civilizaciones no occidentales. España debía desarrollar plenamente su aportación a Europa -a la que protegió en su infancia medieval  del peligro islámico, extendiendo a continuación lo europeo al continente americano-, con su incorporación propia al desarrollo científico y con la creación de una filosofía que enriqueciese las ya existentes con el desarrollo de un punto de vista español sobre el mundo. Ortega propuso, para ello, su conocido racio-vitalismo. Solo después de los desastres de las dos Guerras Mundiales, Ortega se da cuenta de la necesidad de buscar una solución política para Europa entera, y no solo para España. Es en su conferencia dada en la postguerra en Alemania, Meditación de Europa, donde propone la Unidad Europea como gran empresa para revitalizarla. En ella Ortega deja abierta la posibilidad de una unión política resultado de alianzas contra terceros, como el comunismo soviético o la coleta china. De hecho esa unión se fue realizando, debido a la presión e iniciativa Norteamericana, hasta la situación actual en que el Brexit inglés amenaza su continuidad. Pero Ortega, aunque se interesó por los EEUU, en los que veía un pueblo joven emergente, pero que encarnaba una sociedad donde estaba triunfando una especie de primitivismo y de rebelión de las masas, no pudo calibrar con más precisión el destino hegemónico que estaba destinado a tener en Occidente. Su discípulo Julián Marias, que pasó largas temporadas en dicho país, comprendió que ya no bastaba la unidad europea, sino la unidad de todo Occidente para enfrentarse al peligro soviético u otros peligros futuros. Y el centro sobre el que gravita dicha unidad ya no está en la cancillerías europeas, sino en Washington. Por ello el europeísmo reciente y superficial que domina hoy la política y la opinión pública española ya no es el de Ortega y su discípulo más influyente.

    Ocurrió una tergiversación similar con la apuesta Autonomista de Ortega. Pues, como he explicado en numerosos artículos que publiqué en diversos periódicos y he recopilado en un libro que lleva por título Oligarquía y Separatismo (2014), el Autonomismo recogido en la vigente Constitución de 1987, aunque difiere  del propuesto por Ortega en que añade un cierto reconocimiento del nacionalismo diferenciándolo del regionalismo, pero sin precisar si ello no pasa de ser un rasgo étnico sin llegar a ser político, sin embargo los gobiernos socialistas sucesivos, e incluso los del Partido Popular, tendieron, por intereses puramente partidistas y circunstanciales, a darle un carácter cada vez más político. Incluso el Partido Socialista con Zapatero acabó transformando el Autonomismo inicial en un Federalismo y Confederalismo de hecho que ya no tenía nada que ver con Ortega, sino con otros pensadores de tercera fila comparados con el filósofo madrileño, como el “intelectual orgánico” del PSOE, Anselmo Carretero y otros. Por eso se hicieron transferencias educativas y otras que Ortega consideraba como Competencias intrasferibles, con los resultados de fomento del separatismo que están en el origen de la grave crisis política e institucional que atravesamos. No obstante, Ortega pensaba que, aunque se ensayasen otras soluciones como la Federalista, la Secesionista, o una posible vuelta a un centralismo rígido, ello no llevaría a una solución estable sino a  peligrosas crisis en las que todos saldríamos perdiendo sin poder ganar una solución estable y de progreso.

     Precisamente en este actual olvido y apartamiento de la influencia indudable de Ortega en la política española se trasluce el principal problema que Ortega ve como un defecto verdaderamente causante de la decadencia de todo el cuerpo político y social español: el problema del apartamiento de los mejores.

    “Cuando un pueblo se arrastra por los siglos gravemente valetudinario, es siempre o porque faltan en el hombres ejemplares, o porque las masas son indóciles. La coyuntura extrema consistirá en que ocurran ambas cosas (…) Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o. cuando menos, está ciego para ver sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios (…) Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofofobia u odio a los mejores” (pgs. 91-92).

     Hoy se puede decir que Ortega ha sido reconocido ámpliamente como el mejor filosofo español de la primera mitad del siglo XX, pero todavía influye menos en la política española de lo que lo hizo en su época. La mayoría política en la derecha se ha olvidado de Ortega en el entendimiento, por ejemplo, de importantes cuestiones de Competencias Transferibles o no del poder central a las Autonomías,   la izquierda  se orienta desde Zapatero por los Carretero y la sustitución del Autonomismo por el Federalismo. Aunque Ortega ha sido olvidado y postergado ya incluso desde el inicio de la llamada Transición a la actual Democracia. Se vió claramente cuando su discípulo Julián Marias, e incluso el buen conocedor de Ortega, Torcuato Fernández-Miranda, críticaron la inclusión del término nacionalidades en la Constitución. Ambos fueron apartados por la España oficial. Pero ahí empezó la decadencia del hasta entonces deslumbrante Adolfo Suarez y el ascenso de un socialismo y de una derecha que desvirtuaron la solución Autonómica, los primeros para convertirla en federalismo o confederalismo y los segundos por intereses de puro poder partidario y desprecio de la faena intelectual. En realidad, como escribe Ortega,

      “En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración de lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles” (p. 72).

    Para colmo, recientemente, algunos autores críticos con la vulgaridad dominante, como Gustavo Bueno, Pio Moa o Elvira Roca Barea, incluyen a Ortega en la hispanofobía propia de los llamados regeneracionistas, suponiendo que Ortega se ha tragado la Leyenda negra, porque habría sostenido que este apartamiento decadente de los mejores estaría ya en la propia constitución de la nación española en la Edad media. Ello sería una especie de demérito si se compara con la formación de naciones como Francia, Inglaterra o Alemania dotadas de más abundantes e influyentes minorías egregias. Pero Ortega no pretende, como otros, hacer de menos a su país, al que siempre contemplaba como una irrenunciable circunstancia, sin lo cual no se salvaría el mismo. Ortega pretende, más bien, hacer un diagnóstico de la enfermedad decadente que, aunque sus causas eran genéticas, constitutivas, no empezó a dar síntomas hasta el siglo XVII. Incluso la causa genética, más que una enfermedad, podía verse como un defecto, como una ceguera o una cojera, que no sería mortal, pues se puede conllevar e incluso corregir con un aparto ortopédico. Precisamente utiliza la metáfora ortopédica en su libro La redención de las provincias para explicar lo que entiende por la Reforma territorial de las Autonomías, a la que considera como un aparato descentralizador diseñado para corregir la debilidad política del nacionalismo centralista de “cartón y piedra” de la Restauración canovista. En tal sentido también los pueblos anglosajones, el pueblo francés, etc., se les atribuyen defectos como la hipocresía o la avaricia, respectivamente. Pero estos habrían diseñado un aparato ideológico y vivencial que les habría permitido corregirlo, como el individualismo moderno liberal inglés o el socialismo francés. De modo semejante, España debería corregir su defecto con una política ortopédica que Ortega denomina de Imperativo de Selección para vigorizar y potenciar la escasez de sus élites.

     Pues el problema lo sitúa Ortega en la escasez y debilidad de sus élites. La escasez de élites intelectuales creadoras la ha padecido también otros pueblos como los romanos, si se les compara con los griegos. Rousseau mismo ve afinidad entre los legisladores de Roma y de Esparta, aunque el los considera política y moralmente superiores a los Atenienses. Ortega mismo compara a Castilla con Rusia por su populismo y la escasez de sus élites intelectuales. Asimismo la compara con la misma Roma como la gran muñidora de un vasto Imperio basado en la incorporación provincial y no en el mero colonialismo invasor:

     “… la incorporación nacional, la convivencia de pueblos y grupos sociales exige una empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de vida en común. La historia de España confirma esta opinión, que habíamos formado contemplando la historia de Roma” (p. 41).

     En tal sentido el diagnóstico de Ortega no es una actitud hispanófoba que considere inferior a España frente a Inglaterra o Francia. Simplemente la considera de una naturaleza constitutiva diferente, más semejante a Roma o a Esparta. Podría inferirse que Inglaterra o la Prusia protestante se parecen más a Grecia por sus numerosos ilustrados y grandes filósofos. Pero ¿quién consideraría que Roma fue menos importante para el progreso civilizatorio que Atenas? De la misma manera debería resaltarse, como algunos historiadores están haciendo, que sin el freno secular al Islam, sin la acogida del legado científico y filosófico griego, sin el inicio de la Globalización hecha por España a través de América, Europa no habría podido desarrollarse y convertirse en poder mundial. Ortega llegó a percibir, asimismo, como se estaba produciendo algo “nada moderno y muy siglo XX”, por el que se dejaba atrás la llamada Modernidad ilustrada, tan dificultosa para un pueblo de las características españolas, y se entraba en una nueva situación en la que la propia Europa entraba en decadencia y perdería su poder mundial. Ello se confirmó tras la II Guerra Mundial y el surgimiento de EEUU como una nueva Roma, tal como lo vió su discípulo Julián Marias. Son estos, quizás, los nuevos vientos favorables que Ortega auguraba para países menores en la Europa Moderna como España:

     “Que España no haya sido un pueblo <>; que, por lo menos, no lo haya sido en grado suficiente, es cosa que a estas fechas no debe entristecernos mucho. Todo anuncia que la llamada <> toca a su fin (…) Si ciertos pueblos -Francia, Inglaterra- han fructificado plenamente en la Edad Moderna fue, sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas <>. En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad Moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, Alemania. No lo han sido, en cambio, de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado ya de ellos cuanto podían dar. Traerá esto consigo, irremediablemente, una depresión en la potencialidad de las grandes naciones, y los pueblos menores pueden aprovechar la coyuntura para instaurar su vida según la intima pauta de su carácter y apetitos.

     Las circunstancias son, pues, excelentes para que España intente rehacerse. ¿Tendrá de ello la voluntad?. Yo no lo sé” (pgs. 110-111).

    Ortega matiza en nota al pie que “de los principios modernos sobrevivirán muchas cosas en el futuro”, aunque dejarán de ser el “centros de la gravitación espiritual”. Podríamos decir en tal sentido que el parlamentarismo moderno está perdiendo poder en las democracias presidencialistas y populistas actuales, el industrialismo y el capitalismo están siendo limitado por los derechos sociales o la conservación de la Naturaleza, el racionalismo idealista está siendo criticado desde el materialismo marxista o el vitalismo nietzscheano, etc.

     Esto nos parecen grandes aciertos de Ortega que deberían iluminar una nueva política exterior de España. Pero dichos grandes aciertos se silencian por muchos de sus críticos centrándose en errores parciales y comprensibles, como la consideración que hace Ortega de los visigodos como un pueblo germano decadente, “alcoholizado” de romanismo (p. 97). Después de los estudios histórico-críticos de Menendez Pidal y otros medievalistas es fácil hoy criticar el desconocimiento de Ortega, como es fácil criticar muchas de las afirmaciones de Aristóteles sobre los animales después de disponer de microscopios y otros aparatos científicos. También es fácil ver hoy que Ortega despachó alegremente la Reconquista y el papel de la “guerra total” que supuso el Islam, el cual, al exigir una movilización social de toda la sociedad, y no solo del estamento guerrero, para vencerlo, como señalan los estudios clásicos de Sanchez- Albornoz, podría servir para explicar la ausencia de feudalismo, que señala Ortega como lo que hace a España diferente. Este habría sido reemplazado por regímenes de señorío y de guerra de fronteras, como una especie de conquista americana del Oeste, con sus colonos y sus sheriffs o corregidores, elegidos, en medio de una inseguridad continua, entre los más valientes y de modo urgente lejos del poder central, saltándose las jerarquías y generando  una sociedad castellana que proclamará aquello “del Rey abajo, ninguno”, como la más igualitaria entonces en Europa. Pero, precisamente fue este igualitarismo sin límite con el que se identifica el Poder del Rey, en tanto que, como teorizará Francisco Suarez, no procede directamente de Dios, sino a través de la voluntad popular, el que dará lugar a una sociedad política no liberal: la Monarquía Absoluta iniciada por los Reyes Católicos.

     Se dice que la democracia absoluta, como ya lo vió Platón, acaba conduciendo a la tiranía. En el caso español, el dominante igualitarismo castellano condujo, no tanto a una tiranía, como a una Monarquía Absoluta, la cual acabó degenerando, al imponerse por el enorme poder que supuso la conquista americana, como un particularismo dinástico, como dice Ortega, ante el cual se acabaron sacrificando los intereses nacionales, como empezó a ocurrir claramente con la introducción de los Borbones. Y a diferencia de la Francia de Luis XIV, en la que, se nacionaliza la Iglesia Católica con Richelieu por medio de la doctrina del “galicanismo” de Bossuet, en España los intereses civilizatorios en America precisaron de la colaboración indispensable de otro poder no nacional, como era el Papado, al que se sacrificó la libertad de pensamiento que precisaban la extensión de las conquistas científicas y filosóficas modernas. Ortega señala precisamente el carácter frecuentemente desnacionalizador del Trono y del Altar en España. Solo tras la Constitución liberal de Cadiz se empieza a nacionalizar la Soberanía y con ello al propio Monarca, pero entonces aparece el problema de la ausencia o escasez de unas élites modernas de científicos y filósofos que deberían sustituir a las antiguas élites guerreras, pues las modernas sociedades industriales que sustituyen a las antiguas y medievales plantean problemas científicos, tecnológicos, etc., que no pueden se resuelto por el solo ardor guerrero del pueblo. La misma guerra, como señala Ortega, se ha burocratizado, con sus ingenieros y su industria militar, en la que el mero valor frente a la capacidad de destrucción científico tecnológica parece ya insuficiente.

     Por ello ve Ortega el principal problema español en la selección y fortalecimiento de la élites, a lo cual se opone la degeneración del español medio en hombre masa, aquejado de aristofobia. Ya durante los comienzos del franquismo, después del castigo a esa política aristofóbica del Frente Popular que llevó a la Guerra Civil, Ortega observó, al volver de su exilio a España, síntomas de regeneración y cambio social, facilitado por la vuelta a una sociedad donde se tuvieron que introducir las jerarquías frente al igualitarismo, la buena educación basada en el esfuerzo, el respeto por las élites industriales de ingenieros y emprendedores. En ese ambiente social, aun co el lastre de determinadas limitaciones políticas, se produjo el llamado “milagro español” de la industrialización que posibilitó, como algunos suponen, las bases para la Transición a la Democracia. Pero la vuelta al dominio ideológico del hombre masa, que se produjo con el actualmente dominante fundamentalismo democrático, como lo denominaba Gustavo Bueno, y que está echando por tierra, no solo el agua sucia del franquismo, sino también sus aspectos innegablemente positivos, como el respeto a las élites profesorales y al esfuerzo en la  educación, dicha vuelta del hombre masa está torciendo el rumbo de los logros conseguidos y nos está conduciéndonos a una democracia demagógica, morbosa, como la llamaría Ortega, que amenaza con la vuelta de los demonios de nuestro pasado más decadente. Pero el hombre masa, que hoy domina no solo en España, sino en la mayoría de los países occidentales, solo podrá dejar de serlo cuando sienta en sus propias carnes las consecuencias a que llevan su estupidez aristofóbica. Por ello la actual crisis política y social, es ciertamente un peligro y un mal para todos, pero puede ser a la vez una oportunidad para modificar el actual rumbo mortal y degenerativo que padecemos en las últimas décadas en España. Depende de que mantengamos una visión tan clara y profunda como la que en su momento tuvo Ortega.


Artículo publicado en La Tribuna del País Vasco (20-6-2020)