sábado, 22 de abril de 2017

La perversión de los Mass Media

Las posibilidades de comunicación que abrieron los mass media en la últimas décadas ganando en globalidad terráquea y simultaneidad produjeron, sin embargo, el efecto boomerang inesperado de lo que se llama la post-verdad. La apertura efectiva del horizonte vital del individuo humano a nivel planetario ha generado, además, como contrapartida, un debilitamiento y una inseguridad mental característica. El mundo se ha hecho pequeño en el espacio por la espectacular rapidez de los transportes y también se ha reducido en el tiempo gracias a los media que traen por así decir, con sus imágenes a velocidad instantánea, la "montaña a Mahoma", sin falta de que "Mahoma vaya a la montaña". Lo lejano y tardío se ha convertido en cercano y pronto a comparecer. Con ello se ha visto acrecentado, de forma inimaginable antes de que se inventase la televisión, o se desarrollase la informática, el caudal de información fresca y vívida.

Hasta tal punto es esto así que la diferencia de un individuo ávido de información cultural en el siglo XIX y uno actual es de tal tamaño que provoca, por sí misma, un cambio cualitativo. La comparación hay que centrarla, no tanto en las informaciones mismas, como en las posibilidades de informarse. Porque precisamente, al ser tales posibilidades actualmente tan inmensas, lejos de despertar el deseo de alcanzarlas, muchas veces lo matan antes de nacer, abrumado el sujeto ante una información interminable. Y por otra parte no sólo es este hecho puramente cuantitativo el más destacable. Pues, es quizás más importante aún el análisis de los propios media como medios. Unos medios que, en una realización de lo que Nietzsche llamó la inversión de los valores (Umwertung), invierten la jerarquía de valores antes predominante en el tratamiento de la información. Y además la pervierten porque, para los media, noticia es lo que es nuevo, raro, exótico, minoritario. Noticia no es lo que ocurre normalmente, sino lo inesperado, lo invertido, lo anormal.

De tal forma que la información, de grado o por fuerza, debe presentar gran parte de sus contenidos, y tendencialmente todos, como extraordinarios. El sensacionalismo resultante es así una especie de fase superior del imperialismo cultural actual de las grandes cadenas mediáticas. Pero, aunque fuente de un gran poder e influencia, no deja de ser una perversión de los media que se extralimitan en sus funciones. Un imperialismo mediático que se aprovecha de unas masas sumisas, las llamadas mayorías silenciosas, integradas después de la Segunda Guerra Mundial en el llamado Sistema del consumismo y del bienestar. Unas masas que han pasado de un estado de rebelión durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo, que trajo la Revolución Rusa, a un estado límite exactamente contrario, de sometimiento y abulia, definitivamente establecido tras la caída del Muro de Berlín, que pone fin a décadas de rebeliones y guerras, cargadas de tragedia y sublimidad.

Como consecuencia de esta integración de las masas, antes rebeldes, crece, como su reverso inevitable, la rebelión de las minorías, que imponen su poder reticular aprovechándose de ese estado de postración en que han caído las mayorías, entontecidas por una torpe política de entretenimiento y consumo que sólo triunfa a escala realmente mundial con la caída del muro de Berlín. Pero una política que, como un arma de doble filo, también se vuelve contra él.

Hoy asistimos precisamente al divorcio creciente entre los grandes medios y el establishment político-social de las llamadas sociedades de masas occidentales regidas por las normas de un trabajo digno, una familia tradicional y una religión cristiana. Al margen de la bondad o maldad del asunto, lo interesante aquí es observar la capacidad impresionante que un grupo minoritario y, subrayamos, no legitimado por las urnas, tiene para secuestrar la voluntad popular. Una opinión pública, es cierto, ya previamente caciqueada, a través del bombardeo propagandístico, por las oligarquías políticas durante las elecciones. Los periodistas hablarán de labor de limpieza y transparencia, necesaria ante la sucia y oscura corrupción y caciquismo en que han caído los gobiernos. Pero debe observarse aquí que la escoba que barre, Ciudadano Kane por medio, puede estar ella tan sucia como lo barrido.

Dicho secuestro trata de legitimarse en una falsa conciencia, típica de minorías, que se auto-proclaman como salvadoras de la Humanidad, extralimitándose en sus funciones. Dicha extra-limitación se observa cuando del periodismo de información se pasa al de denuncia e inquisición, con las correspondientes campañas y persecuciones mediáticas, en una especie de reproducción simulada de un legislativo y de un poder judicial paralelos, aunque de papel.


Artículo publicado en El Español (8-3-2017)

martes, 4 de abril de 2017

Ostwald Spengler y la decadencia de Occidente

Ostwald Spengler fue un filósofo alemán de la Historia, autor principalmente del libro La Decadencia de Occidente (1918), de gran impacto y alcance mundial en el Periodo de Entreguerras, pero relativamente olvidado desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la fecha.

Ahora, a consecuencia de la interpretación por el historiador norteamericano Samuel Huntington de la pasada guerra de los Balcanes, que llevó a la desmembración de Yugoslavia y de los ataque a la Torres Gemelas de Nueva York por el radicalismo islámico, como un “choque de Civilizaciones”, está volviendo a despertar el interés actual por su concepto de las Civilizaciones como círculos culturales (Kulturkreise) irreductiblemente cerrados, que inevitablemente tienden a chocar entre sí cuando entran en contacto. En España fue introducido por Ortega y Gasset, quien impulsó la edición de La Decadencia de Occidente en Espasa Calpe (1923) en la magnífica traducción de Manuel García Morente. Ortega se apoyó entonces en Spengler para decir que la llamada Primera Guerra Mundial no había pasado de ser una guerra entre los imperios occidentales (inglés, francés, alemán, ruso y austro-húngaro). No había por tanto sido realmente mundial o global, como diríamos hoy, pues era una guerra interna de la propia Civilización europea sin afectar seriamente a otras grandes Civilizaciones, como la Hindú o la China.

En el título de su obra se diagnosticaba la decadencia de la gran Cultura europea que, pasada ya su época clásica, comenzaba a declinar ahogándose en terribles guerras intestinas por intereses puramente económicos y pronosticaba por ello el final de su democracia y la llegada de un poder cesarista despótico. Dicho nuevo poder no serían, en su opinión, precisamente los nazis hitlerianos, que lo condenaron a una especie de ostracismo, pues el “socialismo prusiano” de Spengler proponía una aristocracia meritocrática regeneracionista que no encajaba con la dirección del socialismo nazi integrada mayormente por cuadros de partido brutalmente racistas e ignorantes. Dicho poder sería para Spengler más bien Rusia, la llamada Tercera Roma. Su error más importante fue entonces infravalorar a la otra posibilidad de poder que eran los norteamericanos, un pueblo también joven frente a la decadente y envejecida Europa. El pueblo ruso era visto por Spengler como un “pueblo de pueblos” que llevaría la promesa de una nueva civilización, una nueva Roma. En esto creemos que se equivocó, pues otros ven ahora la Tercera Roma naciente en USA.

Pero, quizás lo que todavía puede perdurar y ser actual de Spengler es su Historia comparada de las grandes Civilizaciones, que se han desarrollado a lo largo de la Historia mundial, tratando de obtener algunas leyes históricas que se deducen de las analogías y repeticiones que se extraen de su estudio histórico positivo, según el enfoque que trata de delimitar la “fisionomía” de las grandes Culturas o Civilizaciones históricas. Es lo que podemos constatar en el reciente libro de Carlos X. Blanco, Ostwald Spengler y la Europa fáustica, (Ediciones Fides, 2016) en el que el autor trata de volver a leer a un Spengler que sigue siendo famoso, pero que ha sido relegado y postergado en el actual ámbito universitario español. Un Spengler cuyo: “enfoque fisionómico de las culturas -se trata de delimitar la ‘fisionomía’ de sus formas históricas- nos dice que las civilizaciones son mortales, que pueden morir y que tal es su destino común. No son pueblos o épocas, sino culturas, irreductibles las unas a las otras, los motores de la historia mundial. Estas culturas no son creadas por los pueblos, sino, al contrario, son los pueblos los que son creados por las culturas. La Antigüedad, por ejemplo, es una cultura separada, similar pero totalmente distinta de la cultura fáustica occidental. Todas las culturas obedecen a las mismas leyes orgánicas del crecimiento y de la decadencia. El espectáculo del pasado nos informa, pues, sobre lo que todavía no ha sucedido”.


De este enfoque se deduce que la Civilización Occidental no seguirá progresando indefinidamente como si fuese inmortal, pues ninguna Civilización anterior lo ha conseguido. Lo más razonable es pensar que acabará declinando como las anteriores. Esto no sería un mero pronóstico pesimista, sino un diagnóstico resultado de la observación y el conocimiento histórico, de la misma manera que no nos convertimos en agoreros pesimistas por decir que la vida humana se encamina necesariamente hacia la muerte, pues ello es “ley de vida” a la que no cabe más que resignarse. Más bien nos permite organizar con más realismo nuestro plan de vida y nuestras expectativas futuras de una forma adecuada a la edad en que nos encontramos. El viejo no puede volver a ser joven, pero puede orientar y aconsejar el camino que deberían seguir los más jóvenes.

Manuel F. Lorenzo

Artículo publicado en El Español (30-3-2017)