lunes, 20 de enero de 2020

Nueva filosofía española frente a la “fracasología”

El libro de María  Elvira Roca Barea, Fracasología: España y sus élites. De los afrancesados a nuestro días (Planeta, 2019) plantea de forma histórico reflexiva el problema político más acuciante que tenemos en la actualidad, el de unas élites políticas que parecen envenenadas por el odio a España y a su historia, de la que se avergüenzan y tratan de conducir de nuevo, como ocurrió ante Napoleón, al país a su debilitamiento por balcanización en pequeños estados que pretenden “europeizar” imitando lo venido de fuera, tenido por mejor, y despreciando lo propio. Su libro anterior, Imperiofobia y Leyenda Negra, de gran éxito editorial, llamó la atención sobre el peso excesivo que habían tenido las falsedades propagandísticas de los seculares enemigos de España encaminadas a infravalorar, desfigurar y ocultar el auténtico gran valor que había tenido la época imperial española en  la extensión de la civilización europea hacia América y su mantenimiento secular de un Imperio más civilizador y menos depredador en muchos aspectos, de lo que fueron los imperios de Holanda, Francia o Inglaterra. Pero, por su formación académica, María Elvira incide más en los aspectos históricos, literarios y culturales en general y apenas considera los factores filosófico-académicos que nos parecen necesarios para entender aspectos importantes. Dichos factores añaden nueva luz sobre el síndrome “fracasológico” que la autora diagnostica como defecto inherente a las élites españolas de los siglos que siguieron a la perdida de la hegemonía en Europa por los últimos Habsburgo en la segunda mitad del XVII.
 
Es lo propio de una formación universitaria de “románicas”, la cual, cuando la autora estudiaba, seguramente incluía también algún curso de Historia de la Filosofía, pero no proporcionaba una formación suficiente para percibir cómo figuras como la del gran filosofo Spinoza han sido birladas a la cultura española, tanto por la perfidia negrolegendaria de los holandeses, que lo presentan como un filósofo del Barroco holandés, al lado de un Rembrandt y demás, aunque lo consideren judío y ateo, como por el catolicismo español de Trento que evidentemente no lo podía asimilar, ni al menos incluir entre las figuras de su Siglo de Oro, como Cervantes, Quevedo o Lope. En tal sentido conviene desmantelar el habitual discurso que sitúa a España como creadora únicamente de una filosofía neo-escolástica tardía, todo lo brillante que se quiera, pero pre-moderna o a todo lo más proto-moderna. Ayuna, por ello, de un pensamiento filosófico moderno, como el producido en Francia a partir de Descartes, y por tanto condenada España a ser un país atrasado, que devendrá débil, un país exótico de locos y quijotes medievales, por su incapacidad de adaptarse a los nuevos viento filosóficos y científicos que impulsan el nacimiento de las sociedades modernas europeas.  
 
Para criticar este discurso, que ha sido completamente tragado y aceptado secularmente en España y aún mantenido por gran parte de las élites filosóficas que hoy nos rigen, debemos proceder a una especie de “deconstrucción”, como diría un heideggeriano, el cual ya es al menos consciente de la necesidad de superar el todavía habitual discurso moderno. Dicho discurso hace todavía que sea habitual en el mundo en el que predomina la cultura anglo-sajona referirse a la filosofía europea como la Filosofía Continental, denominando a la filosofía dominante en los países de influencia anglosajona como Filosofía Analítica. Según esto, la modernidad filosófica comenzaría en Inglaterra con Francis Bacon, padre del Empirismo Inglés y en el continente europeo con Descartes, padre del Racionalismo Continental. En principio la idea no está del todo mal, ya que nos recuerda la visión que Platón tenía del origen de la filosofía griega cuando hablaba de las “musas jónicas” del materialismo de Tales y la escuela de Mileto y de las “musas itálicas” encarnadas en el idealismo pitagórico. Podemos admitir pues, en el principio de la filosofía europea, unas “musas insulares” empiristas anglosajonas y unas “musas continentales” racionalistas. Pero es preciso hilar más fino. En tal sentido, en Inglaterra, el básico empirismo de Bacon sería continuado, renovado y ampliado, por ilustres filósofos modernos como Hobbes, Locke, Berkeley y Hume, culminando una forma de pensar profunda y brillante que, dada en conexión con los procesos políticos y económicos que culminan en la Revolución Gloriosa, ha alcanzado el título y honor de clásica para los británicos. Pero en Francia el llamado Racionalismo Continental, que comienza con Descartes, da lugar a una serie de pensadores como Spinoza y Leibniz, que ya no son franceses. Por ello creemos que no es justo estudiarlos todos bajo el rotulo común e indiferenciado de Filosofía Continental, sino que habría que matizar que es un Racionalismo intra-continental, es decir, formado por filósofos enraizados en fuertes y diferentes culturas nacionales continentales, a diferencia del Empirismo inglés que sí se ajusta mejor al carácter nacional común de las Islas Británicas. Pues Leibniz, aunque escriba muchas veces en francés, tiene una cultura alemana. El mismo Spinoza, por lo que sabemos tras eruditas investigaciones del siglo XX, era de cultura familiar sefardita judeo-española, habiendo escrito su defensa contra su expulsión de la Sinagoga de Amsterdam en español y firmaba como De Espinosa, apellido usado todavía hoy en la Península Ibérica. Como escribió un famoso intelectual español del pasado siglo, Salvador de Madariaga:
 
     “El disfraz que se le ha echado sobre su preclaro nombre –supresión  de  la  E inicial,  sustitución de  la S por la Z  y hasta ese «Baruch», hebreo de Benito– no parece haberse debido a iniciativas suyas, sino al celo de los eruditos que en todas partes han procurado deshispanizar a los prohombres que llevaban su nombre con garbo de Castilla. Su familia, que siempre se da como portuguesa, era española: tan española, que lo hizo educar en la escuela judeo-española de Ámsterdam, cuyo vehículo para la enseñanza era el español. Su lengua y su biblioteca españolas eran” (“Benito de Espinosa”, en Museo Judío, núm. 132, pág. 137, 1977. Tomamos la cita de la Introducción de Atilano Dominguez a la edición de la Correspondencia de Spinoza, Alianza Editorial, Madrid, 1988, pp. 25-26. Sobre la relación de Espinosa con España, ver las Actas del Congreso Internacional celebrado en Noviembre de 1992 en Almagro (Ciudad Real): «Spinoza y España», Colección Estu-dios, Universidad de Castilla-la Mancha, Murcia 1994).
 
     Por ello, Leibniz y Espinosa son filósofos que no se pueden entender a fondo con el geográfico concepto de filósofos “continentales”, al margen de su nacionalidad política y cultural. En el caso de Leibniz ello está más claro, pues es considerado como el padre de la filosofía clásica alemana que culmina en el Idealismo de Hegel. Además, Leibniz, político y autor ensayístico y poligráfico, como Bacon, habría sido sistematizado al modo escolástico por su discípulo Christian Wollff, llevando a cabo en Alemania, desde su cátedra de la Universidad de Halle, la introducción por primera vez en Europa de una escolástica moderna que se presentaba como alternativa a la escolástica aristotélica vigente entonces en las Universidades de toda Europa. Ello constituyó todo un hito de reforma educativa en la instrucción de las élites que emprenderán las reformas modernas en Alemania, de un modo equivalente a como la escolástica materialista-gassendiana, con la que Hobbes sistematizó racionalmente el empirismo de Bacon, sirvió como enseñanza en el preceptorado de la aristocracia inglesa, que el propio Hobbes ejercicio como profesor privado del Duque de Devonshire y del propio Principe de Gales, Carlos II, en tiempos de su exilio en Paris, durante la Guerra Civil inglesa. De la escolástica leibniziana de Wolff sale Kant y, de éste, el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel, por una parte, y por la otra Shopenhauer y Niezsche. Y de Hegel, Marx.
 
     También Descartes está en el origen de una tradición nacional francesa racionalista e ilustrada que se desarrolla con la obra de Malebranche, un filósofo y sacerdote católico que mezcla el cartesianismo con la escolástica cristiana como novedoso instrumento de educación contra-reformista en Francia. La influencia de Malebranche rivalizó con la escolástica aristotélica de los colegios de los jesuitas, -como el de La Fleche, donde estudió Descartes-, colegios reservados a la alta nobleza,  por medio de los colegios de la Congregación del Oratorio, colegios alternativos para la nobleza media y pequeña, llamada “de toga”, a la que pertenecerá Montesquieu. Algunos Colegios del Oratorio llegaron a ser famosos, como el de Juilly, cerca de París, donde Montesquieu recibe una formación en la filosofía, la física y las matemáticas cartesianas, impartidas por seguidores del Padre Malebranche. Este cartesianismo malebranchiano influirá también en François Quesnay el fundador de la moderna escuela económica de los Fisiócratas, en la que Marx vio la primera explicación cíclica de la Economía política. Malebranche influirá a su vez en Voltaire e incluso en Rousseau, el cual tiene también que ver con el cartesianismo malebranchiano por la influencia recibida en su formación por el oratorioano Padre Lamy. El “buen salvaje” rousseuniano procede del mito del paraíso adámico interpretado por Malebranche. La élite ilustrada francesa, que formará la conciencia de la burguesía revolucionaria, deriva, en una parte muy importante, de aquellos colegíos malebranchianos.
 
      Pero, ¿qué ocurrió entonces con el carácter cultural español impreso en la breve vida y obra del gran filósofo Espinosa? Lo que ocurrió, sencillamente, es que no fue posible entonces un “Malebranche” o un “Wolff” español debido al sambenito de ateo que cayó sobre su obra, siendo tratado Espinosa, en toda Europa, y no solo en la inquisitorial España, en palabras de Lessing, como “perro muerto”. Solamente en la Alemania romántica de finales del siglo XVIII es en parte rehabilitado Spinoza como un gran filósofo, equiparable a Descartes o a Leibniz, pero visto más bien, por Fichte, como un contra-modelo de filosofía dogmática y por tanto pre-kantiano. Solamente, de modo excepcional, Schelling, a quien Federico Schlegel veía como un “Spinoza redivivo”, intento ver en su extraña Idea de una Substancia de dos caras opuestas, Extensión física y Pensamiento, una forma de Substancia vital, que anticiparía el posterior vitalismo de un Nietzsche o un Bergson. Pero, claro, esto no tuvo tampoco lugar en la España decimonónica, en general muy atrasada todavía en relación con el conocimiento y estudio de la Filosofía Moderna. Solo el movimiento krausista consiguió algún efecto social, en una naciente burguesía liberal española, ella misma débil e incapaz de modernizar el país.
 
     Es en el siglo XX, tras la asimilación y puesta al día de la filosofía moderna en España, debido a los ingentes esfuerzos en tal sentido de Unamuno y Ortega y de la influencia de otras escuelas filosóficas, como el neopositivismo y el marxismo, en la década de los 60 y 70, cuando podemos  encontrarnos  con algo similar a lo que fue la escolastización de Descartes por Malebranche o la de Leibniz por Wolff. Ello ocurrió con la renovada interpretación de la obra de Spinoza por el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno, considerado como uno de los filósofos que tuvieron un papel destacado de la España democrática actual. Pues su filosofía consiste esencialmente en interpretar la Substancia espinosiana como un trasunto de la Materia en el sentido del Ser de la Metaphisica Generalis de Wolff, y los Atributos como equiparables a las tres Ideas de Mundo, Yo y Dios de la Metafísica especial wolffiana. La obra de Gustavo Bueno puede verse, en tal sentido, como una profundización filosófica en el así considerado modelo espinosista, tratando de superar su apariencia mecánica y estática, por una interpretación dialéctica tomada del la escolástica materialista marxista, entonces en boga en la Unión Soviética, en plena Guerra  Fría. El propio Gustavo Bueno lo reconoce:
 
       “Este ser que no es Dios, esta Sustancia que no es Sujeto, se mantiene tenazmente en la tradición neoplatónica, y alcanza su primera exposición sistemática en la doctrina de la sustancia de Spinoza, en donde la Ontoteología está ya definitivamente triturada (…) En la filosofía de Spinoza hay que ver la fuerte de la genuina ontología materialista moderna" (Ensayos materialistas, Taurus, Madrid, 1972, p.48. 
 
      Fruto y desarrollo de dicha interpretación escolastizada de Espinosa por Gustavo Bueno, según el modelo de la Ontología de Wolff, es la obra de Vidal Peña, El materialismo de Spinoza. Ensayo sobre la Ontología Spinozista, (Madrid, Revista de Occidente, 1974). Cabría, sin embargo, aun manteniendo el carácter de germen prototípico o nuclear de Espinosa para una filosofía española, -que creemos es indispensable hoy todavía para la regeneración y modernización del país, como lo fue un Descartes para Francia o un Leibniz para Alemania-,  concebir una visión de Espinosa, no como materialista, sino como un Espinosa vitalista, tal como el joven Marx mantenía o incluso Schelling, quien se vanagloriaba de haber encontrado únicamente las primeras vocales que vivifican y hacen inteligible las oscuras palabras de la filosofía de Espinosa, lo interpreta cuando dice, defendiéndolo de la acusación de “quietismo”, que:
 
     “se podría comparar el spinozismo por su quietismo, a la estatua de Pigmalión que precisaba para animarse de un cálido soplo de amor; pero esta comparación es injusta ya que es más bien equiparable a una obra esbozada sólo en sus contornos más externos, en los que, si se le diese vida, sólo se observarían los muchos trazos que aún faltan o permanecen inacabados” (Schellings Werke, VII, 350).
 
     Tales trazos inacabados de la filosofía de Spinoza, que Gustavo Bueno ha tratado de completar de modo sistemático con su Materialismo Filosófico, aunque manteniéndose, al asumir el modelo wolffiano, en una posición de factura escolástica, creemos que pueden ser alternativamente iluminados y completados por una filosofía trascendental vitalista más bien que por una escolástica materialista. Pero esa ya es una posición cuyo desarrollo merecería un tratamiento más preciso y amplio que rebasa los límites que nos marcamos aquí.
 
     Este modo de pensar de la cultura filosófica española moderna, iniciada en el “exilio” por Spinoza, puesto que nunca es tarde si la dicha es buena, bien merece los esfuerzos de nuevas generaciones que la hagan florecer y dar nuevos e inesperados frutos, en unos tiempos en los que han desaparecido los tradicionales obstáculos de falta de libertad de expresión y se puede contar con la existencia de nuevos medios de difusión de la nuevas ideas en español tan abiertos y de un alcance global.  El pueblo español, desprestigiadas y superadas por el progreso histórico sus élites de procedencia aristotélico medieval, las cuales fueron la cabeza que entonces dirigió y formó a aquellos valientes guerreros y conquistadores que hicieron grande y poderosa a la España de la Reconquista y del glorioso Imperio, perdió su cabeza al sustituir, con la llamada “decadencia”, sus élites propias por otras sin pensamiento propio, meras imitadoras del pensamiento foráneo y subordinadas acríticamente a su influjo. Jovellanos ya percibió claramente el peligro cuando ante la invasión napoleónica exclamó aquello de “¡Nación sin cabeza!...¡Desdichado de mí!”. En el último siglo, gracias al esfuerzo titánico de los Unamuno, Ortega y Gasset, Gustavo Bueno y otros, algunos españoles hemos empezado a amueblar y poner un nuevo orden en nuestras cabezas pensantes, más actual y adecuado a la moderna situación en la que nos encontramos. Solo falta que el cambio permita orientar de nuevo nuestra acción política y vivencial de un modo que nos permita recuperar la autoestima perdida, fortalecernos como sociedad prospera y seguir influyendo en el mundo, como fue nuestra vocación en los pasados tiempos gloriosos, aunque no ya tanto con la espada, como con la pluma y el influjo de esta nueva filosofía, que debería re-orientar y mejorar nuestro ya característico modo español de pensar, sentir y vivir, sobre la base de la impresionante dimensión que está adquiriendo nuestra lengua en el mundo actual de la Globalización.

          Artículo publicado en La Tribuna del País Vasco (26-12-2019)