lunes, 7 de febrero de 2011

La vuelta a la sociedad civil

Algo huele a podrido en Dinamarca, como diría Hamlet. Algo huele a podrido en la política española. El Estado aparece aquejado de una enfermedad degenerativa por la que lejos de servir a los intereses de la mayoría de los ciudadanos, ha caído en las garras de la partitocracia, dicen unos, o de una nueva oligarquía mediático-financiera especuladora dicen otros. Cuando esto ocurre, como ocurrió en la llamada Restauración alfonsina decimonónica, es necesario que surjan del seno de aquella parte de la sociedad más noble un movimiento de regeneración y cambio social. Así ocurrió entonces con aquellos intelectuales críticos como Clarín, Unamuno, Ortega y Gasset, etc. Muchas de sus reflexiones sobre las causas de la crisis, la oligarquía y el caciquismo, y del atraso en que se había visto sumida, por ello, la sociedad española de entonces, sirvieron para que durante el siglo XX, tras duros episodios de dictaduras y Guerra Civil, España comenzase a experimentar con su industrialización y su democratización política en lo que podemos llamar la 2ª Restauración, un avance importante respecto a la situación del siglo anterior, un siglo que empezó mal con las guerras napoleónicas y acabó mal en la Dictadura primoriverista. Pero todo parece indicar que volvemos al estancamiento económico y no conseguimos dar el salto final en el crecimiento económico y las mejoras culturales y sociales que nos pongan a la par con los países como Alemania, Francia o Inglaterra que hoy siguen a la cabeza de Europa. Es preciso recordar que este era el objetivo de aquellas generaciones de brillantes intelectuales. Su objetivo no era una España Socialista o Comunista, ni una vuelta a la España Imperial como se plantearon otros. Era sencillamente un objetivo más modesto: una España unida como nación moderna en base a un gran desarrollo industrial equivalente al de los países citados.


Dicho objetivo se ha conseguido en parte y parecía que íbamos convergiendo con aquellos países, incluso después de superar a Italia estábamos a punto de dejar atrás a Francia, tal como se jactaba de ello el propio Zapatero, pero la explosión de la llamada "burbuja inmobiliaria" nos ha desvelado un gran problema, que algunos ya atisbaban, pero del que la mayoría no era consciente: la existencia de una clase política dirigente superficial y miope que se ha dejado llevar por el fundamentalismo dogmático y excluyente con el discrepante tanto en el tema económico (especulación frente a industrialización) como en los temas político institucionales exteriores (europeismo utópico) como nacionales (confederalismo de hecho frente al autonomismo de la Constitución). Por ello hoy nos encontramos ante una grave crisis económica doblada con una crisis de la unidad e identidad del Estado y con la aparición de "dos Españas" que no son tanto la España roja y la azul, cuanto la España oficial y la España real, como ocurrió en la Restauración decimonónica. La España oficial es ahora la "España del Sistema" que concede el monopolio del Poder político y judicial de hecho, a través del nombramiento político de los miembros del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, a dos grandes partidos parásitos del Estado y sus rémoras, y la España real que se empobrece progresivamente con impuestos y por la incapacidad y los obstáculos que encuentra a la hora de buscar crédito para sus empresas o trabajo para sus hijos.


Es necesario entonces que se fortalezcan las corrientes de opinión todavía débiles y minoritarias que piden una reforma de dicho Sistema, y dichas corrientes tienen que salir principalmente de la llamada Sociedad Civil, como sociedad diferenciada, aunque no separada enteramente del Estado. Y digo esto porque a veces la vuelta a la Sociedad civil se entiende como la vuelta a un espacio sustantivado y propio, libre de los males de la corrupción, los abusos de poder, etc., que aquejan al Estado y a la política. El filósofo Hegel, uno de los padres del concepto de Sociedad Civil (burgerlicher Gesselschaft), la entendía como una sociedad intermedia, preponderan-temente económica, situada entre la sociedad familiar y el Estado. Pero no la sustantivaba, como hacían los liberales ingleses seguidores de Adam Smith, para los cuales el mercado económico resolvía el mismo sus propias problemas de creación de excesiva pobreza o riqueza por medio de una "mano invisible" que acababa restableciendo la armonía. Hegel creía que dicha Sociedad Civil engendraba ya en su seno los rudimentos de una instancia mediadora de sus conflictos, como los jueces o la policía, sin la cual no reinaría tal armonía en su seno. Pero tales instituciones son las propias de un Estado mínimo que, cuando se perfecciona da lugar a otras tales como los Parlamentos, los Ministerios de Hacienda, etc., cuya función sería garantizar el funcionamiento y el crecimiento mejorado de dicha Sociedad Civil. Otra cosa es que en el siglo XX el crecimiento espectacular del Estado, espoleado por Ideologías de poderosos movimientos sociales, como el socialismo, haya llevado a la creencia de que es buena la subordinación de la Sociedad Civil a los fines de un Estado divinizado como Estado Providencia, o Estado del Bienestar, en el que todavía estamos, pero que pide ser reformado, porque en su excesivo celo asistencial está a punto de asfixiar a la gallina que verdaderamente pone los huevos y que es la Sociedad Civil.


Por ello puede justificarse una vuelta a la Sociedad Civil, a su dinamización y una crítica a los excesos y errores de los políticos, actuales representantes del Estado, siempre que no sea tomada esta como una crítica anarquista de rechazo de la política, etc. Pues pensar que la Sociedad Civil es una panacea que nos va a resolver los problemas de corrupción, de mala dirección económica, etc., es ingenuo además de maniqueo. La tendencia a la corrupción se da también en su seno, pues si no hubiera empresarios o banqueros que se dejan corromper por los políticos estos no tendrían tanto poder. El problema, como decía Ortega, no son los abusos, que siempre pueden ocurrir, sino los usos, leyes o costumbres que permiten y potencian dichos abusos. Un uso o costumbre política muy arraigado en el Sistema político actual es la forma en que se nombran los miembros de las altas magistraturas judiciales según cuotas de partidos políticos. Dicho uso es fuente de muchas corrupciones y escudo de castas intocables. Ningún partido del Sistema que lo pudo cambiar, como el PP de Aznar con mayoría absoluta, lo hizo. Por ello solo fuerzas sociales de fuera del Sistema, en tanto que son directamente perjudicadas por dicha politización oligárquica de la justicia, pueden esperar que se las crea cuando piden reformar dicha situación. Ahora bien, tales movimientos civiles, en algún momento de su crecimiento, deben generar nuevas fuerzas políticas que accedan a las palancas del poder Estatal, pues los fines de dicho movimiento no deben ser el ensimismamiento, el cocerse en su propia sustancia, en una suerte de sadomasoquismo narcisista o victimista, sino en rezumar, extender y transformar en nuevos usos y leyes positivas las nuevas propuestas de organización social.