martes, 30 de mayo de 2023

Novedad Editorial: Julián Velarde, La mano humana (Edit. Punto Rojo, Sevilla, 2022)



A finales del siglo XVII, Spinoza escribió en su famosa Ética que “nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo” (Parte III, Prop. II, Escolio). La medicina científica ha avanzado mucho desde entonces en el conocimiento del funcionamiento de los diversos órganos corporales humanos. Aunque siguen cubriéndose lagunas sobre muchos órganos vitales, como el corazón o los pulmones, han adquirido un gran interés, que rebasa el propio campo de la medicina, dos órganos como la mano y el cerebro debido a su relación con las habilidades cognitivas propiamente humanas. Se ha visto que el estudio de la mano no acaba en la muñeca, como sostenía la anatomía clásica, sino que sus funciones están insertadas en la biomecánica de los brazos, a través de los cuales van los nervios manuales hasta alcanzar al propio cerebro. Por ello solo podemos saber plenamente lo que puede una mano si conocemos su relación, no solo estructural, sino también genética con este órgano.

Desde un punto de vista científico-evolutivo, la importancia de la mano había sido señalada por Charles Darwin, en El origen del hombre, al mantener que la adquisición humana de la bipedestación y de la mano exenta representan un salto evolutivo que nos separó profundamente de nuestros parientes simios más próximos. La industria técnica posibilitada por esta novedad evolutiva nos ha acabado dando una inteligencia nunca conocida por otras especies para adaptarnos y transformar el mundo.

Después de Darwin, es sobre todo en las tres últimas décadas cuando se ha investigado mucho y bien sobre la función de las manos en la vida humana. El reciente libro de Julián Velarde, La mano humana (Punto Rojo Libros, Sevilla, 2022), da cuenta sobradamente de muchas de tales investigaciones científicas en biología, neuroanatomía, biomecánica, lingüística, psicología, sociología, etc., que han sido útiles en el estudio de la importancia de la mano en fenómenos como el arte paleolítico, la técnica artesanal, el protolenguaje de gestos, la escultura clásica, etc. Pero el autor no se limita a una labor de divulgación científica al uso, sino que sitúa su perspectiva en un plano filosófico, mucho menos transitado, para, apoyándose en tales valiosos conocimientos científico-positivos, acabar dando una valoración de la propia mano humana como un órgano trascendental, en el sentido de que la mano, y no Dios o la “mente”, sería lo que ha hecho realmente al hombre.

En tal sentido una parte central de su libro es la interpretación de dos formas filosóficas de entender dicho órgano ya dadas en la filosofía griega: la sostenida primero por Anaxágoras y la derivada y dominante históricamente de Aristóteles: “Anaxágoras y Aristóteles concuerdan ambos en que las manos constituyen el rasgo fundamental y específico de los seres humanos. La discrepancia entre ellos reside en la explicación de ese rasgo. La tesis de Anaxágoras es: el hombre es la criatura más inteligente porque tiene manos. La tesis inversa de Aristóteles: el hombre tiene manos porque es la criatura más inteligente. Y estas dos explicaciones contrapuestas de Aristóteles/Anaxágoras se han convertido en dos modelos o paradigmas que han pervivido hasta nuestros días, y que podríamos llamar respectivamente modelo finalista (o del diseño) y modelo naturalista (o en terminología a partir de Darwin evolucionista)” (Julián Velarde, La mano humana, p. 81).

La interpretación de Aristóteles ha sido dominante en el pensamiento occidental desde el médico Galeno y Tomás de Aquino hasta las actuales teorías del “diseño inteligente” que suponen una providencia natural o divina. La de Anaxágoras se ha ido abriendo camino a través de Epicuro y Lucrecio, Giordano Bruno, Huarte de San Juan, Francis Bacon, hasta el evolucionismo biológico darwiniano. El autor aboga por esta segunda corriente para la que no hay corte entre el hombre y el animal, como suponía la primera, sino que hay evolución gradual por la cual el hombre con su mano más perfecta ha logrado ser más inteligente que el resto de los animales. Por ello la inteligencia, sostiene el autor, no es una chispa sobreañadida a la especie humana, sino un resultado configurado por las operaciones y nuevas relaciones establecidas con nuestras manos. Como decía Bergson el homo sapiens presupone al homo faber, al hombre fabricador de instrumentos con sus manos.

Para defender dicha posición filosófica el autor profundiza en sucesivos capítulos, usando los últimos avances de la investigación tecnológica y científica, en el estudio de las relaciones entre la mano y el cerebro, criticando en la línea de Frank R. Wilson y otros el “cefalocentrismo” dominante; analizando con precisión las diferencias muy estudiadas en las últimas décadas entre la mano humana y la animal, la relación entre el origen del lenguaje y las manos, el papel del tacto en el conocimiento sensible e intelectual. Una perfecta combinación de sabiduría y erudición.  

Manuel F. Lorenzo

sábado, 13 de mayo de 2023

La invención del Yo

 


     Hoy vivimos en un mundo en que una fina línea separa la libertad y el egoísmo, la autonomía personal y el narcisismo más acusado. ¿Quién soy yo, un hombre, una mujer, un hibrido? Las minorías sexuales, que hoy tratan de imponer lo denominado “políticamente correcto”, responden: lo que usted quiera, pues hoy las técnicas médicas lo permiten. No importa a que coste. Lo más importante es que seas tú mismo. Que tu seas tu y permitas que yo sea yo. Pues ser yo es lo fundamental. La idea del Yo individualista parece haber vuelto por sus fueros tras un largo periodo en que predominó el Nosotros, que representaba la lucha de clases sociales. Hoy la lucha es la del Yo, es el tiempo de la proliferación de los selfis, de la absolutización de lo personal, del derecho democrático a ponerlo todo en cuestión.

Pero esto no ha sido así en el pasado. La propia idea del Yo no ha existido siempre. Es relativamente reciente. Habría que remontarse al Renacimiento europeo para ver su nacimiento. Hegel la ve aparecer con el surgimiento de la Ciencia moderna y el Protestantismo. Pues el Catolicismo representaba para él “la conciencia infeliz” en tanto que suponía un Yo divino infinito y todopoderoso frente al yo pecador humano finito. La Astronomía y la Física moderna nos permitieron, con sus métodos racionales matemáticos, empezar a comprender aquella infinitud que solo podía entender la conciencia divina que la creo. Por ello dice Hegel, que lo infinito no está ya separado de lo finito, entrando con ello en la novedosa visión protestante de un Dios interior. Sobran los vicarios mediadores como el Papa de Roma. Descartes fue entonces considerado como el que empieza una nueva filosofía partiendo del yo pensante y no de una sustancia ajena al Yo, como el agua, el fuego, etc., de la filosofía griega o el Dios creador del mundo de la medieval. Pero su ambigüedad le llevó otra vez a que se volviese a suponer un Dios metafísico en los filósofos siguientes, como Spinoza o Leibniz.

Solo después de que la denominada Ilustración destruyó el Dios de la Teología para pasar a adorar a la “diosa Razón”, pudo aparecer una filosofía que elevaba al Yo al puesto de nuevo Absoluto. Ello ocurrió en la Universidad de Jena. El filósofo que lo hizo fue Fichte, un discípulo de Kant llamado a ocupar la cátedra de Filosofía en dicha Universidad por Goethe. Desde los tiempos de Sócrates ningún filósofo había atraído e influido tanto en los jóvenes en una ciudad como lo hizo Fichte en sus famosas lecciones en Jena. Fichte, como Sócrates, fue también condenado bajo acusaciones de un ateísmo corruptor de la juventud y obligado a dimitir de su puesto de profesor. Pero ello no impidió que de entre esos alumnos y seguidores suyos surgiera el grupo fundador del denominado Romanticismo alemán, con los hermanos Schlegel, Novalis, Hölderlin, Schelling, etc. Todo este ambiente ha sido amplia y brillantemente reconstruido en el reciente best-seller de Andrea Wulf, Magníficos Rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo (Taurus, Madrid, 2022). En dicha obra aparece muy bien presentada la figura de Goethe, entonces ministro en la corte de la cercana Weimar y de la que dependía en parte la Universidad de Jena. Es interesante comprobar, como hace la autora, que Goethe, que había triunfado en toda Europa con su novela pre-romántica Werther, se  había aburguesado en Weimar volviendo a un clasicismo olímpico. Pero su contacto con el poeta romántico Schiller, al que introduce como profesor de Historia en Jena, le lleva a interesarse por los jóvenes románticos seguidores de la filosofía del Yo de Fichte.

Se puede ver entonces como hay una revitalización del propio Goethe, como si tratando de rejuvenecer de nuevo para volver a despertar su fuerza creativa, vende, como Fausto, su alma al diablo que para él representaba en principio esta juventud romántica. Una juventud que vivía en Jena compartiendo sus casas comunalmente y rompiendo los tabús sexuales a través de infidelidades matrimoniales, divorcios, etc., con aquellas primeras mujeres literatas e intelectuales, como Carolina Schelling, Dorotea Veit, Carolina Humboldt, convertidas en una especie de musas y agitadoras del Círculo romántico de Jena. El libro, de lectura muy amena y rica en detalladas observaciones de la vida íntima de tales famosos personajes, permite sostener frente al Ortega y Gasset de Pidiendo un Goethe desde dentro, que este no malgastó su tiempo encerrándose en una corte provinciana en vez de ejercer su influencia desde Berlín o Paris, sino que se preocupó de crear un ambiente intelectual y de libertad de enseñanza en la pequeña Universidad de Jena que es el precedente que sirvió de modelo para la creación de la primera Universidad moderna, la Universidad Humboldt de Berlín. Goethe renació en sus visitas habituales a aquella Jena llena de grandes filósofos y poetas.  

Manuel F. Lorenzo