“Este problema catalán y este
dolor común a los unos y a los otros es un factor continuo de la Historia de
España, que aparece en todas sus etapas, tomando en cada una el cariz
correspondiente. Lo único serio que unos y otros podemos intentar es
arrastrarlo noblemente por nuestra Historia; es conllevarlo, dándole en cada
instante la mejor solución relativa posible; conllevarlo, en suma, como lo han
conllevado y lo conllevan las naciones en que han existido nacionalismos particularistas,
las cuales (y me importa mucho hacer constar esto para que quede nuestro asunto
estimado en su justa medida), las cuales naciones aquejadas por este mal son en
Europa hoy aproximadamente todas, todas menos Francia. Lo cual indica que lo que
en nosotros juzgamos terrible, extrema anomalía, es en todas partes lo normal.
Pues en este punto quien representa la efectiva, aunque afortunada anormalidad,
es Francia con su extraño centralismo; todos los demás están acongojados del
mismo problema, y todos los demás hacen lo que yo os propongo: conllevarlo.
Con esto, señores, he
intentado demostrar que urge corregir por completo el modo como se ha planteado
el problema, y, sin ambages ni eufemismos, invertir los términos: en vez de
pretender resolverlo de una vez para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros,
a términos de posibilidad, buscando lealmente una solución relativa, un modo
más cómodo de conllevarlo: demos, señores, comienzo serio a esta solución.
¿Cuál puede ser ella?
Evidentemente tendrá que consistir en restar del problema total aquella porción
de él que es insoluble, y venir a concordia en lo demás. Lo insoluble es cuanto
significa amenaza, intención de amenaza, para disociar por la raíz la
convivencia entra Cataluña y el resto de España, Y la raíz de convivencia en
pueblos como los nuestros es la unidad de soberanía.
Recuerdo que hubo un
momento de extremo peligro en la discusión constitucional, en que se estuvo a
punto, por superficiales consideraciones de la más abstrusa y trivial
ideología, con un perfecto desconocimiento de lo que siente y quiere, salvo
breves grupos, nuestro pueblo, sobre todo, de lo que siente y quiere la nueva
generación, se estuvo a punto, digo, nada menos que de decretar, sin más, la
Constitución federal de España. Entonces, aterrado, en una madrugada lívida,
hablé ante la Cámara de soberanía, porque me acongojaba desde el advenimiento
de la República la imprecisión, tal vez el desconocimiento, con que se
empleaban todos estos vocablos: soberanía, federalismo, autonomía, y se
confundían unas cosas con otras, siendo todas ellas muy graves. Naturalmente,
no he de repetir ahora lo que entonces dije; me limitaré a precisar lo que es
urgente para la cuestión.
Decía yo que soberanía
es la facultad de las últimas decisiones, el poder que crea y anula todos los
otros poderes, cualesquiera sean ellos, soberanía, pues significa la voluntad
última de una colectividad. Convivir en soberanía implica la voluntad radical y
sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución
de decidir juntos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos
en Cataluña, o hay muchos, que quiere desjuntarse de España, que quieren
escindir la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo
convivir, es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a
continuar reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial
decisión. Por eso es absolutamente necesario que quede deslindado de este
proyecto de Estatuto todo cuanto signifique, cuanto pueda parecer amenaza de la
soberanía unida, o que deje infectada su raíz. Por este camino iríamos derechos
y rápidos a una catástrofe nacional.
Yo
recuerdo que una de las pocas veces que en mis discursos anteriores aludí al
tema catalán fue para decir a los representantes de esta región: «No nos
presentéis vuestro afán en términos de soberanía, porque entonces no nos
entenderemos. Presentadlo, planteadlo en términos de autonomía». Y conste que
autonomía significa, en la terminología juridicopolítica, la cesión de poderes;
en principio no importa cuáles ni cuántos, con tal que quede sentado de la
manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido
de sí mismo, que es, en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y el
Estado lo retrae y a él reviene. Esto es autonomía. Y en ese plano, reducido
así el problema, podemos entendernos muy bien, y entendernos –me importa
subrayar esto– progresivamente, porque esto es lo que más conviene hallar: una
solución relativa y además progresiva. Desde hace muchos años, con la escasez
de mis fuerzas solitarias, venía yo preparando este tipo de solución, tomando
el enorme problema como hay que tomar todos en política, sistemáticamente,
articulándolos unos con otros, a fin de que coadyuven a su conjunta superación.
Prescindiendo
provisionalmente del problema catalán, yo analizaba la situación en que estaba
mi país y encontraba en él un morbo básico, sin curar el cual no soñéis que
España pueda llegar a ser nunca una nación vigorosa. Este morbo consistía,
consiste, en la inercia de vida pública y, por tanto, política, económica,
intelectual, en que viven los hombres provinciales. España es, en su casi
totalidad, provincia, aldea, terruño. Mientras no movilicemos esa enorme masa
de españoles en vitalidad pública, no conseguiremos jamás hacer una nación
actual. ¿Y qué medios hay para eso? No se me puede ocurrir sino uno: obligar a
esos provinciales a que afronten por sí mismos sus inmediatos y propios
problemas; es decir, imponerles la autonomía comarcana o regional.
Y sería desconocer por
completo la realidad de este morbo que se trata de curar (una realidad que es
la específica de España, la única que no se puede copiar de ningún programa
político extranjero, sino que hay que descubrirla con la propia intuición y con
el propio pensamiento); sería ignorar, digo, la realidad que se trata de
corregir, esperar que la provincia anhele y pida autonomía. Desde el punto de
vista de los altos intereses históricos españoles, que eran los que a mí me
inspiraban, si una región de las normales pide autonomía, ya no me interesaría
otorgársela, porque pedirla es ya demostrar que espontáneamente se ha sacudido
la inercia, y, en mi idea, la autonomía, el régimen, la pedagogía política
autonómica no es un premio, sino, al revés, uno de esos acicates, de esos
aguijones, que la alta política obliga por veces a hincar bien en el ijar de
los pueblos cansinos. Así concebía yo la autonomía.
Y una vez que
imaginaba a España organizada en nerviosas autonomías regionales, entonces me
volvía al problema catalán y me preguntaba: «¿De qué me sirve esta solución que
creo haber hallado a la enfermedad más grave nacional (que es, por tanto, una
solución nacional), para resolver el problema de Cataluña?» Y hallaba que, sin
premeditarlo, habíamos creado el alvéolo para alojar el problema catalán.
Porque, no lo dudéis, si a estas horas todas las regiones estuvieran
implantando su autonomía, habrían aprendido lo que ésta es y no sentirían esa
inquietud, ese recelo, al ver que le era concedida en términos estrictos a
Cataluña. Habríamos, pues, reducido el enojo apasionado que hoy hay contra ella
en el resto del país y lo habríamos puesto en su justa medida. Por otra parte,
Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo, claro
está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado;
por decirlo así, químicamente puro, sin, sin poder alimentarse de motivos en
los cuales la queja tiene razón.
Esto venía yo
predicando desde hace veinte años, pero no sé lo que pasa con mi voz, que,
aunque no pocas veces se me ha oído, casi nunca se me ha escuchado; se me ha
hecho homenaje, que agradezco, aunque no necesito, dado el humilde cariz de mi
vida, pero no se me ha hecho caso. Y así ha acontecido que lo que yo pretendía
evitar es hoy un hecho, y como os decía en discurso anterior, se hallan frente
a frente la España arisca y la España dócil. (Rumores.)
Aunque en peores
condiciones, es de todos modos necesario e ineludible intentar esta solución
autonómica. La autonomía es el puente tendido entre los dos acantilados, y
ahora lo que importa es determinar cuál debe ser concretamente la figura de
autonomía que hoy podemos otorgar a Cataluña”.
J.Ortega y Gasset, Discurso sobre el Estatuto
de Cataluña.
(Sesión de las Cortes del 13 de
mayo de 1932)
Para seguir leyendo:
Manuel F. Lorenzo: "El problema catalán"
" " "Autonomismo versus Federalismo"
" " "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración" (I)
" " "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (II)"
" " "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (III)"
" " "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (IV)"
Para seguir leyendo:
Manuel F. Lorenzo: "El problema catalán"
" " "Autonomismo versus Federalismo"
" " "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración" (I)
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" " "Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (IV)"