Asistimos
estos últimos días al espectáculo de una sublevación en Cataluña,
encabezada por su Gobierno Autonómico, que pretende conseguir la separación de
España. La
noticia, por su gravedad, ocupa los titulares de los mass media tanto nacionales como extranjeros. No
podía ser menos ante el anuncio de un acontecimiento que se presenta, en el
imaginario social, como una Revolución que pretende dar nacimiento a una nueva
nación en Europa. Una nueva Toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno de
los Zares parece anunciarse con los actos preliminares
de desobediencia, manifestaciones, huelgas y tumultos que se
empiezan a producir ante el asombro de la mayoría de los españoles, que no
imaginaban que algo así pudiese hoy suceder.
Sin
embargo, algo así está ocurriendo y amenaza con abrir una crisis,
no sólo en España, sino también en otros países europeos que albergan en su
seno incipientes movimientos separatistas regionales. Por eso parece importante tratar de analizar con cierta profundidad la
naturaleza precisa del movimiento rebelde en cuestión, para poder
saber en realidad de qué se trata y buscar los medios para evitar las
consecuencias catastróficas que de él se puedan derivar.
Lo
primero que nos llama la atención es que lo que está ocurriendo ante nuestros
ojos no es una Revolución como la Revolución Francesa, la
Rusa o la Norteamericana, en la que se dio origen y nacimiento a nuevas y
poderosas naciones en el sentido moderno de la expresión. No hay aquí ejércitos que se enfrentan en una sangrienta guerra
civil, porque no se está armando al pueblo ni dividiendo al ejército.
A todo lo más que se está llegando es a neutralizar a una diminuta, en
comparación con los cuerpos armados españoles, policía autonómica de los Mossos
y a tratar de evitar un posible enfrentamiento policial armado del que saldrían
perdiendo los sublevados. La propia denominación de escenificación de la rebelión, que se utiliza para
referirse a las manifestaciones y huelgas callejeras, revela lo que algunos
denominan el carácter postmoderno de
la rebelión como un simulacro de
una rebelión masiva, pues como se puede observar aquí no comparecen las masas, sino grupos de agitadores,
no muy numerosos, pero disperso por diversos lugares, concentrados ante
comisarias, hoteles donde se alojan los guardias civiles, algunas calles, etc.
El
propio Referéndum que se convocó, al margen de que sus datos no ofrecen ninguna
seguridad jurídica de veracidad, es un simulacro de victoria masiva del Sí (90%), cuando en realidad se reconoce que sólo
ha votado una minoría de la población catalana. La Huelga
General convocada, procedimiento mítico de las grandes revoluciones, ha sido
también un simulacro, pues se obliga a parar a los trabajadores
controlando una red de transportes con la inutilización, por acción u omisión
del propio Gobierno Autonómico, de las líneas de cercanías del cinturón de
Barcelona, donde se concentran la mayor parte de la población trabajadora, o
del corte con neumáticos de las autovías en unos pocos puntos estratégicos
suficientes para colapsarlas.
En
tal sentido, no hay aquí una rebelión de las masas,
como ocurría en Rusia, por ejemplo, sino una rebelión de carácter distinto y
que hemos denominado, en otro artículo de este mismo diario, como la rebelión
de las minorías. El problema hoy no es pues la rebelión de las masas, como en
tiempos de Ortega y Gasset, sino que es lo que denominamos la rebelión de las minorías, la cual no sólo se
está dando en el particularismo del nacionalismo regionalista, catalán, vasco,
corso, escocés, etc., sino también en el particularismo o diferencialismo de
las minorías sexuales, étnicas, etc.
Todos
ellos comparten el contrasentido propio de querer imponer en un régimen
democrático, en el que, por definición, deciden los derechos de la mayoría, y
con procedimientos democráticos, no violentos, etc., unos derechos minoritarios como si fuesen equiparables a los
mayoritarios. Dicho contrasentido sólo puede abrirse paso por medio
de la utilización de la simulación y el engaño propio de la demagogia, para lo
cual son suficientes las armas de una educación y una propaganda mediática
fanatizada, que equivocadamente les ha transferido el Gobierno central. Por
ello no hace falta meter los tanques en Cataluña, sino que la verdadera
solución está en la discusión ideológica y el pensamiento crítico que
hay que recuperar de las manos del sistema educativo y de los mass media
puestos hoy, en Cataluña, en manos de los fanáticos sediciosos, y en el resto
de España en manos de una tendencia dominante que quiere contentar en vez de
aislar a los separatistas. Pues, el separatismo debe ser inexorablemente
aislado, e incluso, llegado el caso, prohibido como opción política, no dejando
de denunciar sus sinsentidos y peligrosos engaños desde los medios de comunicación
de mayor alcance.
Artículo publicado en El Español (23-10-2017)
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