Parece
que, ante los graves acontecimientos que están ocurriendo en Cataluña, con
rebelión abierta de su gobierno regional frente al Estado central, se empiezan
a caldear los ánimos del resto de los españoles ante la incredulidad de muchos
por lo que ocurre. Empiezan a preocupar también las consecuencias de todo orden
que puede provocar una situación que se puede ir de las manos a los propios
aprendices de brujo que la han desatado. Ya se habla de una división
entre los propios catalanes, que se encrespa hasta desatar situaciones de odio
fanático que divide a amigos, conocidos y hasta las propias familias.
Por
otra parte, el Estado central está siendo lento y excesivamente timorato en sus
intervenciones ante hechos consumados de rebelión con propósitos sediciosos,
poniendo el lento y pesado carro judicial delante de los mansos y poco
atrevidos bueyes del poder ejecutivo. Un gobierno sin complejos y con
una visión serena de lo que ocurre debería aplicar los mecanismos legales que
la Constitución faculta para estos casos y que luego los
afectados fuesen los que recurriesen a las instancias judiciales pertinentes,
si es que se considerasen injustamente tratados. Pero eso no es precisamente lo
que ocurre y parece que la grave situación política a la que hemos llegado será
difícil de remontar a corto plazo. Pues, todo ocurre como si una pesada inercia
impidiese que se dé vuelta al erróneo planteamiento que preside la actuación
del ejecutivo, el cual se empeña más bien en seguir negociando con los
insurrectos para que desistan de peligrosa y lamentable actitud levantisca.
Dicha
inercia procede de una errónea decisión política que se tomó ya en los inicios
de la Transición cuando, una vez que se decidió reformar la estructura
centralista del Estado introduciendo la división Autonómica, se hizo sin tener
en cuenta los consejos que dio el filósofo Ortega y Gassetsobre
cómo debería entenderse lo que él mismo presentó en las propias Cortes de la 2º
República como una vía, pensada y bien pensada, para intentar conllevar lo más
civilizadamente posible el problema del nacionalismo particularista catalán. El
problema catalán, para Ortega, no tenía una solución extrema, como vemos hoy,
pues si el Estado Central suprime la Autonomía catalana dejaría a media
Cataluña descontenta e irredenta, lo mismo que, si los separatistas
consiguen independizarse, quedaría la otra mitad de Cataluña igualmente
descontenta, intentado buscar la ayuda de España para revertir la situación.
Ortega
ya previó que la puesta en práctica de la Autonomía sería utilizada por los
independentistas como un medio para conseguir su objetivo final de separación.
Por ello recomendaba a toda costa, para que la Autonomía otorgada generosamente
por el Estado Central, en tanto que único detentador de la llamada
Soberanía Nacional, fuese eficaz, el riguroso aislamiento político del
nacionalismo catalán. Pues, con la concesión de la Autonomía
regional, “Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo,
claro está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría?
Aislado; por decirlo así, químicamente puro, sin poder alimentarse de motivos
en los cuales la queja tiene razón”, dijo Ortega en su discurso sobre el
Estatuto de Cataluña en las Cortes republicanas.
Pero,
lo que se hizo a lo largo de las últimas décadas fue precisamente lo contrario.
En vez de aislar políticamente al nacionalismo catalán, se deseó su apoyo
político. Se dice que todo esto ya empezó en los tiempos de Adolfo Suarez cuando trató de contentar a
las minorías nacionalistas catalana y vasca introduciendo en término nacionalidades en la Constitución. Suarez,
seguramente hizo esto por razones puramente tácticas para poder mantener sus
minoritarios gobiernos, ante el acoso y la caza cainita del hombre providencial
que había ganado tan brillantemente las elecciones, imponiendo por vía
electoral la Reforma política frente al inmovilismo del bunker franquista. Su dimisión fue conseguida tras la alianza de sectores derechistas
e izquierdistas que confluyeron, al parecer, en el extraño intento de golpe del
General Armada.
Suarez
dijo que se iba para que la democracia no volviese a ser un breve paréntesis en
la Historia de España. Así que cuando comienza verdaderamente, de modo
estratégico, una alianza que sacó a los nacionalistas de lo que era entonces su
aislamiento político y social al principio de la Transición, fue con el
bipartidismo dominante que vino después de caído y aislado, este sí, el centro
político representado por el CDS de Suarez. La bisagra del nacionalismo
particularista se impuso como medio de acceder al poder, tras el
pago de transferencias que Ortega nunca hubiese aconsejado, como la cesión de
las competencias en Educación. La nueva política, que sustituya a la política
que nos ha llevado a esta crisis, debería comenzar entonces por aislar al
separatismo.
Artículo publicado en El Español (28-9-2017)
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