Se conmemoran este año en
Alemania los 500 años transcurridos desde que en 1517 el monje agustino Lutero clavase en las puertas de la catedral de
Wittenberg sus famosas 95 tesis, que incendiaron la cristiandad produciendo el
cisma que llevó a la separación de los denominados Protestantes de la Iglesia
de Roma.
Aquel acto fue trascendental para
toda Europa por sus consecuencias, que llevaron a la destrucción del poder
católico en los países del Norte de Europa, en los cuales, sin embargo, no
logró imponerse una Iglesia Protestante unida, sino que se vieron obligadas a
convivir, entonces y hasta hoy mismo, una multitud de sectas religiosas que
fueron obligadas a tolerarse recíprocamente por los poderes políticos
correspondientes. Esa tolerancia por necesidad fue transformada en virtud
filosófica y secularizada por filósofos como John Locke o Voltaire. En Alemania será el llamado Rey Filósofo,
Federico de Prusia el instaurador de la tolerancia que permitió el desarrollo
de una secularización filosófica del espíritu protestante que va desde Kant a Marx, pasando
por Hegel.
Este espíritu protestante se
resume en la famosa libertad de conciencia frente a toda imposición externa de
una Iglesia que se arrogue la autoridad en la interpretación de la verdad de la
palabra divina. En Marx la secularización protestante alcanzó un carácter
decididamente ateo, de tal manera que se podría definir al marxismo en este
aspecto como un protestantismo sin cristianismo. La poderosa dialéctica
marxista reside en su extraordinaria capacidad para, con su acción de protesta
radical, negar no solo a Dios, sino al propio Estado, que en el
comunismo final debería desaparecer como última autoridad política, dejando a
los individuos que han tomado conciencia revolucionaria, libres de toda
explotación y abusos de unos hombres frente a otros. Pero el marxismo, con la
caída del muro de Berlín, se ha revelado como un movimiento tan utópico como
aquellas sectas protestantes.
El rival de Marx, aunque en vida
ambos personajes no se conocieron personalmente, podemos decir hoy que fue el fundador del
Positivismo, Augusto Comte, el cual pudo vivir
la famosa Revolución del 1848 en París, en la que también participó el joven
Marx, que luego relató en su famoso escrito El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Allí compareció por primera vez el
movimiento comunista, que Augusto Comte, a diferencia del revolucionario
alemán, condena como un movimiento que pretende continuar el espíritu de la
Revolución Francesa, para llevar a cabo otra Revolución más radical.
Según Comte, había que abandonar
la actitud negativa de protesta y desobediencia ante las nuevas autoridades
(empresarios, científicos y filósofos positivos) de la nueva Sociedad
Industrial salida de las Revoluciones modernas para pasar a una colaboración
con estos modernos poderes, para reorganizar esta Sociedad Industrial o Sociedad
del Conocimiento, como la llaman ahora, la única que podría sacar a Europa de la crisis que se abrió en el Renacimiento, a fin de construir una nueva sociedad estable, centrada y creadora de lo que ahora
denominamos la sociedad del bienestar occidental.
Augusto Comte hacía así una
valoración parcial del Protestantismo, considerando que destruyó la
intolerancia católica allí donde triunfo, pero no pudo imponer una nueva
intolerancia religiosa por sus divisiones sectarias, y esto ayudó a que las
ciencias positivas y la filosofía moderna pudiesen crecer y desarrollarse en
tales países de una forma más rápida que en los países católicos del Sur de
Europa. Pero una vez que las ciencias positivas se constituyen y establecen sus
“cierres categoriales”, como diría Gustavo Bueno, es ridículo seguir
manteniendo la “libertad de conciencia”, posible ante un dogma teológico, pero
ridícula ante un teorema científico.
Así que Comte, como dijo de él
Thomas H. Huxley, el denominado Bulldog de Darwin,
empezó a defender un “catolicismo sin cristianismo”,
que se caracterizaba por volver a construir una nueva autoridad universal,
representada por la ciencia, con verdaderos dogmas, frente a los cuales la
actitud protestante de crítica sin límites de la discrepancia individual ya no
tenía sentido. Esa actitud “católica”, esto es, universalista, (que es lo que
significa la palabra en su origen griego) existía todavía en aquellos países
donde no había triunfado el Protestantismo, como Francia, Italia, España e
Hispanoamérica, Portugal y Brasil.
Y era, según Comte, la que habría
que secularizar, esto es, separarla de sus orígenes teológicos para darle una
fundamentación filosófica secular. Una muestra de ello, cercana a nosotros, es
la del influyente filósofo español Gustavo Bueno, que
se reconoció como “ateo católico”. De ahí que el combate entre Protestantes y
Católicos, bajo otras formas ideológicas, parece que, a los 500 años del inicio
de la protesta luterana, puede continuar.
Artículo publicado en El Español (1-11-2017)
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