Ha pasado ya casi un siglo de la edición del libro España Invertebrada, un pequeño “ensayo de un ensayo”, como lo definía su autor, el propio Ortega y Gasset, en la Advertencia del inicio, pero que tuvo en su momento un gran e inesperado éxito que sorprendió al mismo autor. Es un ensayo basado en un intento de establecer la esencia o estructura invariante que definiría lo español, no ya en absoluto o metafísicamente hablando, como haría Menendez Pelayo identificando a España, católica a machamartillo, con la religión para él verdadera revelada por Dios, sino de modo relativo, orteguianamente perspectivistico, al compararla con otros pueblos y especialmente con las otras naciones europeas históricamente rivales suyas. La reflexión orteguiana no surgió gratuitamente por un mero vicio intelectual propiamente español, como dicen algunos, de preguntarse sobre nuestro ser, cosa que no han necesitado hacer otros grandes países como Francia o Inglaterra para encontrar su camino en la modernidad como naciones poderosas y estables a diferencia de nuestros recurrentes fracasos y dificultades para afianzarnos en el mundo nuevo de las sociedades industrial y técnicamente avanzadas. Habría que matizar que hay la excepción alemana, que hoy es la sociedad industrial más potente de Europa, pero que para encauzar su modernización tuvo también que preguntarse en la cabeza de sus grandes filósofos como Leibniz o Fichte, cual era su historia y modo de ser que la diferenciaba del resto de las potencias europeas de entonces y cual debía ser el proyecto o empresa común a los germanos que debían emprender en el futuro para llegar a ser una nación moderna poderosa y estable.
Creo que Ortega, gran conocedor de tales filósofos, se propuso lo mismo para España. Había una semejanza que lo permitía, pues Alemania, a diferencia de Francia o Inglaterra, que construyen sus imperios coloniales tras sus revoluciones nacionales, había sido ya un Imperio medieval antes de llegar a constituirse como nación moderna. Alemania solo se plantea su modernización política tras la destrucción de su Sacro Imperio por Napoleón. Fichte, en sus Discursos a la nación alemana, es quien aprovecha la derrota y humillante ocupación napoleónica de Prusia para proponer un cambio profundo en la forma de ser y comportarse hasta entonces de los alemanes. Es el educador y excitator de la moderna Alemania. Ortega, a su vez, advertido por los tristes augurios de los regeneracionistas del 98, de Costa y Unamuno, ve venir la catástrofe con el fracaso de Régimen de la Restauración y se plantea una reflexión profunda, que solo puede hacer la filosofía, en tanto que debe ser sinóptica y contemplar el problema con la mayor claridad, generalidad y radicalidad posible. Por ello lo ataca en forma reductiva, por capas, como si de una cebolla se tratara, eliminando las más superficiales hasta alcanzar la capa esencial o más profunda. Así, frente a Costa y los Regeneracionistas, sostiene que los fenómenos de la corrupción generados por formas oligárquicas o defectuosas de gobierno o los errores o abusos caciquiles de poder, la misma incultura propiciada por el fanatismo religioso, son males por si mismos solo superficiales. La prueba está en que existen también en otros países europeos, como Inglaterra o Francia, o en los mismos Estados Unidos, sin que le haya impedido, al ser compensados por otras virtudes, la prosperidad y la estabilidad política.
Ortega se refiere entonces a otra causa más profunda que esta y que denomina como el defecto del “particularismo”. Ve su afloración en los movimientos regionales del separatismo catalán y vasco que se manifiestan con la crisis de la Restauración decimonónica:
“Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular. En 1900 se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos … Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño, laborado periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas.
El proceso incorporativo consistía en una faena de totalización: grupos sociales que eran todos aparte quedaban integrados como partes de un todo. La desintegración es el suceso inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos a parte. A este fenómeno de la vida histórica llamo particularismo y si alguien me pregunta cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra” (J. Ortega y Gasset, España Invertebrada, Revista de Occidente en Alianza Editorial, 1983, pgs. 45-46).
Es este mismo particularismo el que, inesperadamente para muchos, a rebrotado, con más fuerza si cabe, en la actual situación española, aproximadamente un siglo después. Las paginas que a continuación del texto citado dedica Ortega a describir el brotar del sentimiento separatista en su época, como algo general que, aunque con diversos matices de agresividad (vascos y catalanes), resentimiento soterrado (Galicia) o nihilismo andaluz, estado latente en otros como Aragón o incluso Asturias, etc., es general. Para solucionarlo se abre la disputa clásica entre volver al centralismo político o avanzar hacia el federalismo o el confederalismo. Hoy es esta, de nuevo, la disputa política más habitual, disputa que inconscientemente surge ahora tras la instauración del modelo territorial Autonómico que introduce la Constitución de 1978 de la llamada Transición. Tal solución Autonómica había sido forjada ya con el mayor rigor posible por el propio Ortega en su muy poco discutido y analizado libro La redención de las provincias y otros escritos y discursos políticos de los tiempos de la IIª Republica. Ortega, tras rechazar el federalismo y el centralismo unitarista rígido, veía en el autonomismo la solución mas estable a largo plazo. Por eso decía que el problema catalán no tenía una solución, ni en el centralismo, ni en la indepependencia separatista. Solo se podía “conllevar” con la solución autonomista, porque Cataluña, como hoy, estaba dividida aproximadamente en dos mitades, la de los que querían seguir unidos al resto de España y los que querían la separación.
Pero la solución centralista rígida que se introduce con Felipe V no había podido evitar la decadencia española iniciada con los últimos Austrias, a pesar de los esfuerzos de Carlos III, del que Ortega dice que
“Podrá una parte de su política ser simpática desde el punto de vista de la cultura humana, pero el conjunto es acaso elmás particularista y antiespañol que ofrece la historia de la Monarquía” (p. 49, n. 1).
Frente a dicho centralismo, que no funcionó en lo esencial, que era el resurgimiento de España, se levanta el particularismo catalán desde la llamada Guerra de Sucesión. Pero, si en el futuro, como están intentado actualmente su Gobierno Autonómico, Cataluña lograse separarse de España, ante el previsible empeoramiento de su situación económica y la presumible debilidad política de un Estado tan pequeño, la otra mitad de su población no partidaria de la secesión trataría de volver a unirse de algún modo con España. Con ello la secesión no sería una solución estable a largo plazo y no haría más que agravar el problema. Algunos mantienen hoy que la secesión catalana no sería más que la continuidad de la secesión de los virreinatos americanos del antiguo Imperio español. El propio Ortega señala que España ha tenido un proceso ascendente que alcanza su cima con Felipe II. A partir de él comienza su descenso decadente con la perdida de las Provincias Holandesas, el Milanesado, Nápoles, las provincias de ultramar a comienzos del XIX y finalmente Cuba, Puerto Rico, Filipinas:
“En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Sera casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular. En 1900 se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos… Es el triste espectáculo de un larguísimo, multisecular otoño, laborado periódicamente por ráfagas adversa que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas” (pgs. 45-46).
En tal sentido se interpreta que la independencia de Méjico, como la de las otras Provincias y Virreinatos americanos, es un proceso secesionista como el que después inician Cataluña o las Provincias Vascongadas. Precisamente esa semejanza nos permite confirmar, por analogía, lo que le podría ocurrir a una Cataluña saparada de España. Sería algo similar a lo que les ocurrió a países como Méjico, Argentina, Venezuela, etc., en el sentido de que creyendo poder vivir y progresar mejor con la separación, tras dos siglos de separación, se enfrentan hoy día a una creciente miseria y estancamiento, mientras que observan como la “madre España” se ha modernizado en la 2ª mitad del siglo XX, acercándose a unos standars de vida próximos a los de sus antiguos enemigos, franceses, ingleses, etc. Se inicia entonces, en muchos de los países hispanoamericanos, el abandono de su hispanofobia y la búsqueda de una nueva colaboración con España con la creación de una especie de Commwealth, en foros regionales en los que tiene de nuevo un peso importante España por la contrapartida de la fuerte inversión de las grandes empresas y bancos españoles en Hispanoamérica y Brasil que en las últimas décadas ha llegado a equipararse a las inversiones Norteamericanas. Sigue presente, no obstante, el resentimiento antiespañol en una parte importante de la población hispanoamericana que mantiene un indigenismo utópico fomentado por los sectores anglosajones de EEUU y Europa más antiespañoles. Pero hay otra parte que ve un futuro mejor volviendo a restablecer los lazos con una madre patria que parece salir del retraso científico y filosófico que padeció por razones que el propio Ortega creyó poder explicar como veremos. Por eso la solución Autonómica sería el equivalente, para Cataluña y el resto de las regiones españolas que en algún momento sientan la tentación de separarse, de lo que se está poniendo en marcha en las últimas décadas con los foros y acuerdos de ayudas mutua que podrían avanzar hacia fórmulas de confederación política en un futuro próximo. Pero para ello habría que definir un nuevo proyecto nacional de vida en común que, sugestívamente y no solo por la fuerza (pues ya decía Ortega que mandar no es empujar), tienda por una parte a frenar la secesión peninsular con la descentralización Autonómica y a elaborar una nueva política internacional para España que busque la alianza con los países hispanoamericanos que deseen reintegrarse en una política común de defensa de lo hispano como merecedor de una consideración cultural propia, con orígenes esenciales en la civilización europea, que puede competir y complementar de forma efectiva con otras versiones de la llamada hoy cultura occidental.
Con ello chocamos con un malentendido ámpliamente extendido que explota hasta la nausea la famosa frase de Ortega de que “España es el problema, Europa la solución”. La frase se pronunció, unos años antes de que estallase la Iª Guerra Mundial, en una institución cultural de Bilbao y proponía la europeización cultural y no tanto la integración de España en la construcción de unos EEUU de Europa. Es decir, proponía superar el atraso español impulsando la creación científica y filosófica, que es lo que diferencia a la civilización europea del resto de civilizaciones no occidentales. España debía desarrollar plenamente su aportación a Europa -a la que protegió en su infancia medieval del peligro islámico, extendiendo a continuación lo europeo al continente americano-, con su incorporación propia al desarrollo científico y con la creación de una filosofía que enriqueciese las ya existentes con el desarrollo de un punto de vista español sobre el mundo. Ortega propuso, para ello, su conocido racio-vitalismo. Solo después de los desastres de las dos Guerras Mundiales, Ortega se da cuenta de la necesidad de buscar una solución política para Europa entera, y no solo para España. Es en su conferencia dada en la postguerra en Alemania, Meditación de Europa, donde propone la Unidad Europea como gran empresa para revitalizarla. En ella Ortega deja abierta la posibilidad de una unión política resultado de alianzas contra terceros, como el comunismo soviético o la coleta china. De hecho esa unión se fue realizando, debido a la presión e iniciativa Norteamericana, hasta la situación actual en que el Brexit inglés amenaza su continuidad. Pero Ortega, aunque se interesó por los EEUU, en los que veía un pueblo joven emergente, pero que encarnaba una sociedad donde estaba triunfando una especie de primitivismo y de rebelión de las masas, no pudo calibrar con más precisión el destino hegemónico que estaba destinado a tener en Occidente. Su discípulo Julián Marias, que pasó largas temporadas en dicho país, comprendió que ya no bastaba la unidad europea, sino la unidad de todo Occidente para enfrentarse al peligro soviético u otros peligros futuros. Y el centro sobre el que gravita dicha unidad ya no está en la cancillerías europeas, sino en Washington. Por ello el europeísmo reciente y superficial que domina hoy la política y la opinión pública española ya no es el de Ortega y su discípulo más influyente.
Ocurrió una tergiversación similar con la apuesta Autonomista de Ortega. Pues, como he explicado en numerosos artículos que publiqué en diversos periódicos y he recopilado en un libro que lleva por título Oligarquía y Separatismo (2014), el Autonomismo recogido en la vigente Constitución de 1987, aunque difiere del propuesto por Ortega en que añade un cierto reconocimiento del nacionalismo diferenciándolo del regionalismo, pero sin precisar si ello no pasa de ser un rasgo étnico sin llegar a ser político, sin embargo los gobiernos socialistas sucesivos, e incluso los del Partido Popular, tendieron, por intereses puramente partidistas y circunstanciales, a darle un carácter cada vez más político. Incluso el Partido Socialista con Zapatero acabó transformando el Autonomismo inicial en un Federalismo y Confederalismo de hecho que ya no tenía nada que ver con Ortega, sino con otros pensadores de tercera fila comparados con el filósofo madrileño, como el “intelectual orgánico” del PSOE, Anselmo Carretero y otros. Por eso se hicieron transferencias educativas y otras que Ortega consideraba como Competencias intrasferibles, con los resultados de fomento del separatismo que están en el origen de la grave crisis política e institucional que atravesamos. No obstante, Ortega pensaba que, aunque se ensayasen otras soluciones como la Federalista, la Secesionista, o una posible vuelta a un centralismo rígido, ello no llevaría a una solución estable sino a peligrosas crisis en las que todos saldríamos perdiendo sin poder ganar una solución estable y de progreso.
Precisamente en este actual olvido y apartamiento de la influencia indudable de Ortega en la política española se trasluce el principal problema que Ortega ve como un defecto verdaderamente causante de la decadencia de todo el cuerpo político y social español: el problema del apartamiento de los mejores.
“Cuando un pueblo se arrastra por los siglos gravemente valetudinario, es siempre o porque faltan en el hombres ejemplares, o porque las masas son indóciles. La coyuntura extrema consistirá en que ocurran ambas cosas (…) Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o. cuando menos, está ciego para ver sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios (…) Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofofobia u odio a los mejores” (pgs. 91-92).
Hoy se puede decir que Ortega ha sido reconocido ámpliamente como el mejor filosofo español de la primera mitad del siglo XX, pero todavía influye menos en la política española de lo que lo hizo en su época. La mayoría política en la derecha se ha olvidado de Ortega en el entendimiento, por ejemplo, de importantes cuestiones de Competencias Transferibles o no del poder central a las Autonomías, y la izquierda se orienta desde Zapatero por los Carretero y la sustitución del Autonomismo por el Federalismo. Aunque Ortega ha sido olvidado y postergado ya incluso desde el inicio de la llamada Transición a la actual Democracia. Se vió claramente cuando su discípulo Julián Marias, e incluso el buen conocedor de Ortega, Torcuato Fernández-Miranda, críticaron la inclusión del término nacionalidades en la Constitución. Ambos fueron apartados por la España oficial. Pero ahí empezó la decadencia del hasta entonces deslumbrante Adolfo Suarez y el ascenso de un socialismo y de una derecha que desvirtuaron la solución Autonómica, los primeros para convertirla en federalismo o confederalismo y los segundos por intereses de puro poder partidario y desprecio de la faena intelectual. En realidad, como escribe Ortega,
“En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración de lo superior se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles” (p. 72).
Para colmo, recientemente, algunos autores críticos con la vulgaridad dominante, como Gustavo Bueno, Pio Moa o Elvira Roca Barea, incluyen a Ortega en la hispanofobía propia de los llamados regeneracionistas, suponiendo que Ortega se ha tragado la Leyenda negra, porque habría sostenido que este apartamiento decadente de los mejores estaría ya en la propia constitución de la nación española en la Edad media. Ello sería una especie de demérito si se compara con la formación de naciones como Francia, Inglaterra o Alemania dotadas de más abundantes e influyentes minorías egregias. Pero Ortega no pretende, como otros, hacer de menos a su país, al que siempre contemplaba como una irrenunciable circunstancia, sin lo cual no se salvaría el mismo. Ortega pretende, más bien, hacer un diagnóstico de la enfermedad decadente que, aunque sus causas eran genéticas, constitutivas, no empezó a dar síntomas hasta el siglo XVII. Incluso la causa genética, más que una enfermedad, podía verse como un defecto, como una ceguera o una cojera, que no sería mortal, pues se puede conllevar e incluso corregir con un aparto ortopédico. Precisamente utiliza la metáfora ortopédica en su libro La redención de las provincias para explicar lo que entiende por la Reforma territorial de las Autonomías, a la que considera como un aparato descentralizador diseñado para corregir la debilidad política del nacionalismo centralista de “cartón y piedra” de la Restauración canovista. En tal sentido también los pueblos anglosajones, el pueblo francés, etc., se les atribuyen defectos como la hipocresía o la avaricia, respectivamente. Pero estos habrían diseñado un aparato ideológico y vivencial que les habría permitido corregirlo, como el individualismo moderno liberal inglés o el socialismo francés. De modo semejante, España debería corregir su defecto con una política ortopédica que Ortega denomina de Imperativo de Selección para vigorizar y potenciar la escasez de sus élites.
Pues el problema lo sitúa Ortega en la escasez y debilidad de sus élites. La escasez de élites intelectuales creadoras la ha padecido también otros pueblos como los romanos, si se les compara con los griegos. Rousseau mismo ve afinidad entre los legisladores de Roma y de Esparta, aunque el los considera política y moralmente superiores a los Atenienses. Ortega mismo compara a Castilla con Rusia por su populismo y la escasez de sus élites intelectuales. Asimismo la compara con la misma Roma como la gran muñidora de un vasto Imperio basado en la incorporación provincial y no en el mero colonialismo invasor:
“… la incorporación nacional, la convivencia de pueblos y grupos sociales exige una empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de vida en común. La historia de España confirma esta opinión, que habíamos formado contemplando la historia de Roma” (p. 41).
En tal sentido el diagnóstico de Ortega no es una actitud hispanófoba que considere inferior a España frente a Inglaterra o Francia. Simplemente la considera de una naturaleza constitutiva diferente, más semejante a Roma o a Esparta. Podría inferirse que Inglaterra o la Prusia protestante se parecen más a Grecia por sus numerosos ilustrados y grandes filósofos. Pero ¿quién consideraría que Roma fue menos importante para el progreso civilizatorio que Atenas? De la misma manera debería resaltarse, como algunos historiadores están haciendo, que sin el freno secular al Islam, sin la acogida del legado científico y filosófico griego, sin el inicio de la Globalización hecha por España a través de América, Europa no habría podido desarrollarse y convertirse en poder mundial. Ortega llegó a percibir, asimismo, como se estaba produciendo algo “nada moderno y muy siglo XX”, por el que se dejaba atrás la llamada Modernidad ilustrada, tan dificultosa para un pueblo de las características españolas, y se entraba en una nueva situación en la que la propia Europa entraba en decadencia y perdería su poder mundial. Ello se confirmó tras la II Guerra Mundial y el surgimiento de EEUU como una nueva Roma, tal como lo vió su discípulo Julián Marias. Son estos, quizás, los nuevos vientos favorables que Ortega auguraba para países menores en la Europa Moderna como España:
“Que España no haya sido un pueblo <>; que, por lo menos, no lo haya sido en grado suficiente, es cosa que a estas fechas no debe entristecernos mucho. Todo anuncia que la llamada <> toca a su fin (…) Si ciertos pueblos -Francia, Inglaterra- han fructificado plenamente en la Edad Moderna fue, sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas <>. En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad Moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte, Alemania. No lo han sido, en cambio, de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado ya de ellos cuanto podían dar. Traerá esto consigo, irremediablemente, una depresión en la potencialidad de las grandes naciones, y los pueblos menores pueden aprovechar la coyuntura para instaurar su vida según la intima pauta de su carácter y apetitos.
Las circunstancias son, pues, excelentes para que España intente rehacerse. ¿Tendrá de ello la voluntad?. Yo no lo sé” (pgs. 110-111).
Ortega matiza en nota al pie que “de los principios modernos sobrevivirán muchas cosas en el futuro”, aunque dejarán de ser el “centros de la gravitación espiritual”. Podríamos decir en tal sentido que el parlamentarismo moderno está perdiendo poder en las democracias presidencialistas y populistas actuales, el industrialismo y el capitalismo están siendo limitado por los derechos sociales o la conservación de la Naturaleza, el racionalismo idealista está siendo criticado desde el materialismo marxista o el vitalismo nietzscheano, etc.
Esto nos parecen grandes aciertos de Ortega que deberían iluminar una nueva política exterior de España. Pero dichos grandes aciertos se silencian por muchos de sus críticos centrándose en errores parciales y comprensibles, como la consideración que hace Ortega de los visigodos como un pueblo germano decadente, “alcoholizado” de romanismo (p. 97). Después de los estudios histórico-críticos de Menendez Pidal y otros medievalistas es fácil hoy criticar el desconocimiento de Ortega, como es fácil criticar muchas de las afirmaciones de Aristóteles sobre los animales después de disponer de microscopios y otros aparatos científicos. También es fácil ver hoy que Ortega despachó alegremente la Reconquista y el papel de la “guerra total” que supuso el Islam, el cual, al exigir una movilización social de toda la sociedad, y no solo del estamento guerrero, para vencerlo, como señalan los estudios clásicos de Sanchez- Albornoz, podría servir para explicar la ausencia de feudalismo, que señala Ortega como lo que hace a España diferente. Este habría sido reemplazado por regímenes de señorío y de guerra de fronteras, como una especie de conquista americana del Oeste, con sus colonos y sus sheriffs o corregidores, elegidos, en medio de una inseguridad continua, entre los más valientes y de modo urgente lejos del poder central, saltándose las jerarquías y generando una sociedad castellana que proclamará aquello “del Rey abajo, ninguno”, como la más igualitaria entonces en Europa. Pero, precisamente fue este igualitarismo sin límite con el que se identifica el Poder del Rey, en tanto que, como teorizará Francisco Suarez, no procede directamente de Dios, sino a través de la voluntad popular, el que dará lugar a una sociedad política no liberal: la Monarquía Absoluta iniciada por los Reyes Católicos.
Se dice que la democracia absoluta, como ya lo vió Platón, acaba conduciendo a la tiranía. En el caso español, el dominante igualitarismo castellano condujo, no tanto a una tiranía, como a una Monarquía Absoluta, la cual acabó degenerando, al imponerse por el enorme poder que supuso la conquista americana, como un particularismo dinástico, como dice Ortega, ante el cual se acabaron sacrificando los intereses nacionales, como empezó a ocurrir claramente con la introducción de los Borbones. Y a diferencia de la Francia de Luis XIV, en la que, se nacionaliza la Iglesia Católica con Richelieu por medio de la doctrina del “galicanismo” de Bossuet, en España los intereses civilizatorios en America precisaron de la colaboración indispensable de otro poder no nacional, como era el Papado, al que se sacrificó la libertad de pensamiento que precisaban la extensión de las conquistas científicas y filosóficas modernas. Ortega señala precisamente el carácter frecuentemente desnacionalizador del Trono y del Altar en España. Solo tras la Constitución liberal de Cadiz se empieza a nacionalizar la Soberanía y con ello al propio Monarca, pero entonces aparece el problema de la ausencia o escasez de unas élites modernas de científicos y filósofos que deberían sustituir a las antiguas élites guerreras, pues las modernas sociedades industriales que sustituyen a las antiguas y medievales plantean problemas científicos, tecnológicos, etc., que no pueden se resuelto por el solo ardor guerrero del pueblo. La misma guerra, como señala Ortega, se ha burocratizado, con sus ingenieros y su industria militar, en la que el mero valor frente a la capacidad de destrucción científico tecnológica parece ya insuficiente.
Por ello ve Ortega el principal problema español en la selección y fortalecimiento de la élites, a lo cual se opone la degeneración del español medio en hombre masa, aquejado de aristofobia. Ya durante los comienzos del franquismo, después del castigo a esa política aristofóbica del Frente Popular que llevó a la Guerra Civil, Ortega observó, al volver de su exilio a España, síntomas de regeneración y cambio social, facilitado por la vuelta a una sociedad donde se tuvieron que introducir las jerarquías frente al igualitarismo, la buena educación basada en el esfuerzo, el respeto por las élites industriales de ingenieros y emprendedores. En ese ambiente social, aun co el lastre de determinadas limitaciones políticas, se produjo el llamado “milagro español” de la industrialización que posibilitó, como algunos suponen, las bases para la Transición a la Democracia. Pero la vuelta al dominio ideológico del hombre masa, que se produjo con el actualmente dominante fundamentalismo democrático, como lo denominaba Gustavo Bueno, y que está echando por tierra, no solo el agua sucia del franquismo, sino también sus aspectos innegablemente positivos, como el respeto a las élites profesorales y al esfuerzo en la educación, dicha vuelta del hombre masa está torciendo el rumbo de los logros conseguidos y nos está conduciéndonos a una democracia demagógica, morbosa, como la llamaría Ortega, que amenaza con la vuelta de los demonios de nuestro pasado más decadente. Pero el hombre masa, que hoy domina no solo en España, sino en la mayoría de los países occidentales, solo podrá dejar de serlo cuando sienta en sus propias carnes las consecuencias a que llevan su estupidez aristofóbica. Por ello la actual crisis política y social, es ciertamente un peligro y un mal para todos, pero puede ser a la vez una oportunidad para modificar el actual rumbo mortal y degenerativo que padecemos en las últimas décadas en España. Depende de que mantengamos una visión tan clara y profunda como la que en su momento tuvo Ortega.
Artículo publicado en La Tribuna del País Vasco (20-6-2020)
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