Ante la superación de la denominada
“leyenda negra”, que brillantemente proponen actualmente algunos en España,
como Iván Velez o Maria Elvira Roca-Barea, es importante evitar caer sin darse
cuenta de nuevo en la leyenda rosa. Sobre todo cuando se propone salirse de
Europa para aventurarse de nuevo en la creación de una Federación o
Confederación política con los Estados Hispanoamericanos, como hace el propio
Gustavo Bueno en su influyente España frente a Europa. Pero hay que distinguir
Europa como Civilización, en el sentido de Ostwald Spengler, renovado por S.
Huntington, del circunstancial Club de la Unión Europea actual.
Pues, en el
primer sentido, toda América es una prolongación de la cultura y las
tradiciones políticas europeas, desde Canada y USA a Chile y Argentina. Las antiguas
civilizaciones precolombinas han sido sustituidas por la civilización
occidental europea, aunque queden restos sincretistas todavía que se intentan
resucitar con las ideologías indigenistas. Precisamente la única justificación
que puede tener la violencia que hubo en tal conquista está en que supuso el
paso de unas civilizaciones precientíficas, a una civilización como la europea,
heredera de la superior ciencia y filosofía griega mezclada con una religión
más humanista como es el Cristianismo occidental, sustituta de religiones que
precisaban de cruentos sacrificios humanos.
Por ello el
Imperio Español no puede ser equiparado al Imperio Inca o al Persa. Sus
diferencias con el Imperio Inglés son de otro tipo pues ambos son desarrollos
sucesivos de la propia alta Cultura europea, forjada en común en el Medievo.
Dichos Imperios, como poderosas institucionales militares, tienen también
“alma”, en el sentido comtiano de un “poder espiritual” separado del “poder terrenal”. Dicho
poder no es ciertamente el poder de la espada, sino el poder que guía en último
término, en compleja dialéctica, a la propia espada. Dicho poder lo representó
para el Imperio español la Iglesia Católica con sus Doctores de la brillante
Neoescolástica Española. Pero, al surgir una filosofía moderna como la
cartesiana, se produjo un principio de crítica y de superación de la filosofía
aristotélico-escolástica en partes suyas esenciales, como la astronomía, la
teoría del conocimiento, la metafísica, etc., debido a la aparición de la
matemática algebraica que no existía en la época de Platón y Aristóteles.
Con ello se
crea un nuevo “poder espiritual” de filósofos y científicos que arrinconará
paulatinamente al de los escolásticos y minará el poder de la Iglesia, ya muy
debilitado por la propia división puramente religiosa entre Protestantes y
Católicos. De ahí que el conde de Saint-Simon interprete la Revolución Francesa
como la sustitución de la Alianza entre el Trono y el Altar por la nueva
Alianza de los industriales, científicos y filósofos positivos. Por ello se
puede afirmar, como hace Bueno, que el sujeto de la Historia son los pueblos o naciones organizados
en grandes Imperios o Federaciones, pero guiados por una serie
de valores intelectuales compartidos, que no se reducen a meros reflejos
mecánicos de sus intereses materiales, sino que solo pueden ser el resultado de
la existencia de poderes separados relativamente de dichos intereses y capaces
de construir unas constelaciones ideológico-culturales que engranen con la
realidad y, tras la revoluciones científicas, con amplias franjas de verdad.
Pues los valores supremos de tales civilizaciones, con raíces comunes, aunque
con diferente desarrollo, son un componente esencial que marca los límites
fronterizos últimos de los grupos humanos. Son los círculos culturales máximos
que pueden ser trazados.
De ahí que el
actual conflicto que se presenta a la Civilización Occidental, tras el
despertar del sueño de un fin democrático y homogéneo de la Historia, como
creía Fukuyama, sea el denominado por Samuel Huntington como “choque de
civilizaciones”. Pero el muticulturalismo dominante, inspirado en los ideales
de un humanismo cosmopolita acrítico e ignorante de la tozuda realidad de las
fronteras cree, cual paloma platónica, que puede elevar a la humanidad a un
vuelo universalista sin la resistencia de las peligrosas turbulencia
fronterizas. No comprende que la única forma de progresar en dicha
universalidad es a través de fronteras que solo se pueden fijar desde dentro de un gran proyecto político
cultural antrópico, que puede arrancar de un minúsculo estado
hasta alcanzar el tamaño máximo de una Civilización, de la misma manera que
desde una organismo unicelular se puede alcanzar a la generación de las
especies cada vez más diferenciadas y en competencia entre sí. La única
diferencia es que en la adaptación a la naturaleza, los choques entre los
grupos humanos puede escapar a los crueles rigores de la lucha animal, en tanto
que, mediante la técnica y la ciencia, somos nosotros quien podemos adaptar la
naturaleza a nuestras necesidades.
Artículo publicado en El Español (14-9-2019)
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