En un artículo anterior del mismo título,
expusimos como Ortega ponía lo esencial de su crítica al Régimen de la
Restauración Canovista decimonónica en haber copiado el modelo
constitucionalista inglés de una Monarquía Constitucional con turno de partidos.
Vimos como Ortega consideraba que dicha Constitución se introdujo sin haber
reflexionado previamente sobre la realidad española, muy distinta de la inglesa,
por su atraso industrial y científico, para después elaborar una Constitución
que teniendo en cuenta tales atrasos, permitiese superarlos. Según explica
magistralmente Ortega en La redención de
las provincias, la Restauración no cayó principalmente por las críticas de
los intelectuales regeneracionistas a la corrupción y mediocridad de sus
políticos, sino por serios defectos de diseño y construcción de la Constitución
canovista al chocar esta con la España real. Una España mayoritariamente rural
y atrasada donde las Ideas modernas que representaba dicha Constitución
canovista cayeron en terreno yermo por lo que no se pudo llevar a cabo lo que
llamaba Ortega la necesaria vertebración del país.
Pues era en la falta
de invertebración de España, que Ortega presenta en su conocida España invertebrada (1921), donde
radicaba, a su juicio, el problema de todos los problemas, irresuelto desde el
principio de la constitución real de la propia España como entidad histórico-política.
Dicho problema lo explicaba Ortega por una característica en el cuerpo social
hispano que nos diferencia en el origen de los otros llamados grandes “reinos
sucesores” de la Edad Media europea, franceses, ingleses y alemanes: la escasez
y debilidad de influencia de nuestras elites
o minorías intelectuales necesarias para la constitución de toda sociedad
humana. En su obra más influyente, en La
rebelión de las masas (1930), Ortega analiza con más detenimiento la
relación masas-minoría que rige toda sociedad, la cual no debe entenderse en un
sentido meramente político sino en un sentido sociológico más amplio. Puede ser
comparada por ello con la distinción de Augusto Comte entre un “poder terrenal” y un
“poder espiritual”, constitutivos básicos de toda sociedad humana. Como es
sabido, para el filósofo francés, influido por el Conde de Saint-Simon, el
poder terrenal en la sociedad medieval europea lo detentaba la aristocracia
guerrera feudal y el poder espiritual el clero católico. Tras las revoluciones
políticas modernas, el poder terrenal pasaba a las clases industriales y el
poder espiritual a las nuevas clases ilustradas de científicos, filósofos y
artistas. La Restauración canovista se apoyaba, en su intento de
modernización del país, según Ortega, en unas clases industriales muy poco
desarrolladas dadas en el contexto de una España mayoritariamente rural, junto
con una intelectualidad moderna escasa, débil en su influencia social y mera
imitadora de la ilustración inglesa o francesa.
Ortega atribuía,
en España Invertebrada, la debilidad
de dicha minoría ilustrada española, en su influencia social, al “odio a los
mejores”, a la aristofobia, o la
llamada “envidia igualitaria”, reconocido pecado capital del pueblo español,
que habría producido una selección inversa a la hora de encumbrar a las necesarias
minorías dirigentes, seleccionado a los mediocres en vez de los más excelentes.
El origen de tal desbarajuste creía hallarlo Ortega en las características
diferenciales del pueblo germánico, los visigodos, que nos invadió y dominó al
final del Imperio romano. Dicho pueblo, “alcoholizado” del decadente romanismo del
bajo Imperio, fue un lastre a la hora de la formación de una sociedad medieval
feudal en las marcas de la antigua Hispania, equiparable a las que formaron los
francos y sajones. De ahí la diferencia y anormalidad española en relación con
el resto de Europa. Pero. la hipótesis
orteguiana se apoya en la cientificidad discutible de la Psicología de los
Pueblos y ha sido, por ello, mayormente rechazada en el marco de la Historia
con pretensiones científicas. No obstante historiadores de la talla de Claudio
Sánchez-Albornoz, en su España: un enigma
histórico (1957), sostienen la debilidad del feudalismo español en una
hipótesis más positiva y verificable como es la mayor igualdad social de las
sociedades castellanas necesaria para subsistir en una prolongada guerra de
fronteras con el Islam (La Reconquista), que hubo de movilizar no solo a los
guerreros feudales sino a todo el pueblo, en una Guerra total bien distinta de
los “torneos” feudales propios del resto de la Europa occidental. De ahí habría
surgido una aristocracia feudal débil por estar atrapada en la doble
dependencia vital de unos reyes caudillos o conductores y del pueblo llano colaborador indispensable en tales guerras. Por
eso España se constituyó como la primera Monarquía Absoluta europea, cuando los
Reyes Católicos someten a la nobleza y utilizan políticamente la Inquisición
para eliminar todo “poder espiritual” separado del poder político (no solo las
minorías judaizantes o reformistas modernizantes, sino a la propia élite
eclesiástica tras el llamado “saqueo de Roma” por las tropas imperiales de
Carlos V), poniendo las bases de la formula “Por Dios hacia el Imperio”, que
caracteriza el poderoso, e impresionante en un principio, Imperialismo católico
español, que alcanza su cenit con Felipe II. Pero los cambios que se estaban
produciendo en el mundo de las ciencias, la economía y la filosofía, tras el
Renacimiento (imposibles de influir en una España cerrada al exterior y con
minorías egregias, como Fray Luis de León, Cervantes, Quevedo, etc., marginadas
o castigadas por el stablishment),
hicieron enseguida obsoleto el intento español de continuar quijotísticamente
los Ideales absolutistas mezclados con el catolicismo y el proyecto
imperialista español acabó siendo frenado y reemplazado en el desarrollo y
modernización europeo por el Imperialismo francés e inglés.
Tras una larga y
penosa decadencia, España solo empezó a modernizarse con la pérdida del Imperio
y la crisis de su Monarquía Absoluta. La Restauración canovista representa, por
ello, el primer gran ensayo de modernización, donde se quiere establecer un
régimen político liberal, pero acabando en un sonado fracaso que conduce a dos
Dictaduras y una cruenta Guerra Civil. El diagnóstico de tal fracaso lo plasma
magistralmente Ortega en su famosa
conferencia “Vieja y Nueva política”, pronunciada hace ahora un siglo en el
madrileño Teatro de la Comedia. Ortega pone entonces la posibilidad de una
regeneración del país en la constitución de una minoría egregia europeizada,
esto es, educada en la ciencia y en la filosofía modernas, que influya con sus
Ideas en la marcha política del país. Por primera vez asistimos entonces en
España al ascenso de una brillante minoría intelectual, de la que el propio
Ortega constituyó la cabeza más visible e influyente a través de la Liga para
la Educación política y de la Agrupación al Servicio de la República, con
Marañón y Pérez de Ayala. La polarización de las fuerzas políticas republicanas
en una izquierda “roja” y una derecha “nacional” hizo inviable el
establecimiento de una republica liberal estable, con lo que se volvió
imposible la necesaria influencia intelectual en la política de las minorías liberales
cultas. La izquierda rechazó dicha influencia por su carácter totalitario,
incompatible con el liberalismo orteguiano. La derecha radical falangista, que
tanta influencia tendría en el nuevo Régimen franquista, también era incompatible con
la apuesta orteguiana, por su rechazo de la democracia liberal, no obstante lo
cual, debido al carácter “autoritario” más que “totalitario”, que se le
atribuye a la ideología de José Antonio Primo de Rivera, líder fundador del
falangismo, la apuesta orteguiana por una élite dirigente encontró cierto eco
en una influyente porción del falangismo gobernante en la dictadura franquismo.
Sin esa influencia no se entiende la figura de Torcuato Fernández-Miranda, un
falangista aperturista influido por Ortega, que diseñó, por encargo del Rey,
los planes de la Transición a la Democracia, felizmente llevados a su
culminación con Adolfo Suarez.
Hoy nos
encontramos ante la crisis y la desligitimación creciente del segundo intento
de Restauración de una Monarquía democrática en España. Y de nuevo, un siglo después,
vuelve a la actualidad la crítica de Ortega a la Restauración, por sus
extraordinarias semejanzas con lo que nos está pasando, de nuevo, a los españoles.
Se vuelve a hablar de la mediocridad de nuestros dirigentes, de la ausencia y
falta de influencia de las minorías cultas, etc. Algunos partidos políticos,
Como Ciudadanos, UPYD, etc., empiezan a buscar la representación política de
las minorías intelectuales, con lo que parece volver a abrirse camino la hora
de la necesaria intervención en los asuntos nacionales de las minorías liberales
cultas frente a unos partidos de masas que, cegados por unas ideologías simplistas
y dogmáticas, en gran parte ya periclitadas, están fracasando en la batalla por
la modernización política, económica y cultural de España. Pero, la tesis
orteguiana de la ausencia de minorías egrégias en España, -dado el conocimiento más profundo que hoy tenemos de nuestra Historia a diferencia de lo que ocurría en tiempos de Ortega-, no debería entenderse
en el sentido de un defecto racial congénito de los españoles (la narcotización
visigoda) sino en un sentido ligado a las circunstancias especiales de la
constitución de España, como la invasión islámica. Superadas tales
circunstancias y las de la Monarquía Absolutista, que no favorecían la
existencia y el influjo de unas elites modernas, nada impide que, al variar
tales circunstancias, para decirlo orteguianamente, tenga que varíar, a su vez,
el “yo” o la conciencia de los españoles. El éxito e influencia
indiscutiblemente reconocida que tuvo el propio Ortega en el primer tercio del
siglo XX, lo prueban. Por ello hoy sigue siendo posible que se repita aquella
necesaria, benéfica e iluminadora, influencia de nuevos Unamunos, Ortegas y
Marañones en el difícil panorama que se nos presenta tras el fracaso y
descrédito de la actual oligarquía bipartidista dominante y ante la confusión
ideológica reinante. De momento podemos observar un fenómeno que ya vió Ortega
y que ahora se repite: una España oficial que estorba y no deja torear a la España
vital, aun minoritaria y débil, pero que poco a poco empieza a hacerse notar.
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