Hoy vivimos en un mundo en que una fina línea separa la libertad y el egoísmo, la autonomía personal y el narcisismo más acusado. ¿Quién soy yo, un hombre, una mujer, un hibrido? Las minorías sexuales, que hoy tratan de imponer lo denominado “políticamente correcto”, responden: lo que usted quiera, pues hoy las técnicas médicas lo permiten. No importa a que coste. Lo más importante es que seas tú mismo. Que tu seas tu y permitas que yo sea yo. Pues ser yo es lo fundamental. La idea del Yo individualista parece haber vuelto por sus fueros tras un largo periodo en que predominó el Nosotros, que representaba la lucha de clases sociales. Hoy la lucha es la del Yo, es el tiempo de la proliferación de los selfis, de la absolutización de lo personal, del derecho democrático a ponerlo todo en cuestión.
Pero esto no ha sido así en el pasado. La propia idea del Yo no ha existido siempre. Es relativamente reciente. Habría que remontarse al Renacimiento europeo para ver su nacimiento. Hegel la ve aparecer con el surgimiento de la Ciencia moderna y el Protestantismo. Pues el Catolicismo representaba para él “la conciencia infeliz” en tanto que suponía un Yo divino infinito y todopoderoso frente al yo pecador humano finito. La Astronomía y la Física moderna nos permitieron, con sus métodos racionales matemáticos, empezar a comprender aquella infinitud que solo podía entender la conciencia divina que la creo. Por ello dice Hegel, que lo infinito no está ya separado de lo finito, entrando con ello en la novedosa visión protestante de un Dios interior. Sobran los vicarios mediadores como el Papa de Roma. Descartes fue entonces considerado como el que empieza una nueva filosofía partiendo del yo pensante y no de una sustancia ajena al Yo, como el agua, el fuego, etc., de la filosofía griega o el Dios creador del mundo de la medieval. Pero su ambigüedad le llevó otra vez a que se volviese a suponer un Dios metafísico en los filósofos siguientes, como Spinoza o Leibniz.
Solo después de que la denominada Ilustración destruyó el Dios de la Teología para pasar a adorar a la “diosa Razón”, pudo aparecer una filosofía que elevaba al Yo al puesto de nuevo Absoluto. Ello ocurrió en la Universidad de Jena. El filósofo que lo hizo fue Fichte, un discípulo de Kant llamado a ocupar la cátedra de Filosofía en dicha Universidad por Goethe. Desde los tiempos de Sócrates ningún filósofo había atraído e influido tanto en los jóvenes en una ciudad como lo hizo Fichte en sus famosas lecciones en Jena. Fichte, como Sócrates, fue también condenado bajo acusaciones de un ateísmo corruptor de la juventud y obligado a dimitir de su puesto de profesor. Pero ello no impidió que de entre esos alumnos y seguidores suyos surgiera el grupo fundador del denominado Romanticismo alemán, con los hermanos Schlegel, Novalis, Hölderlin, Schelling, etc. Todo este ambiente ha sido amplia y brillantemente reconstruido en el reciente best-seller de Andrea Wulf, Magníficos Rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo (Taurus, Madrid, 2022). En dicha obra aparece muy bien presentada la figura de Goethe, entonces ministro en la corte de la cercana Weimar y de la que dependía en parte la Universidad de Jena. Es interesante comprobar, como hace la autora, que Goethe, que había triunfado en toda Europa con su novela pre-romántica Werther, se había aburguesado en Weimar volviendo a un clasicismo olímpico. Pero su contacto con el poeta romántico Schiller, al que introduce como profesor de Historia en Jena, le lleva a interesarse por los jóvenes románticos seguidores de la filosofía del Yo de Fichte.
Se puede ver entonces como hay una revitalización del
propio Goethe, como si tratando de rejuvenecer de nuevo para volver a despertar
su fuerza creativa, vende, como Fausto, su alma al diablo que para él
representaba en principio esta juventud romántica. Una juventud que vivía en
Jena compartiendo sus casas comunalmente y rompiendo los tabús sexuales a
través de infidelidades matrimoniales, divorcios, etc., con aquellas primeras
mujeres literatas e intelectuales, como Carolina Schelling, Dorotea Veit,
Carolina Humboldt, convertidas en una especie de musas y agitadoras del Círculo
romántico de Jena. El libro, de lectura muy amena y rica en detalladas
observaciones de la vida íntima de tales famosos personajes, permite sostener
frente al Ortega y Gasset de Pidiendo un Goethe desde dentro, que este
no malgastó su tiempo encerrándose en una corte provinciana en vez de ejercer
su influencia desde Berlín o Paris, sino que se preocupó de crear un ambiente
intelectual y de libertad de enseñanza en la pequeña Universidad de Jena que es
el precedente que sirvió de modelo para la creación de la primera Universidad
moderna, la Universidad Humboldt de Berlín. Goethe renació en sus visitas
habituales a aquella Jena llena de grandes filósofos y poetas.
Manuel F. Lorenzo
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