A finales del siglo XVII, Spinoza escribió en su famosa Ética que “nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo” (Parte III, Prop. II, Escolio). La medicina científica ha avanzado mucho desde entonces en el conocimiento del funcionamiento de los diversos órganos corporales humanos. Aunque siguen cubriéndose lagunas sobre muchos órganos vitales, como el corazón o los pulmones, han adquirido un gran interés, que rebasa el propio campo de la medicina, dos órganos como la mano y el cerebro debido a su relación con las habilidades cognitivas propiamente humanas. Se ha visto que el estudio de la mano no acaba en la muñeca, como sostenía la anatomía clásica, sino que sus funciones están insertadas en la biomecánica de los brazos, a través de los cuales van los nervios manuales hasta alcanzar al propio cerebro. Por ello solo podemos saber plenamente lo que puede una mano si conocemos su relación, no solo estructural, sino también genética con este órgano.
Desde un punto de vista científico-evolutivo, la importancia de la mano había sido señalada por Charles Darwin, en El origen del hombre, al mantener que la adquisición humana de la bipedestación y de la mano exenta representan un salto evolutivo que nos separó profundamente de nuestros parientes simios más próximos. La industria técnica posibilitada por esta novedad evolutiva nos ha acabado dando una inteligencia nunca conocida por otras especies para adaptarnos y transformar el mundo.
Después de Darwin, es sobre todo en las tres últimas décadas cuando se ha investigado mucho y bien sobre la función de las manos en la vida humana. El reciente libro de Julián Velarde, La mano humana (Punto Rojo Libros, Sevilla, 2022), da cuenta sobradamente de muchas de tales investigaciones científicas en biología, neuroanatomía, biomecánica, lingüística, psicología, sociología, etc., que han sido útiles en el estudio de la importancia de la mano en fenómenos como el arte paleolítico, la técnica artesanal, el protolenguaje de gestos, la escultura clásica, etc. Pero el autor no se limita a una labor de divulgación científica al uso, sino que sitúa su perspectiva en un plano filosófico, mucho menos transitado, para, apoyándose en tales valiosos conocimientos científico-positivos, acabar dando una valoración de la propia mano humana como un órgano trascendental, en el sentido de que la mano, y no Dios o la “mente”, sería lo que ha hecho realmente al hombre.
En tal sentido una parte central de su libro es la interpretación de dos formas filosóficas de entender dicho órgano ya dadas en la filosofía griega: la sostenida primero por Anaxágoras y la derivada y dominante históricamente de Aristóteles: “Anaxágoras y Aristóteles concuerdan ambos en que las manos constituyen el rasgo fundamental y específico de los seres humanos. La discrepancia entre ellos reside en la explicación de ese rasgo. La tesis de Anaxágoras es: el hombre es la criatura más inteligente porque tiene manos. La tesis inversa de Aristóteles: el hombre tiene manos porque es la criatura más inteligente. Y estas dos explicaciones contrapuestas de Aristóteles/Anaxágoras se han convertido en dos modelos o paradigmas que han pervivido hasta nuestros días, y que podríamos llamar respectivamente modelo finalista (o del diseño) y modelo naturalista (o en terminología a partir de Darwin evolucionista)” (Julián Velarde, La mano humana, p. 81).
La interpretación de Aristóteles ha sido dominante en el pensamiento occidental desde el médico Galeno y Tomás de Aquino hasta las actuales teorías del “diseño inteligente” que suponen una providencia natural o divina. La de Anaxágoras se ha ido abriendo camino a través de Epicuro y Lucrecio, Giordano Bruno, Huarte de San Juan, Francis Bacon, hasta el evolucionismo biológico darwiniano. El autor aboga por esta segunda corriente para la que no hay corte entre el hombre y el animal, como suponía la primera, sino que hay evolución gradual por la cual el hombre con su mano más perfecta ha logrado ser más inteligente que el resto de los animales. Por ello la inteligencia, sostiene el autor, no es una chispa sobreañadida a la especie humana, sino un resultado configurado por las operaciones y nuevas relaciones establecidas con nuestras manos. Como decía Bergson el homo sapiens presupone al homo faber, al hombre fabricador de instrumentos con sus manos.
Para defender dicha posición filosófica el autor profundiza en sucesivos capítulos, usando los últimos avances de la investigación tecnológica y científica, en el estudio de las relaciones entre la mano y el cerebro, criticando en la línea de Frank R. Wilson y otros el “cefalocentrismo” dominante; analizando con precisión las diferencias muy estudiadas en las últimas décadas entre la mano humana y la animal, la relación entre el origen del lenguaje y las manos, el papel del tacto en el conocimiento sensible e intelectual. Una perfecta combinación de sabiduría y erudición.
Manuel F. Lorenzo
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