La sublevación de la minoría separatista catalana ha
marcado el acontecimiento político más importante del año 2017, y quizás de las
últimas décadas, pues habría que remontarse al golpe de Estado del 23-F para
encontrar una situación tan crítica para la Monarquía parlamentaria que rige en
España desde la llamada Transición a la
Democracia.
De la misma manera que se ha
magnificado el 23-F en el que, en realidad, al parecer hubo dos golpes, uno
duro, el de Milans y Tejero, y otro blando, el de Armada, que se neutralizaron
y fue el Rey, como árbitro, el que inclino la balanza finalmente para
restablecer la situación y restaurar la legalidad que se pretendía
conculcar, de igual forma el golpe de Puigdemont se paró
por una doble reacción, la de la justicia que actuó a instancia de
denuncias de Vox y particulares y, finalmente, con la aplicación del artículo
155 que la Constitución preveía para circunstancias de este tipo.
Dicha intervención se hizo por
parte de un dubitabundo y tardío Mariano Rajoy, que
no tuvo más remedio que cumplir con sus funciones presidenciales y retirarles
las Competencias de Gobierno a la Generalidad, en tanto que eran prestadas por
los únicos detentadores de la soberanía nacional, los españoles. Mariano,
dubitativo antes, jugo a continuación a la ruleta la suerte de los
separatistas, convocando unas elecciones precipitadas en las que el
separatismo, a pesar del espectacular y esperanzador
ascenso de Ciudadanos, se ha tomado una revancha propagandística y
un resuello que le da una nueva esperanza de reiniciar el Proceso separatista,
aunque a más largo plazo. No se trata de pensar que un
problema que se ha gestado durante tres décadas por la alianza entre las
oligarquías partitocráticas madrileñas y los separatistas catalanes se vaya a
resolver ahora con una mera intervención jurídica, aplicando el artículo 155 de
la Constitución. Es necesario un giro de 180 grados en la política seguida en
las últimas décadas por la mayoría del arco parlamentario, que consiste en seguir “dialogando” y cediendo ante las pretensiones
separatistas.
Esta nueva política debería hacer
lo contrario, debería tratar de aislar a los separatistas, que como se ha
comprobado, no representan a la mayoría de los catalanes, sino que son un
minoría radical y además utópica y muy peligrosa para la actividad industrial
en Cataluña. Precisamente esta es la política que recomendaba Ortega y Gasset, al que consideramos el padre
filosófico de la solución autonómica, de aislar al separatismo por medio de la
descentralización Autonómica, como un medio de quitar argumentos a los separatistas
en su queja ante el Estado central, ante asuntos que pueden afectar a la
mayoría de los catalanes, para dejarlos con las pretensiones separatistas
puras, que solo interesan a una minoría integrada por soñadores, chiflados y
algún que otro pillo, como los integrantes de la familia Pujol y adláteres.
Para ello, se necesitan nuevos
políticos que, si no leen los correspondientes textos de Ortega, en los que
defendió su idea de las Autonomías ante las Cortes de la 2ª República, porque
como hombres de “acción” no lo suelen ser de lectura y reflexión, tengan
asesores adecuados que se los expliquen. Dichos textos por los que podían
empezar son los discursos Federalismo y autonomismo, El Estatuto de Cataluña y el libro La redención de las provincias. Léanlos y reléanlos
despacio porque, con el tiempo transcurrido, y encontrándonos ante los mismos
problemas que los provocaron, adquieren una profundidad y justeza como no se
les pudo dar en su tiempo, estando además llenos de gran utilidad hoy.
Pues los graves problemas que plantean las Autonomías hoy, como son las
tendencias separatistas, el convertirse en reinos de taifas, con unos
parlamentos regionales inflados y una tendencia al despilfarro
derivan de esta vieja política equivocada que se ha llevado a cabo en las
últimas décadas y no de la idea Autonómica como solución precisamente para
frenar el separatismo, tal como la formuló Ortega.
Algunos pretenden volver al
centralismo jacobino, como en la época de Felipe V o de Franco. Pero ese
centralismo solo funcionó con una monarquía absoluta o con una dictadura, que
pudo ser necesaria como solución provisional en circunstancias extremadamente
graves, pero no como una solución más estable y duradera. La otra solución, el
Federalismo o Confederalismo, que defiende la izquierda, también la critica
Ortega, como una solución que vale cuando hay varias soberanías que buscan
unirse, pero no cuando ya hay una única soberanía como ocurre en España.
Artículo publicado en El Español (30-12-2017)
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