Hace poco, en uno de los canales televisivos de que disponemos, pude
volver a ver la serie televisiva sobre la vida de nuestro ilustre neurólogo
Santiago Ramón y Cajal, que en su momento se estrenó en la televisión pública.
Entre las muchas cosas que me volvieron a sorprender hubo una en especial: el
hecho de que don Santiago, durante sus primeros años de investigador tenía que
auto-editarse sus trabajos científicos, los cuales enviaba a los colegas de
profesión, obteniendo como respuesta sistemática el silencio. Ni una cita, ni
una mención de sus artículos, hoy considerados extraordinarios. Solo cuando
dichos trabajos entraron en conocimiento de colegas extranjeros, con ocasión de
su viaje a un congreso científico en Berlín, consiguió romper ese silencio y
ausencia de valoración positiva o mínimamente crítica que padecía en la
Universidad patria.
¿Qué podemos hacer los españoles ante la fobia frente a lo excelso y distanciado que nos caracteriza mayoritariamente? Ortega lo resumía en una frase: imperativo de selección. La selección de las élites de la ciencia y del pensamiento se ha hecho tradicionalmente desde Madrid. Pero Madrid, por ese defecto característico español, no pudo ser lo que fue un Londres, un Paris o un Berlín para la ciencia y la filosofía. El nuevo espacio, la nueva sede de la República de las ciencias y el pensamiento español, es hoy Internet y los media que nos ponen en comunicación a decenas de países y cientos de millones de hablantes hispanos, la mayoría de los cuales han heredado muchas cosas nuestras, como la lengua y las universidades, pero no padecen de aristofobia en el mismo grado letal que nosotros. Por ello pueden ayudarnos hoy con su selección cotidiana como lectores o espectadores a neutralizar el grave daño y sangría que padecemos en la selección de los mejores.
Aquella era la Universidad de la llamada Restauración decimonónica.
Un régimen político institucional que mantiene tristes semejanzas con el de la
España de las últimas décadas. Por ello, un siglo después vuelve a repetirse
para muchos investigadores universitarios la triste experiencia de los inicios
de Cajal. Una Universidad española desprestigiada en los rankings
internacionales por su escasamente relevante investigación. Las excepciones de
rigor son precisamente aquellas de investigadores que han conseguido, como
Cajal, obtener reconocimiento en las universidades extranjeras donde la
investigación es puntera. Muchas veces el mérito es debido a equipos de
investigación constituidos en redes internacionales, como ocurre en la
investigación biológica del código genético. Pero lo que caracterizaba a Cajal
era el ser durante años un investigador solitario. De ahí le viene ese halo de
héroe científico. Una especie de Quijote en lucha desigual con los malandrines
de turno. De ahí que haya sido elevado a héroe nacional en España porque trataba
con su actitud intransigentemente incorruptible, de remover obstáculos y vicios
nacionales que parecían hacernos incapaces para la ciencia. Y he aquí que estos
vicios nacionales hoy vuelven a estar
como en los tiempos de don Santiago. Creo que ello se debe a que no hemos
tomado nota, como se debía, de las reflexiones de nuestro primer filósofo
moderno de talla, Ortega y Gasset, cuando señalaba con valentía nuestro gran
defecto nacional: la aristofobía, el
odio a los mejores.
Pero no nos pongamos trágicos ni veamos fantasmas negro-legendarios
en torno a este sangrante y triste asunto, del que no nos ocuparíamos aquí si
no fuese porque, después de una la larga experiencia de las últimas décadas,
constatamos que seguimos más o menos como en los tiempos de don Santiago. El
defecto es el equivalente en el mundo intelectual al particularismo o localismo
que Ortega denunciaba en la vida política nacional. Creer que se puede impulsar
la creación científica o de pensamiento en España a niveles internacionales,
sin tener en cuenta este defecto, es pensar como una paloma que creería volar
mejor si se eliminase la resistencia del aire en un cielo idealista y
platónico. Seamos realistas y tengamos en cuenta este defecto que nos caracteriza,
como a los ingleses la hipocresía, a los franceses la avaricia (Moliere) o a
los alemanes la barbarie. Dichos pueblos, aliados históricos unas veces y otros
rivales nuestros, nos han dejado atrás en la ciencia y el pensamiento porque
han sabido encontrar una medicina mentis
para, sino eliminar, si neutralizar su defecto constitutivo. Frente a la
hipocresía social, los ingleses han desarrollado el artefacto ortopédico del
individualismo liberal como reza la obra de Herbert Spencer, El individuo contra el Estado. Los
franceses, frente a la avaricia, han inventado el socialismo de la igualdad y
la fraternidad. Los alemanes, frente a la barbarie de la Mittel-Europa sin romanizar, han inventado la ética
kantiano-prusiana del imperativo categórico. ¿Qué podemos hacer los españoles ante la fobia frente a lo excelso y distanciado que nos caracteriza mayoritariamente? Ortega lo resumía en una frase: imperativo de selección. La selección de las élites de la ciencia y del pensamiento se ha hecho tradicionalmente desde Madrid. Pero Madrid, por ese defecto característico español, no pudo ser lo que fue un Londres, un Paris o un Berlín para la ciencia y la filosofía. El nuevo espacio, la nueva sede de la República de las ciencias y el pensamiento español, es hoy Internet y los media que nos ponen en comunicación a decenas de países y cientos de millones de hablantes hispanos, la mayoría de los cuales han heredado muchas cosas nuestras, como la lengua y las universidades, pero no padecen de aristofobia en el mismo grado letal que nosotros. Por ello pueden ayudarnos hoy con su selección cotidiana como lectores o espectadores a neutralizar el grave daño y sangría que padecemos en la selección de los mejores.
Artículo publicado en El Español (13-7-2016)
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