Ortega, en La redención de las
provincias, se da perfecta cuenta de que es necesario hacer un vestido
nuevo y a medida del cuerpo político español. Ahí es donde, en el capítulo
final, hace la propuesta de autonomía para todas las regiones españolas que él
fija en una división muy similar a la actual. Dicha propuesta autonómica surge
como resultado de la crítica del centralismo de la Restauración canovista. Por
ello hay que entender las autonomías dialécticamente como negación y superación
del fracasado sistema centralista de la Restauración. Todo el libro, para el
que lo quiera ver y leer, está hecho según el modelo de lo que los matemáticos
llaman una demostración por reducción al absurdo: Ortega parte de que la
Constitución canovista era bien intencionada, pero al ponerla en marcha, como
España no es Inglaterra o Francia, donde constituciones similares habían
funcionado, no funcionó, apareciendo los famosos monstruos de la oligarquía y
el caciquismo.
Por ello Ortega señala que España, a
diferencia de aquellos poderosos países, es un país donde predomina el
localismo. Ese localismo hizo que Madrid no haya jugado el papel dirigente y de
prestigio cultural de un Londres o París. La influencia de Madrid terminaba
pasando la sierra de Guadarrama. El localismo o particularismo, para Ortega, es
la circunstancia española y por eso, en vez de negarlo o reprimirlo habrá que
utilizarlo diseñando un nuevo dispositivo territorial que permita explotar sus
virtualidades políticas. El localismo es, según Ortega, la resistencia que en
España se presenta a toda reforma regeneradora, por ello en vez de soñar con
eliminarlo, como la paloma platónica que creería poder volar mejor sin la
resistencia que el aire le opone, lo mejor sería construir un dispositivo
aerodinámico que nos permita aprovechar dicha resistencia para, apoyándonos en
ella, conseguir levantar el vuelo y despegar políticamente.
Las Autonomías, por ello, no son una mera
improvisación, pues están calculadas por Ortega siguiendo la tendencia liberal
de introducir una nueva división del poder, la que conlleva la separación de
los poderes nacionales de los locales, propia de los que hoy llamaríamos la
democracia de la Tercera Ola de Toffler. Ahora bien, separación de competencias
no implica compartir soberanía. Por eso Ortega, en sus intervenciones en las
Cortes de la República, defendió el Autonomismo contra el Federalismo que se
quería imponer por parte de los republicanos y socialistas. Además les dijo
aquello de que el federalismo, como el de Alemania, más que descentralizar,
podía ser de tendencia centralista. Pero si España, por su carácter unitario
histórico y su localismo irreductible, precisaba de descentralización, lo
acertado era el régimen Autonómico. A Ortega no le hicieron caso aquellos
republicanos dominados políticamente por Azaña.
La sorpresa, para mí, se produjo con
Suárez y la Transición a la Democracia: unos falangistas aperturistas
imponiendo las Ideas políticas de Ortega. Por supuesto que la Constitución de
1978 no es exactamente, en lo que respecta al importante y novedoso capitulo
Autonómico, fiel a la letra del filósofo. Por ejemplo, en el caso de la
diferenciación entre nacionalidades y regiones. Pero considerando que, del
dicho al hecho siempre hay un trecho, la actual Constitución incorpora el
espíritu de Ortega. Por ello, creo que como filósofo político ha tenido la
gloria de influir en la historia, con su propuesta de separar los poderes
nacional y local, como en su tiempo lo tuvo Locke en Inglaterra, con su
propuesta de separación del poder ejecutivo y el legislativo. Después de Locke
vino el primer ministro Walpole, con el que la izquierda de entonces llega al
poder, gobierna unos quince años y se corrompe. Pero Inglaterra supo reponerse sin
tener que renegar de Locke ni volver al Absolutismo monárquico. Tratemos por
ello de arrojar esta agua sucia de la corrupción pero con cuidado de no tirar
también al niño autonómico.
Pues Ortega señala claramente qué
competencias se deben ceder y cuáles no, lo mismo que señala que la propia
Autonomía se debe suspender en el caso de que una región enseñe sus bíceps al
Estado central, como está haciendo hoy Cataluña. Con respecto a la duplicación
de administraciones, de gastos dobles de funcionariado, etc., Ortega también
contempla todo esto como un precio político que exige la imposibilidad de
acabar con el localismo. Lo mismo con respecto a la Universidad, la cual
debería seguir como una competencia central y no caer en el localismo
lingüístico. Otra cosa es que los que están hoy al mando de la nave política
española, sean malos gobernantes o persigan sus propios fines oligárquicos,
para los que les es indispensable estar en el poder a toda costa proponiendo
nuevos federalismo o con-federalismos sin haber reflexionado antes lo más
mínimo sobre nuestras singulares características nacionales.
Artículo publicado en El Español (3-6-2016)
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