El año que estamos comenzando se presenta plagado de elecciones en
todos los ámbitos políticos, desde las generales hasta las locales, pasando por
las autonómicas. Además, según anticipan los multiples y casí cotidianos
sondeos de intención de voto, nos estaríamos enfrentando al comienzo del fin del
largo régimen bipartidista que, desde la dimisión forzada de Adolfo Suarez,
caracteriza a la política española. Un régimen, el actual, en gran medida absolutista por
la falta de separación de poderes que imposibilitaron un control efectivo de
los previsibles excesos de la oligarquía gobernante y que nos está conduciendo,
a pesar de la intención oficial de converger con los países más prósperos de
Europa, a un alejamiento imparable e impensable hace unos pocos años atrás de lograr dicha convergencia.
La enorme deuda
que pesa sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles nos está
empobreciendo al estar obligados a pagarla, ya que fue contraída tanto de forma
privada como pública debido a una irresponsable política impuesta de forma
unilateral por los dos grandes partidos al entrar alegremente en el proyecto de
la moneda común y basar el desarrollo industrial en la llamada burbuja
inmobiliaria. La burbuja estalló, como era previsible (recuerdo haber leído por
entonces las advertencias sobre la burbuja en reconocidos diarios económicos
ingleses a los que no se tomaba en serio) y el Euro finalmente resulto ser una
extraña moneda con un valor mucho más bajo a la hora de pedir un crédito
empresarial en Alemania que en España por ejemplo, lo cual perjudica seriamente
nuestra capacida de competir, a no ser que en España se bajen los salarios, que
es lo que se está haciendo, y por eso nos empobrecemos como país. Ese es el
gran fracaso del llamado Régimen salido de la Transición a la Democracia. Y por
ello los próximos comicios abren la gran incognita, debido a lo que se empieza
a conocer por las sorprendentes encuestas que airean cada día los mass media,
de hacia donde nos dirigimos ahora los españoles. Vuelven otra vez las voces de
poderosas fuerzas electorales ascendentes, como Podemos, que quieren sacarnos
de Europa para que miremos otros presuntos modelos como el llamado Socialismo
Bolivariano, del caudillo venezolano
Chaves, etc.
Nos creíamos un
país europeo, por fin democráticamente homologado con el resto y, de repente,
nos descubrimos muy diferentes y extraños. Surge lo que parece ser una posible
nueva élite dirigente salida de la Universidad, con su núcleo en la Facultad de
Ciencias Políticas de Madrid, y que al menos parece ya estar hegemonizando el
llamado voto de la izquierda española con la formulación de un nuevo modelo de
radicalismo político que sustituye a la considerada “casta” envilecida y
corrupta del PSOE e IU. Todo ello recuerda al fracaso en la modenización del
país que representó el régimen decimonónico de la Restauración, el cual
desembocó, aquejado de absolutismo oligárquico y corrupción caciquil, en la
breve “dictablanda” de Primo de Rivera, como antesala de la II República.
Traida sobre todo por los llamados intelectuales, como Ortega y Gasset o
Marañón, la Republica no consiguió consolidarse como un régimen estable y
democrático, pues la gran masa de sus mentores intelectuales, en vez de apoyar
una Republica Democratico-Liberal, burguesa como se decía entonces, tal como
pretendía Ortega y su minoría intelectual, abrazaron con determinación el
Proyecto de una Republica Socialista según el entonces triunfante modelo ruso-soviético
anti-occidental, tratando de imponerla por medios violentos (Revolución del 34
y Frente Popular). Por ello el giro de Podemos hacia un radicalismo
anti-occidental no nos sorprende, pues es la continuación de una tendencia que
afecta a la izquierda española del siglo XX. Dicha continuidad tiene su
explicación en dos hechos principales: el nuevo fracaso en la plena
modernización industrial y democrática del país y en segundo lugar, el fracaso
en la gestación de unas elites intelectuales capaces de producir una ideología
que incorporándose, como quería Ortega, a la tradición democrático filosófica
dominante en Occidente, la desarrolle y la implante de modo sufiente. Al menos
en una porción electoral suficiente de la población española para que pueda
actuar y transformar y fortalecer en tal sentido la mentalidad
democrático-liberal de la llamada Tercera España y, por extensión e
indirectamente, en el español votante medio.
Hay por tanto que analizar aquí, si
queremos comprender lo que hoy nos pasa de nuevo como incertidumbre ante
nuestro futuro, dos aspectos. Uno el carácter de un pueblo español, mal
elector, que se deja embaucar por unos dirigentes políticos picaros,
interesados y de cortas miras, y otro la ausencia de unas elites intelectuales
creadoras, modernas e influyentes, necesarias e ineludibles en la tarea de
europeización que Ortega se proponía. Ambos problemas están, no obstante,
relacionados y tienen su origen en la peculiaridad de nuestra historia. Pues la
“ceguera” popular a la hora de elegir los representantes adecuados deriva de la
ausencia o debilidad de las élites intelectuales necesarias para formar u
orientar adecuadamente a la opinión pública. Pero habría que añadir que, en el
caso español, la constitución de la llamada conciencia nacional popular nos
diferencia notablemente de lo ocurrido en los otros grandes países europeos. El
dicho de “Spain is different” tiene cierto sentido originariamente, no tanto
por razones psicológicas tan discutibles y difíciles de probar como la llamada
por Ortega “narcotización” decadente de
los visigodos, sino por lo que nos ocurrió en nuestra historia un poco después,
con la invasión islámica. En tal sentido, el pueblo español fue durante su
constitución, durante los siglos de la Reconquista, un pueblo de “frontera” en
continuo avance y cambio hacia el Sur. En esto nos parecemos al pueblo
norteamericano, resultante del avance fronterizo en la llamada Conquista del Oeste.
En especial por las continuas repoblaciones para fundar nuevas ciudades y
pueblos, lejos de la seguridad y protección de la Costa Este en USA o del Norte
del Duero en la Peninsula Ibérica, integradas por oleadas de aventureros
colonos que debían autoorganizarse y dotarse de sus propias instituciones,
improvisando sheriffs y alcaides, elegidos en pie de igualdad entre los más
valientes, al margen de jerarquías de sangre o de dinero. Como señala
Sanchez-Albornoz en su España, un enigma
histórico, eso dio a Castilla un carácter igualitario y popular que tendrá
repercusiones en la forma de entender las relaciones sociales en las que regíra
aquello de “del rey abajo ninguno”, o lo de Calderon en El Alcalde de Zalamea: “al rey la vida y la hacienda se ha de
dar, pero el honor es patrimonio del
alma y el alma solo es de Dios”. El último poder jerarquico al que se sometia
el pueblo era la élite eclesiástica católica, en tanto que representante de
Dios en la Tierra.
En los EEUU, el
carácter igualitario toma la forma, a través de las sectas protestantes más
radicales contra cualquier jerarquía, de una democracia de auto-organización de
las masas mismas en el Lejano Oeste, que marcará decisívamente el populismo
de la llamada, por Alexis Tocqueville, Democracia
Americana, a diferencia de las Democracias europeas. Ante la dificultad de crear
una jerarquía eclesiastica protestante unida y homogénea, debido a la parcelación en
multiples sectas del mensaje cristiano, el “poder espiritual” acabará recayendo en USA en la fé en el progreso técnico y científico fomentado por la Ilustración que
preconizaban los Padres fundadores como Thomas Jefferson, Benjamin Franklin,
James Madison, etc. Aquí resulta la principal diferencia con España. Pues la
élite católica, con el apoyo del poder político, (alianza del trono y del
altar), debido a la necesidad de su cooperación en la conversión de los indígenas
americanos y filipinos para poder mantener el poder imperial, perseguirá y obstaculizará notablemente la penetración
de los ideales progresistas provenientes de la Ilustración, consiguiendo de
hecho que, hasta la época de Ortega, con el precedente de Feijoo y Jovellanos, no se constituya una élite intelectual que
puede empezar a homologarse con las élites filosóficas europeas modernas y
además con un comienzo de influencia política y social notable que contribuyó
de un modo principal al esperanzado advenimiento de la 2ª Republica española.
La fatalidad, sin embargo, quiso que se produjese la desviación de gran parte
de la incipiente élite de intelectuales modernizadores hacía los ideales
antidemocráticos y totalitarios triunfantes en la Rusia soviética. Una tendencia
que se dio en toda Europa en el periodo de entreguerras y que Julian Benda definió
con el título de su famoso libro publicado en los años 20 como “la traición de
los intelectuales”. El franquismo supuso, con su triunfo, la vuelta a la alianza de la
Iglesia y el Estado, en las primeras décadas de la dictadura, con la
consecuencia de una cierta marginación política de intelectuales modernizadores como
Ortega y Gasset. Una alianza que se empieza a romper tras el Concilio Vaticano
II (1962-65), en un momento en el que los espectaculares éxitos del franquismo
en la modernización industrial del país permitieron su prolongación durante
casi otras dos décadas más e hicieron posible la empresa de la Transición
pacífica hacia la Monarquía Democrática. Pero la “traición del clero católico”
a Franco, del obispo Añoveros o del cardenal Tarancón, y el inicio entonces de los
llamados diálogos entre cristianos y marxistas de los Aranguren, Ruiz Jimenez,
etc., dejó al Regimen sin “intelectuales orgánicos”, lo cual facilitó paradójicamente el pragmatismo de la
llamada Tansición y abrió un hueco que no pudo más que ser rellenado, tras la
muerte de Franco y el comienzo de la Monarquía Democrática, con el ascenso de
los “intelectuales marxistas” que entonces predominaban entre la oposición al
franquismo. No obstante, la hegemonía política alcanzada en la izquierda, tras
las primeras elecciones democráticas por el Partido Socialista y el abandono
del marxismo propugnado por su líder Felipe Gonzalez, eliminó cualquier posible influencia social de una élite intelectual filosófica, lo que condujo a una
política pragmática del día a día electoral que solo pensaba en la consecución
y conservación del poder, para la cual no necesitaba pensadores o filósofos,
sino únicamente unos buenos servicios de encuestas sociológicas que le marcasen
el rumbo a seguir. Así los deseos de un electorado medio, poco formado e
informado culturalmente, orientaron las decisiones principales que conformaron
el rumbo de la política española de las últimas décadas, que nos ha conducido a
lo contrario de lo que de buena fé el elector se proponía: al ruinoso
endeudamiento económico, a la corrupción sistémica, al peligro de ruptura de la
nación, al fracaso de la convergencia económica con la Europa del Norte, etc. Se
cumple, al menos en este caso, aquello que decía Ortega de que en España todo
lo ha hecho el pueblo y lo que no ha hecho, porque estaba fuera de su alcance,
ha quedado sin hacer. Pues es el electorado mayoritario que representa al
español medio el que ha sugerido y aprobado con su voto la política populista
de los grandes partidos en una especie de Democracia Absolutista que no podía
tolerar poderes separados, ya sean los judiciales o los crítico-intelectuales.
Todo se sometió a un voto político generalmente poco formado y que no veía la
necesidad del debate.
Ahora, ante el
ya evidente, para muchos electores, fracaso del Régimen de la Transición
(fracaso que hemos analizado con más detalle en sus causas en Oligarquia y separatismo, dos graves defectos de la actual democracia española ) se abre un panorama político lleno de
oscuros nubarrones e incertidumbres. No obstante, cuanto mayor es el peligro,
mayor puede ser la esperanza. En tal sentido la emergencia de nuevos partidos
políticos, como el sorprendente fenómeno de Ciudadanos en Cataluña y que parece
extenderse al resto de España, como confirman las recientes elecciones
andaluzas, pretendiendo dar fuerza electoral a la llamada Tercera España, aquella España que defendían las élites intelectuales españolas de la época de
Ortega, puede hacer que se reanude, un siglo después, aquel movimiento
reformador y regenerador de España como nación moderna, capaz de afrontar la
tarea largamente aplazada de una conjugación mutuamente beneficiosa de las
Ideas modernas filosóficas con la fuerza electoral de un español medio que no
se deje llevar a ciegas por sus deseos e inclinaciones más primarias. Una
cultura moderna revitalizada, como Ortega se propuso, debe conseguir de una vez
una vida política más civilizada, justa y adecuada a los tiempos. El momento es
más propicio que en los años 20, pues aquellos totalitarismos entonces dominantes, tras la caída del
Muro de Berlín, ya no son capaces de entusiasmar a las masas. El nuevo
totalitarismo que nos amenaza en el horizonte es el totalitarismo islámico, el
cual puede golpear en adolescentes o
jóvenes inmaduros, pero no es atractivo para las élites intelectuales, aunque
estas pueden quedar neutralizadas y pasivas por el efecto del relativismo
cultural, del multi-culturalismo, hoy predominante en Occidente. Por ello es
necesario reformular el liberalismo político-democrático en el sentido que lo
hacía Ortega cuando señalaba que el antiguo liberalismo que luchaba contra el
Absolutismo Monarquico debe ser hoy sustituido por un liberalismo que luche
contra los nuevos Absolutismos a que puede conducir el triunfo de la Democracia
Absolutista de masas. Una Democracia que puede abrir el camino a nuevas sociedades totalitarias
disfrazadas bajo el manto del relativismo de los valores, que conduce invariablemente
al triunfo de los valores más bajos. Como escribió Ortega en España Invertebrada:
“Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las
valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre
ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se
deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje
ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios.”
No podemos dejar hoy de pensar,
tras recordar las duras palabras del filósofo, en fenómenos mediáticos tan
tristemente de actualidad como el caso notorio de la llamada Princesa del
Pueblo, Belen Esteban, de la Pantoja y demás figuras del famoseo dominantes en
el imaginario popular español, como confirman los televisivos índices de
audiencia. De ahí la urgencia de que las nuevas fuerzas políticas liberales emergentes
apoyen e impulsen la necesaria “medicina mental”, que solo una filosofía entendida
como tradicional “medicina del alma” y basada en lo que Ortega denominaba “imperativo
de selección” de los valores, puede llevar a cabo. Una medicina filosófica
necesaria para limitar el absolutismo relativista que nos lleva
irremediablemente al triunfo de la ruindad y la necedad que afectan crónicamente
a los españoles con la fuerza de una epidemia.