Augusto Comte, el padre del movimiento
filosófico positivista, fue quién acuño el término de “política positiva”. Lo
hizo dentro del contexto de su teoría general sobre el desarrollo del
pensamiento humano según los famosos Tres Estadios, el Teológico, el Metafísico
y el Positivo. Las revoluciones políticas modernas, como la Gloriosa en
Inglaterra, la Gran Revolución en Francia o la Revolución Norteamericana,
marcan, según el filósofo francés, el triunfo de una “política metafísica”
frente a la tradicional política de justificación teológica de las antiguas
Monarquías. La “política positiva” debería, en el futuro, suceder a la
“política metafísica” triunfante con tales revoluciones. Y ello no debería
tardar mucho, pues Comte entiende que el Estadio Metafísico en el que se impone
dicha política metafísica basada en especulaciones puramente racionales de las
que resultan los derechos igualitarios “naturales”, etc., es un Estadio de mera
Transición, y por tanto inestable, hacia el Estadio Positivo, propiamente
estable y mucho más duradero, en que los principios políticos deben estar
justificados de forma científica positiva, y por tanto no de un modo racional
especulativo, sino de un modo racional experimentalmente probado.
Al ser inestable por principio, la
política metafísica debe ser meramente transitoria en tanto que sus principios
son esencialmente negativos, útiles para destruir las justificaciones del poder
teológico, como que “el poder viene de Dios”, sustituyéndolas por otras de
carácter abstracto y no positivas como que
“el poder viene del Pueblo”, pues el Pueblo como tal, según Comte, no
existe, ya que lo que existe son grupos sociales posibles de una definición
positiva como agricultores, tenderos, obreros, etc. Tales principios meramente
negativos o críticos, aunque útiles para destruir el orden feudal, no son
útiles para reorganizar la sociedad sobre las nuevas bases surgidas en la
modernidad de la industria y las ciencias como motores del progreso social y
civilizatorio. Lo más probable es que, si se prolongan más allá de lo necesario,
conduzcan a un mayor aumento de la
anarquía y el desorden social debido a una especie de ley del “doble frenesí”
por el que generan nuevas revoluciones utópicas y contra-revoluciones
ucrónicas. El siglo XX confirmaría esta peligrosa anarquía con el estallido de
la Revolución Rusa y el contra-movimiento del fascismo. Tras la derrota del
nazismo y la caída del Muro de Berlín, la democracia se ha impuesto como una
especie, sino de final metafísico de la Historia, como sostiene Fukuyama, si
como lo que Comte denominaba “doctrina mixta y estacionaria”:
“Una tercera
opinión, esencialmente estacionaria, órgano apropiado y espontáneo de estas
deplorables oscilaciones, ha debido interponerse gradualmente entre la doctrina
retrógrada y la doctrina revolucionaria, formada en cierto modo, sin ninguna
concepción directa, a partir de sus vestigios comunes (…) Desde hace un cuarto
de siglo ocupa principalmente, cada vez más, a causa de las diferentes sectas
ligadas a ella, el conjunto de la escena política en todos los pueblos
avanzados. Los partidos más opuestos se han visto gradualmente obligados a
adoptar uniformemente sus fórmulas características a fin de conservar su
actividad hasta el punto de ocultar a menudo, ante los observadores mal
preparados, la verdadera naturaleza del conflicto social, que sin embargo,
sigue subsistiendo aún, forzosamente a falta de un móvil verdaderamente nuevo,
entre el espíritu revolucionario y el espíritu retrógrado. Aunque estos dos
motores no dejan de ser los únicos principios activos de las diversas
conmociones políticas, el resultado final de sus impulsos opuestos redunda, sin
embargo, en el uniforme crecimiento de la doctrina mixta y estacionaria, cuyo
ascendiente universal resulta en lo sucesivo irrecusable aunque provisional”
(A. Comte, Física social, traducción
y edición de Juan R, Goberna Falque, Akal, Madrid, 2012, pp.192-3).
Comte se remite como ejemplo de esta
política al caso de Inglaterra (Op. cit., p.194), con su estable monarquía
parlamentaria basada en el turno de dos partidos, que representan respectivamente el Orden
reaccionario y el Progreso social, aunque de forma no extremista ni exclusiva.
Actualmente el modelo a remitir sería, a nuestro juicio, el Sistema político de
USA, proclamado por Fukuyama como Final de la Historia. Para Comte, este
sistema estacionario, no sería más que el sistema político final de la política
metafísica. De ahí que Comte vea la necesidad de definir una política positiva
como superación de la situación inestable y conducente a la anarquía espiritual
y social a que lleva la política metafísica. El tema sigue estando de
actualidad para nosotros pues la situación de crisis, no solo económica sino
también cultural, por la que atraviesa Occidente lo exige. Pues, según el
análisis de Comte, se constata la impotencia, aunque por razones distintas, de los
tres sistemas de Ideas políticas, -que denominaríamos actualmente Comunismo, Fascismo
y Democracia liberal- para dirigir la reorganización social que precisan las
sociedades modernas tras el hundimiento del Antiguo Régimen:
“… una impotencia
cada vez mejor percibida por los mejores discípulos, pese a la evidente
necesidad, explicada más arriba, que, por otra parte, exige provisionalmente el
empleo simultáneo de estas tres doctrinas hasta su uniforme absorción
definitiva por una filosofía nueva, susceptible de satisfacer a la vez, en
virtud de un mismo principio, las diferentes condiciones generales del problema
actual” (Op. cit., p. 197).
La filosofía Positiva de Comte daría lugar al inicio del Movimiento
Positivista que llega hasta nosotros, después de pasar por diversos avatares
como el positivismo inglés de Stuar Mill y Spencer, o el Neopositivismo de
Russell y Wittgenstein, hasta los nuevos planteamientos de un positivismo
fenomenológico de G. Lakoff & M. Johnson con su propuesta de renovación
filosófica en Philosophy on the flesh (1999).
El enemigo común de tales avatares es precisamente la forma metafísica de
pensar, la cual ha resultado ser un enemigo sumamente difícil de vencer y
superar, colándose muchas veces entre los intersticios del propio movimiento
positivista que aún hoy necesita hacer renovados esfuerzos para librarse
definitivamente de él.
Comte, aunque como fundador del
movimiento no se podía imaginar que el centro del movimiento acabaría
desplazándose a los EEUU, si pudo, en cambio prever muchos de los peligrosos efectos
sociales que el triunfo del “sistema mixto estacionario”, último avatar de la
“política metafísica”, produciría de forma inexorable. Así, refiriéndose a la
“anarquía intelectual” que resulta de haber conferido dogmáticamente a todos
los individuos el derecho absoluto, promovido por el Protestantismo, de libre
examen crítico, exclama:
“ ¡Cuáles deben ser, por tanto, los profundos estragos
de esta enfermedad social, en un tiempo en que todos los individuos, por
inferior que pueda ser su inteligencia, y pese a la ausencia, a menudo total,
de preparación conveniente, son indistintamente incitados, mediante los más
enérgicos estímulos, para que zanjen a diario, con la ligereza más deplorable,
sin ninguna guía y sin el menor freno, las cuestiones políticas más
fundamentales! En lugar de sorprenderse ante la espantosa divergencia
gradualmente producida por la propagación universal, desde hace medio siglo, de
esta anárquica tendencia, ¿no sería preciso admirar, más bien, que gracias al sentido
común natural y a la moderación intelectual del hombre, el desorden no sea
hasta ahora más completo y que subsistan todavía, aquí y allá, algunos puntos
vagos de reunión bajo la descomposición, siempre creciente en lo sucesivo, de
las máximas sociales?” (Op. cit. P.199).
Comte atribuye, en la pagina
siguiente, esta descomposición
intelectual a la preponderancia del Protestantismo en países como EEUU, por su
disolución del cristianismo en centenares de sectas discordantes, y de la que
no escapan tampoco países que permanecieron católicos, como Francia, sobre todo
por la permanencia del “revolucionarismo radical republicano”, que podríamos
denominar hoy como una especie de “protestantismo sin cristianismo”, parodiando
la famosa fórmula comtiana de considerar su positivismo como un “catolicismo
sin cristianismo”.
Tal anarquía intelectual o falta de
principios positivos, continúa Comte,
“…tienden necesariamente cada vez más, en
los diversos partidos actuales, a alejar de semejante carrera a las almas más
elevadas y a las inteligencias superiores, sobre todo, para abandonar el mundo
político al espontaneo dominio del charlatanismo y de la mediocridad” (Op. cit.,
p. 217).
Es conocida el diagnostico de Comte sobre los dos poderes dominantes
en la época de la “política metafísica” moderna, que se inicia ya en la propia
Edad Media: los “legistas” y los filósofos metafísicos. Pero el mismo se da
cuenta ya de una transformación de estos poderes en otros que son los que nos
rigen claramente hoy día en las “democracias estacionaras” homologadas dominantes,
los abogados, para el poder político, y los literatos, para el poder cultural:
“ Desde hace medio siglo, esta constitución fundamental, todavía visible en lo
esencial en el resto de Europa, ha sufrido en Francia, sin que, no obstante,
haya cambiado de naturaleza en modo alguno, una importante modificación general
que, a pesar del rejuvenecimiento pasajero que le imprime a una política
semejante, sin embargo tiende, en el fondo, a disminuir su consistencia social
y a acelerar su irrevocable descomposición. Allí, los jueces han ido siendo
remplazados por abogados, y los doctores propiamente dichos por simples
literatos: es siempre el mismo orden de ideas, una metafísica similar, pero con
unos órganos más subalternos. Todo hombre que, por así decirlo, sabe sostener
una pluma, sean cuales fueren, por otra parte, sus verdaderos antecedentes
intelectuales, puede aspirar hoy día, ya sea en la prensa o en la cátedra
metafísica, al gobierno espiritual de una sociedad que no le impone ninguna
condición racional o moral: el puesto está vacante, todo el mundo, llegado el
turno, se siente incitado a colocarse en él. De la misma manera, aquel que,
tras un ejercicio suficiente, haya desarrollado una perniciosa y absoluta
aptitud para disertar, con una apariencia de habilidad igual, a favor o en
contra de una opinión o una medida cualesquiera, es admitido para concurrir,
sólo por eso, en el seno de los poderes políticos más eminentes, a la dirección
inmediata y soberana de los intereses públicos más importantes. Es así como
unas cualidades puramente secundarias, que no deberían tener empleo útil, ni
siquiera verdaderamente moral, más que debido a su íntima y continua
subordinación a verdaderos principios, se han vuelto hoy en día monstruosamente
preponderantes: la expresión, escrita u oral, tiende a destronar la concepción”
(p.219).
Como el mismo Comte señala una página más
adelante, ya en su tiempo se encontraban bajo “el completo dominio de los
sofistas y de los declamadores”. Aun hoy parece que continuamos en lo mismo.
Quizás una de las razones haya sido que la filosofía positiva, que nos debía
suministrar los principios adecuados para superar tal estado anárquico
estacionario, se ha contaminado, en su desarrollo e implantación principal en
los países anglosajones, de la fuerte influencia del Protestantismo, sobre todo
en Inglaterra y en los Estados Unidos de América, en perjuicio de un
positivismo desarrollado en países de base cultural católica, como la propia
Francia o en el hoy ascendente Brasil. En Francia, el dominio del marxismo en
el siglo XX, un “protestantismo ateo” (No en vano Marx y Engels ligaban la
lucha revolucionaria del proletariado alemán con las precursoras guerras
campesinas de la rebelión luterana), impidió tal desarrollo de un positivismo comtiano dominante. En Brasil, aunque lleve en su bandera el lema comtiano de Orden y
Progreso, su subdesarrollo económico y social hizo otro tanto.
Ortega y Gasset
en España pretendió, sin embargo, mezclar el racionalismo del positivismo, en su
versión comtiana, o Pragmatista americana (Vease J. T. Graham ,A Pragmatist Philosophy of Life in Ortega y
Gasset, Missouri, 1994), con el vitalismo Nietzcheano, con vistas a limar
las asperezas irracionalistas del filósofo alemán, que tanto había influido en
los noventayochistas españoles, como Unamuno, su maestro y predecesor. En tal
sentido Ortega se definió como racio-vitalista. Percibió claramente la necesidad
de apoyarse, en un país de tradición católica, en el Nietzsche gran crítico del
Cristianismo protestante, para abrir el camino a una filosofía positiva vitalista que
superase a la Metafísica dominante en Occidente desde Platón hasta Hegel, tanto la materialista como la idealista. Pues
Nietzsche y Comte tienen al menos en común la definición intempestiva de la
época actual como una época de triunfo del Nihilismo, según Nietzsche, o como
una época estacionaria de transición en la que domina la anarquía valorativa
intelectual, según Comte, aunque discrepen en su análisis y consideración de la racionalidad humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario