En este blog hemos hecho la propuesta de una nueva
valoración y una posible refundación de la tradición filosófica contemporánea
que apuesta por una concepción positiva de la Filosofía (ver “Augusto Comte yla Ley de los Tres Estadios” y “Por una refundación de la filosofíapositivista”), entendiendo esta tradición filosófica en el sentido de una
reacción común contra la filosofía idealista moderna, mantenida desde
perspectivas tan diferentes como la propuesta de una Filosofía Positiva hecha
por el viejo Schelling de las lecciones de Berlín, frente a la denominada por él
Filosofía negativa o puramente racional de Hegel, la propuesta del propio
Augusto Comte, más influyente y conocida, dirigida contra la filosofía
idealista moderna en tanto que continuadora de la forma metafísica de pensar, y
la propuesta de Husserl de una filosofía positiva fenomenológica (“Si
‘positivismo’ quiere decir tanto como fundamentación, absolutamente exenta de
prejuicios, de todas las ciencias en lo ‘positivo’, en, pues, lo que se puede
aprehender originariamente, entonces somos nosotros
los auténticos positivistas” Ideas
relativas a una Fenomenología pura y una Filosofía fenomenológica, f.c.e.,
Méjico, 1949, p. 52), dirigida contra el realismo metafísico o “naturalismo”,
que lastraba al propio positivismo dominante en la segunda mitad del siglo XIX
y siguió lastrando al Positivismo lógico y analítico del siglo XX. La
influyente corriente científico-filosófica del Embodied Mind, en alza en USA en la última década, en la que
se han dado avances importantes en las
llamadas Ciencias Cognitivas, se apoya en un abundante uso de un nuevo
positivismo con bases corporales biológicas en el que encuentran eco posiciones
propias del vitalismo y la fenomenología en científicos tan influyentes como
Francisco Varela, autor de El fenómeno de
la vida (Santiago de Chile, 2000).
En tal sentido, esta mezcla de positivismo
fenomenológico y vitalismo no puede dejar de recordarnos en España al
Racio-vitalismo de Ortega y Gasset, el cual superó en influencia sobre las
minorías intelectuales vanguardistas hispanas al denominado krauso-positivismo
de los Regeneracionistas decimonónicos. Después de Ortega, ya durante la
llamada Guerra Fría, el marxismo sustituyó paulatinamente al filósofo madrileño
en las influencias sobre las minorías intelectuales, junto con una influencia,
más reducida a estamentos académico-universitarios, del Positivismo Lógico y la
Filosofía Analítica. Desde entonces hemos asistido a un torrente de
traducciones al español de las obras de Marx y Engels, de Russell, Popper o Witgenstein e incluso,
con la llegada del llamado postmodernismo, de las obras de Nietzsche y
Schopenhauer. Pero han quedado, sin embargo, casi sin traducir, los principales
autores del Positivismo clásico como el Conde de Saint-Simón, Herbert Spencer y
el propio Augusto Comte. Además, la influencia predominante del marxismo en la
formación del progresismo español de la segunda mitad del pasado siglo, junto
con el reforzamiento de la filosofía tomista en la enseñanza por el franquismo,
debido a la necesidad de Franco de pactar con la Iglesia Católica, han
conseguido reducir el espectro intelectual español a la influencia
preponderante de Marx o Santo Tomás, cristalizada en los dos grandes partidos
PSOE y PP que han monopolizado el poder en las últimas décadas. Sin embargo,
entre ambos extremos se podría situar la figura de Augusto Comte, en el sentido
de que su lema Orden y Progreso pretendía abrir el camino a una posición que se
oponía tanto a los intentos de volver a épocas anteriores a la Gran Revolución
francesa, como pretendían el romanticismo reaccionario, como a la pretensión de
mantener abierto indefinidamente la política revolucionaria con un horizonte
utópico y metafísico o puramente negativo, como pretende aun hoy el
revolucionarismo izquierdista; aunque, esto último, con menos fuerza tras la caída del Muro
de Berlín y la conversión de China al capitalismo desde Deng Xiaoping,
siguiendo su famosa frase: “da igual que el gato sea blanco o negro, lo
importante es que cace ratones”.
Comte creía que, después de la Gran
Revolución, se abría una época de organización y consolidación de la nueva
sociedad industrial en la que los obreros, dirigidos por los empresarios
emprendedores, junto con la colaboración estrecha de un nuevo “poder
espiritual”, encarnado por los científicos, los artistas y los filósofos
positivistas, llevarían a la Humanidad a una nueva Edad Media, en el sentido de
una nueva época de estabilidad alcanzada tras el final de la crisis que abrió la
Modernidad. Una crisis que Comte concibe como inevitable, dado el avance
imparable de los conocimientos positivos que afloran en el Renacimiento y que
exigían una nueva sociedad acorde con ellos, pero una crisis que debe cesar en
el momento que se ha producido, con las revoluciones liberales modernas, el
parto histórico de la nueva sociedad industrial, sucesora y superadora de las
anteriores sociedades de naturaleza esencialmente militar y pre-científicas. Es
preciso para ello, ante todo, evitar el regreso a las sociedades militaristas -
superadas por la naturaleza de la sociedad industrial en tanto que su riqueza
se obtendrá cada vez más del explotación científica de la Naturaleza y no ya de
la explotación de unos pueblos por otros -, fomentando la paz, tan necesaria
para centrar todas las fuerzas en la organización industrial de la producción.
Herbert Spencer, quien llegó a vivir hasta comienzos del siglo XX, vio como el
Socialismo ascendía de forma imparable en su época, pero profetizó que lejos de
conducir a la Humanidad a un mayor estadio de Progreso, traería una vuelta a la
organización militarista de la Sociedad. La Unión Soviética, desde Stalin a
Breznev, confirmaría tal aserto. No obstante ello, Comte consideraba también
que el positivismo debía mejorar especialmente la situación de la clase obrera
y de las mujeres. En tal sentido creía que la clase obrera debía poder salir de
la situación de empobrecimiento y miseria en que se hallaba en el siglo XIX y
llegar a un entendimiento justo con los patrones o capitanes de la industria.
Pero que, en el nuevo orden industrial, la jerarquización debía ser mantenida,
pues los empresarios no juegan el papel de meros parásitos sino que son
imprescindibles en una sociedad industrial por sus iniciativas y habilidad para
organizar la producción. Por otra parte, las mujeres, a las que dirige su
famoso Catecismo positivista, tampoco
deben buscar una estricta igualación con los hombres, como proponía frente a
Comte el propio Stuart Mill, sino que deben buscar un nuevo equilibrio en sus
funciones sociales que no se podrá encontrar con la brocha gorda del
igualitarismo utópico, sino que es preciso tener en cuanta las diferentes
aptitudes en relación, por ejemplo con el “poder terrenal” o político y el
“poder espiritual” o cultural. Comte ve a las mujeres más capaces para el
segundo que para el primero, como probaría el hecho histórico, constatable en
todas las sociedades, de la mayor y más cercana influencia espiritual en la
educación de los hijos de las madres y
las mujeres en general, por sus características femeninas propias, como dulzura
en el trato, capacidad de compasión y comprensión, etc.
En la polémica epistolar de Comte con
Stuart Mill sobre las mujeres o la naturaleza de la religión, que hizo que
quedase desacreditado el llamado Comte religioso, propugnador de la Religión de
la Humanidad y santificador de Clotilde de Vaux, se suele pasar por alto una
diferencia cultural muy importante entre los dos, como es la diferencia entre
Protestantismo y Catolicismo. O se la entiende en un sentido favorable al
Protestantismo, como una religión superior al Catolicismo, más progresista,
etc. Pero esto es muy relativo, puesto que si se considera que el objetivo
final es una sociedad en continua revolución, entonces el Protestantismo, que
influye en un inglés como Stuart Mill, es más adecuado por dogmas tales como el de la
“libertad de conciencia”, por el que cualquiera puede poner permanentemente todo en discusión.
Sin embargo, si el objetivo es poner fin
al periodo revolucionario moderno, una vez cumplido su objetivo de destruir los
grandes obstáculos que impedían el progreso, para iniciar una era de orden y
consolidación del propio progreso científico e industrial, puede ser preferible
lo que Comte denominaba un “catolicismo sin cristianismo”, en el sentido de que
dicha mentalidad se caracteriza por la salvación por las obras y no sólo por la
fé, la no discusión de toda jerarquía en nombre de una libertad de conciencia
elevada a dogma, la preferencia por los rituales y ceremonias como
manifestación positiva de la espiritualidad, la dignificación de la mujer a
través de la institución de un culto diferencial, etc. En definitiva, una
especie de laicismo positivo católico que se contrapone al laicismo negativo y
revolucionario de origen protestante, dominante en la Ilustración francesa e
inglesa y que alimento y alimenta aún como una especie de fundamentalismo democrático, la forma estándar de la “conciencia revolucionaria”.
Comte pretende organizar la sociedad industrial francesa, siguiendo muchas
propuestas de su precursor el Conde de Saint Simon, partiendo directamente de la
organización social y espiritual católica, cambiando solamente el argumento o
contenido (sustituir industriales por nobles guerreros y científicos y
filósofos por eclesiásticos), no la función. Por tanto, su lucha se dirige
contra los filósofos metafísicos y políticos legistas que accedieron al poder
tras la Reforma Protestante, mal necesario para Comte en tanto que permitió la
destrucción del poder espiritual de una Iglesia que se había quedado anticuada
ante la nueva ciencia. Pero, la mentalidad protestante, aunque se haga laica en
los revolucionarios, no sirve ya una vez cumplidos sus objetivos de destrucción
del poder de la Iglesia y de los nobles, y debe dejar paso a una mentalidad
positiva que abra una era que hoy algunos llaman postmoderna. Dicha nueva
mentalidad, en tanto que positiva, tiene más homologías (semejanzas funcionales
no identidades sustanciales) con la mentalidad católica, en la que fue educado
el propio Comte por padres burgueses, católicos y legitimistas en Montpellier,
que con la mentalidad del negativismo protestante.
Por todo ello la traducción de los
volúmenes 4º, 5º, y la primera parte del 6º, del Cours de philosophie positive
de Augusto Comte, en un solo volumen de 1295 páginas, con el título Fisica social (Akal, Madrid, 2012), por
Juan R. Goberna Falque, profesor de la Universidad de Murcia y autor de un
extenso estudio preliminar, a modo de biografía intelectual, y una bibliografía
seleccionada (pp. 7-138), nos parece muy oportuna en el mundo de lengua
española, tanto porque empieza a corregir la carencia de traducciones sobre los
clásicos del Positivismo, como porque puede ayudar a desbloquear la
polarización de opciones político filosóficas entre los dos extremos de Marx y
Santo-Tomás, dominante en España desde el final del franquismo, como señalamos
más arriba. Pues la posición filosófico-política de Comte, mal comprendida en
su época, puede ser mejor entendida hoy cuando, tanto el fantasma de la
revolución utópica (el marxismo) como el de la reacción ucrónica al imperialismo
medievalizante del fascismo o el conservadurismo extremo, han perdido
notablemente su poder de fascinación en el imaginario social.
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