José Ortega y Gasset fue la figura más influyente en la defensa de un liberalismo político en España durante el siglo XX. Su tragedia fue el estallido de la Guerra Civil que acabó con sus esperanzas de promover una República liberal moderna como base para una regeneración política de los españoles. Ortega condenó el estallido de la Revolución de Asturias como un error político que sería fatal para la estabilidad de la República, como hoy se percibe cada con más claridad. No obstante, no adjuró nunca de sus ideas políticas liberales, optando por continuar su fecunda labor de articulista y pensador filosófico hasta su muerte. La muerte de un “muerto viviente” podríamos decir porque la posterior y famosa Transición a la Democracia en España recuperó de algún modo su propuesta de instaurar una división territorial Autonómica del Estado español. Por ello su fantasma volvió a sobrevolar de nuevo las discusiones parlamentarias que condujeron a la actual Constitución Autonomista pues el mismo, en persona, había hecho dicha propuesta en la Cortes republicanas.
Pero esta vez se le robó el protagonismo en beneficio de los jefes de partido y de los expertos juristas denominados “Padres de la Constitución”. Algo que sucede a veces en España: tienes una propuesta política brillante, pero no eres acólito de los partidos que mandan. No hay problema: en vez de discutir tu propuesta, te la roban, la hacen suya y se olvidan siquiera de nombrarte, procurando que no trascienda tu nombre y autoría al conocimiento público de los grandes medios. Lo que pasa es que después la idea Autonómica expropiada la desarrollan mal y de forma torcida, dominados por sus propios intereses, cegueras y conveniencias. Así ocurrió que hoy el proyecto Autonómico ha degenerado en una especie de falso federalismo, como se temía el propio Ortega al advertir del peligro de tal confusión en un famoso discurso de las Cortes republicanas titulado “Federalismo y Autonomismo”.
Ortega insistió también en la diferencia entre Democracia y Liberalismo. Pues pueden existir democracias no liberales y a la vez regímenes liberales, pero no-democráticos. Ortega no rechazaba la democracia, tal como hacia el fascismo, sino que reconocía y admitía la tendencia a la democracia como el mejor sistema político, en una línea similar a como había ya hecho el filósofo Spinoza, aunque distinguía con precisión entre una democracia absoluta y una democracia liberal. Pues la democracia responde a la pregunta por quién tiene el poder, mientras que el liberalismo responde a la pregunta de hasta dónde llega ese poder. Pues si ese poder no tiene límites es absoluto. Por eso puede haber una Democracia Absoluta como hubo Monarquías Absolutas. Ortega percibió proféticamente en La rebelión de las masas una tendencia a absolutizar la democracia al extenderla incluso más allá de sus propios límites políticos, lo que hoy se manifiesta en la llamada “corrección política”.
Siguiendo la estela de pensadores liberales como Stuart Mill, Tocqueville o Herbert Spencer, se dio cuenta de que el liberalismo clásico de Locke o Adam Smith, que era el que seguían todavía los partidos liberales españoles, debía ser reformado a fondo. Pues, como sostenía Spencer, el peligro de un poder absoluto no lo encarnaba ya en Inglaterra la Monarquía, sino los Parlamentos democráticos. Por ello Ortega propuso limitar dicho poder con la separación de los poderes nacionales de los regionales en su famoso libro La redención de las provincias, en el que propone una división Autonómica del Estado español. Una propuesta semejante a la famosa separación de los poderes legislativo y ejecutivo que Locke introdujo para limitar los poderes reales. En este caso se limitan los poderes de los Parlamentos nacionales por las Transferencias de Competencias. Ortega ya advertía que había competencias intransferibles, como la política exterior, el Ejercito, la Educación y la Justicia, cosa que no se ha tenido en cuenta en la España actual, sobre todo con la Educación y con el regateo en otras variadas Competencias.
Pero, dicho nuevo liberalismo político requiere por ello la formación de nuevos partidos que lo lleven a cabo. En tal sentido la experiencia de los partidos liberales en la democracia actual, desde el CDS de Adolfo Suarez a Ciudadanos, muestra su escaso conocimiento y apego a las propuestas orteguianas y la tendencia a amoldarse al antiguo liberalismo dominante en las llamadas democracias homologadas de Occidente. Ello se puso de relieve tanto en la búsqueda de alianzas electorales con la minoría separatista vasco-catalana, iniciada por el propio Suarez, como en la tendencia europeo-globalista de Ciudadanos. Por ello, después de tales fracasos, nos queda la esperanza de que alguien acabará comprendiendo que quizás valga la pena volver a estudiar la filosofía política de Ortega, ignorada y deformada por los actuales partidos liberales.
Manuel F. Lorenzo
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