El grave problema político que se está manifestando literalmente en las calles en una parte de España, en Cataluña, con las peticiones por parte de una minoría denominada "nacionalista catalana", para decidir unilateralmente sobre la separación política y la ruptura de un Estado moderno, que se ha mantenido secularmente unido desde los Reyes Católicos, puede ser visto no solo como un problema especificamente español sino, y a la vez,como un problema más general, que hemos denominado ya hace algunos años, el problema de la "rebelión de las minorías", en relación con el problema, más amplio, de la denominada por Ortega y Gasset "rebelión de las masas". A ello hemos dedicado un libro ensayistico titulado La rebelión de las minorías (2006), que quizas pueda pueda tener más actualidad hoy, ante estos nuevos fenómenos, que entonces. Ofrecemos, por ello, a continuación, al lector interesado, un texto de dicho libro como invitación a poner en relación estos fenómenos políticos con otros fenómenos manifestados recientemente en las reivindicaciones de otros grupos minoritarios, como las minorías homosexuales, las sectas religiosas fundamentalistas, etc., en el sentido de que señalan hacia una característica de la época o Zeitgeist, que permite ponerlos en relación con la intención de captarlos de una forma global, más filosófica, a como se suelen plantear en los medios periodísticos.
"Un nuevo fenómeno político-social comienza a
arribar a nuestras playas políticas provocando una profunda división en el
país: la equiparación en derechos y consideración social de las minoritarias
uniones entre homosexuales con las mayoritarias uniones heterosexuales. El
pasado gobierno de Zapatero parecía estar dispuesto a que la voluntad de una
minoría social homosexual se equipare a la mayoría heterosexual en la consecución
de iguales derechos, incluidos los derechos de adopción y crianza de niños.
El fenómeno ocurre en otros países y no es
por ello privativo de España. Por ello para analizarlo a fondo es preciso ir
más allá de la mera constatación de enfrentamientos con la Iglesia o con la
mentalidad católica tradicional, etc., que sostiene una única forma valida de
matrimonio, orientado a la procreación, etc. Pues dicho enfrentamiento no nos
parece que sea un episodio más del tradicional choque entre reacción y progreso
en la extensión de las libertades individuales o sociales. Se puede buscar otra
explicación diferente y que además fue iniciada aquí en España antes que en
otros países supuestamente más adelantados que nosotros en materia de
pensamiento. Dicha explicación remite y pone de actualidad una de las obras del
pensamiento español del siglo XX más leídas y traducidas: La rebelión de las masas de Ortega y Gasset.
Las manifestaciones inmensas contra la
Guerra con ocasión de la intervención militar de EEUU y sus aliados en Irak han
vuelto a poner de actualidad un fenómeno que ya Ortega percibió en los años
treinta del pasado siglo en la formación de aglomeraciones de muchedumbres en
los sitios públicos que tratan de imponer y forzar, con su mera presencia y
manifestación pública, posiciones políticas a gobiernos legitima y
democráticamente constituidos, saltándose cualquier trámite de debate o
discusión previa. La enjundia del fenómeno no reside, como ya lo vio Ortega, en
que sean masas o muchedumbres las que ocupen ahora el lugar antes reservado a
los reducidos intelectuales, estudiantes u obreros que hasta hace bien poco
eran los únicos que ocupaban las calles para protestar. Pues el fenómeno de la
masificación es en principio un fenómeno positivo en el sentido de que como
consecuencia del desarrollo del liberalismo político y los avances técnico
industriales, la parte de la población que hoy tiene acceso al disfrute del
ocio y de las preocupaciones, que antes eran exclusivas de una minoría social
de clase media y alta, es inmensamente mayor. De ello los propios gobiernos
deberían ser los primeros en felicitarse.
El problema no está aquí. El problema está
en que, debido al creciente predominio de la demagogia sobre la democracia,
determinados partidos políticos tienden a defender los principios de la
democracia como una nueva forma de régimen absolutista en el que la
democratización no tiene límites. Es decir, no entienden la democracia al modo
liberal, esto es como democracia con límites marcados por la separación y
equilibrio de poderes que inventaron Locke y Montesquieu y que los griegos no
conocieron en su práctica política, aunque si fueron ya entrevistas por dos de
sus máximos filósofos, Platón y Aristóteles. Sino que la entienden como que el
ser ciudadano de un país democrático hace a todo el mundo igual tanto en su
derecho a votar, lo cual es ciertamente legítimo, como en cuanto a sus
opiniones sobre todas las cosas sin límite ninguno.
La masa se
convierte así en rebelde e indócil, pues le está permitido, por el carácter
absoluto de la democracia, que cualquiera iguale su opinión con la de otro
ciudadano cualquiera por muy sabio que este sea. De dicha igualación en
cuestiones por naturaleza desiguales en su conocimiento y tratamiento, como puede
ser lo que tiene que ver con materias de tipo moral y jurídico que, por muy
científicamente que se presenten, son siempre prudenciales, resulta un ambiente
de supresión de toda barrera crítica o prudente y de imperio del todo vale. Es
entonces cuando la masa se encuentra desarmada ella misma por ceder al deseo
de hacer lo que le viene en gana y no sujetarse prudencialmente a ninguna
opinión que se presente mejor fundada o documentada que otra. En tal estado
anímico una minoría bien organizada puede, acogiéndose a que, en determinadas
cuestiones, todo es legítimo y da igual ocho que ochenta, conseguir que la
mayoría acepte que derechos limitados por minoritarios se equiparen, a todos
los efectos y sin ninguna limitación, con los derechos mayoritarios. En tal
sentido se buscará que una lengua minoritaria hablada por centenares o miles de
personas busque equipararse a todos los efectos con una lengua internacional
hablada por millones o cientos de millones de personas. O que grupos cuyas
prácticas sexuales corresponden estadísticamente, con una frecuencia histórica
y no meramente circunstancial, a una minoría social, pretenden equipararse con
las conductas sexuales mayoritaria que han marcado y siguen marcando la norma
social. Si lo consiguen, por neutralización de las masas que se muestran
indóciles a todo sentido común, presas de sus propia estupidez, habrán
conseguido imponer una especie de tiranía, indicio de la cual es eso que se
empieza a llamar lo “políticamente correcto”.
Uno de los síntomas de la tiranía es la
arbitrariedad del déspota que conduce a actitudes que justifican los mayores
caprichos o estupideces colindantes tantas veces con lo ridículo y lo cómico.
Estupideces, sin embargo, que pueden resultar trágicas, pues mofarse de ellas irrita
sobremanera a los tiranos. Seguir diciendo cuando se habla en español A Coruña
o Lleida, en vez de La Coruña o Lérida, como hacen tantos locutores de radio o
televisión debería llevarnos a decir London o Beijing en vez de Londres o
Pekín. Pero no deja de ser chistoso recordar, de modo políticamente correcto,
aquella famosa película de “55 días en Pekín” como “55 días en Beijing”. Y si
se hace tal ridículo sólo es por el miedo a los nuevos tiranos. Platón ya
detectó, ante la primera democracia histórica, la causa que la llevaría a su
destrucción, la demagogia asambleista a que se prestaba la democracia directa
que condenó a muerte al mejor
ciudadano ateniense, Sócrates. Buscó como solución, primero una forma
pura de gobierno, la aristocracia o gobierno de los mejores. Pero en su
experimentada vejez, ante los problemas de encajar una forma pura en una
realidad impura como la política, se inclinó por la mezcla diferenciada de
varias formas como la monarquía con la democracia, la aristocracia con la democracia,
etc. Aristóteles, su discípulo, continuaría en esta dirección. En tal sentido
ambos filósofos son precursores de las formas democráticas modernas que
incluyen la llamada separación de poderes, desconocida en la democracia griega.
La democracia indirecta o representativa y
la separación de poderes es lo que caracteriza la democracia moderna. Por ello
cuando se pretende violentarla para transformarla en una tiranía encubierta se
trata de desmontar la solución platónico-aristotélica, esto es la separación de
poderes, politizando a la justicia o judicializando la política, rompiendo, en
definitiva, el equilibrio en la separación de los poderes autonómicos. A todo
esto estamos asistiendo en los últimos tiempos".
(La Rebelión de las Minorías, pgs. 5-8.)
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