En la filosofía griega, las preguntas que sobre la explicación racional del mundo se podían hacer se iban escalonando según un orden de abstracción cognoscitiva, como en Aristóteles, hasta remontar a la pregunta que expresaba la razón o fundamento último de todo, la famosa “pregunta por el Ser”, que Heidegger volverá a plantear no hace mucho, con la intención de buscar una nueva forma de formularla en una sociedad caracterizada por el dominio de la técnica como realización de la Metafísica platónico-aristotélica, renovada por el racionalismo cartesiano moderno. Dicha Metafísica, al renovarse en la Modernidad, deja de ser una Metafísica realista, como la antigua, y se transforma en una Metafísica idealista, desde Descartes hasta Hegel. El siglo XIX representa la crisis de dicha Metafísica que pide ser superada por nuevas formas de pensar los fundamentos más generales explicativos de la realidad, en el Positivismo de Comte, en el Materialismo de Marx o en la crítica vitalista e irracional de Nietzsche. Se abre así una época, en la que todavía estamos, de profunda crisis en nuestras creencias racionales fundamentales, acompañada de grandes guerras y terribles explosiones sociales en el siglo XX. La derrota del nazismo, que se presentaba como el más potente adalid de las propuestas nietzscheanas, junto con la renuncia del positivismo anglosajón a plantear preguntas por los fundamentos, tenidas como “metafísicas”, facilitó el camino a que el marxismo se convirtiese, en la segunda mitad del siglo, en la “gran filosofía” de la época de la ciencia y la revolución, o como decía Lenin, de los soviets más la electricidad. Sobre la cuestión de los fundamentos, el marxismo era claro: todo viene de un principio, como decía el propio Hegel, pero este principio, según Engels, en el famoso Anti-Dühring, no es la Idea, sino la Materia, cuyas leyes de desarrollo siguen las leyes de la dialéctica, que encuentra aquí su verdadera utilidad lejos de la mixtificaciòn hegeliana.
El marxismo dejó de ser algo marginal, una mera ideología obrerista, y penetró, en el periodo de la llamada Guerra Fría, en las prestigiosas Universidades occidentales. En Europa, en especial con sus Sartre, Althusser, Adorno, Habermas, alcanzó una inusitada influencia y prestigio académico. En España, sin embargo, en tiempos de la dictadura de Franco, se consideró que no había figuras similares en la Universidad o sus aledaños, como prueba un libro del marxólogo inglés, Perry Anderson, Consideraciones sobre el marxismo occidental (Madrid, 1979), muy leído entonces. Pero, en realidad, el paso del tiempo ha ido poniendo de manifiesto que sí había al menos dos figuras que podían servir para salvar a todo el país de la inveterada exclusión de España, por los cultos europeos del Norte, de cualquier hazaña filosófica avanzada. Estas eran la figuras de Gustavo Bueno y de Eugenio Trías. Ellos llevaron a cabo entonces algo inusitado en todas las citadas grandes figuras filosóficas occidentales: una reflexión profunda sobre la tradicional pregunta por el Fundamento. En tal sentido, la recepción del marxismo en la Universidad española, en vez de eludir la heideggeriana “pregunta por el Ser”, atacó directamente las cuestiones “metafísicas” y produjo una serie de nuevas vías de solución. Así, lo que caracteriza a Gustavo Bueno en su fundacional obra Ensayos materialistas (1972) fue el rechazo de la ontología materialista monista del marxismo soviético (DIAMAT) oponiéndole una Idea crítica de Materia ontológico general, entendida como una Idea-límite residuo de la crítica trascendental de la realidad fenoménica, una especie de Cosa en sí kantiana que se realiza en el mundo de los fenómenos sin reducirse o agotarse en ninguno de ellos. Gustavo Bueno proponía, en general, la llamada “vuelta del revés” del marxismo, parodiando la famosa “inversión” o giro de 180º que el joven Marx llevó a a cabo con el Sistema de Hegel, también en disciplinas filosóficas particulares como en la relación Clase/Estado de la llamada Teoría Política. En este caso sus propuestas son percibidas hoy como una vuelta a posiciones que lo acercan al extremismo más conservador, de la misma forma que la consideración de la Materia en tanto que Idea-límite despierta el fantasma, de nuevo, de la Metafísica, en el sentido de que la Materia, al no reducirse a Materia física, parece una Idea vaga e indeterminada mas que otra cosa. La vuelta del revés de Marx parece conducirnos de nuevo, por ello, al Idealista Hegel, el cual, como sostenía el filósofo francés Jacques Derrida, se le suele aparecer a la vuelta de la esquina a quienes pretenden superarlo a base del mecanismo de la inversión revolucionaria.
Para superar este callejón sin salida parecía necesario buscar nuevas vías. Aquí es donde se sitúa la otra figura, que nos parece, en este sentido, extraordinaria, de la filosofía española de aquellos años: Eugenio Trías, perteneciente a la generación filosófica siguiente, que de joven había sido influido por el marxismo, acaba centrando, en su obra de madurez, Los límites del mundo (1985), la reflexión filosófica sobre una Idea que antes no había levantado un interés tan obsesivo: la Idea de Límite. Por tanto, lo que en Bueno era algo adjetivo en el Fundamento trascendental, aunque meramente negativo, de una Materia entendida como algo limítrofe, como una Idea-límite ontológico general, pasa ahora a convertirse en un fundamento trascendental positivo, como lo que definiría a la realidad misma en su ser del Límite. Por ello la Idea de Límite pasa en Trias a ser la materia de reflexión filosófica por excelencia. Una materia sumamente abstracta que el filosofo catalán prefiere tratar, al modo platónico, por vía metafórica a través del análisis de obras artísticas como el Gran Vidrio de Marcel Duchamp o el concepto geográfico-polìtico del limes o frontera del Imperio romano. (Hemos tratado de ello en el apartado “El renacer de la filosofía en la España actual”, pag. 208 s.s. del libro Del Yo al Cuerpo). Trías, profundizando y corrigiendo la Idea kantiana del “limite” experiencial del conocimiento humano o la concepción wittgensteniana de los “límites del lenguaje como límites del mundo”, introduce una concepción no meramente negativa del Límite, como era la concepción del límite del conocimiento como mera barrera (Schrank) en Kant, espejo en Wittgenstein o línea diferencial en Heidegger, sino como límite positivo, como territorio poblado (limes romano) que permite su elevación a la categoría de Fundamento que da razón, como “razón fronteriza” de algo.
Es esta Idea de una fundamentación “fronteriza” lo que nos parece el más interesante resultado de la original e inusitada aventura ontológica o “metafísica” de Trías. Pues en ella la Cosa en si kantiana, como Materia ontológico general, deja de ser Fundamento para ser considerada, por influencia del último Schelling, como lo “sin fondo” (Ungrund), como un “fundamento en falta” al que asoma el Límite mismo situado entre el mundo fenoménico y el nouménico, que sería el verdadero fundamento generador, el Urgrund del que hablaba también Schelling (En La última orilla. Introducción a la Spätphilosophie de Schelling, hemos comparado la Materia Ontológico General de Bueno con el Ungrund schellinguiano. El esloveno Slavoj Zizek en su libro The invisible remainder. On Schelling and related matters ha despertado el interés internacional en los últimos tiempos sobre estos aspectos profundos del Ungrund schellinguiano). En tal sentido, la propuesta de un fundamento fronterizo, no meramente negativo, como la Cosa en si kantiana, o como la Materia como Idea-límite, sino como un fundamento positivamente determinado como limite o frontera mismo, que actúa como un Principio generador de la comprensión racional del mundo exigida por la filosofía, como un Principio dado in medias res y no ya de modo Absoluto, primero o último, dicha propuesta de Trías nos ha llevado a ponerla en conexión con novedosos desarrollos que se habían llevado a cabo en la investigación científica y filosófica del siglo XX. Concretamente con dos muy conocidos. Primero con el papel fundamental que empiezan a jugar los órganos fronterizos del cuerpo humano, las extremidades corporales, especialmente las manos, en la explicación del origen y desarrollo del conocimiento en la Psicología genético-evolutiva de Piaget. Y después, con la propuesta de Ortega y Gasset de sustituir el famoso Yo fichteano por la Vida, como nuevo fundamento ontológico fronterizo y positivo situado entre la realidad material meramente mecánica y la realidad cultural objetiva. Sobre ello trataremos en otra ocasión.
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