Los tiempos están cambiando tan vertiginosamente que nuestra
visión de la penosa situación en la que, de golpe, ha entrado la economía
española, corre el riesgo de verse superada, día tras día, por los acontecimientos.
La única forma de no ser engullido por el vértigo creciente que provoca la
brecha que se está abriendo, entre las propuestas de nuevos “brotes verdes” por
parte del gobierno actual y su desmentido por los datos económicos que indican
la continuación de la recesión de la economía española, es atenerse a una
política realista que se limite a análisis fríos y rigurosos cogiendo el toro
por los cuernos. Porque, si estamos entrando en un infierno económico, al que
nos castigan nuestros tradicionales pecados nacionales (corrupción económica e
institucional, incumplimiento de las leyes, debilidad del sentimiento nacional,
localismo, etc.) lo mejor será abandonar toda esperanza, como estaba escrito al
puerta del Infierno, según relata Dante en La
Divina Comedia.
Pongámonos de una vez en lo peor y seamos realistas: hemos
acabado con aquella democracia soberana que tanto asombró al mundo en los años
de la llamada Transición. Ya no somos soberanos, pues dependemos de la continua
supervisión de Bruselas quien, no contenta con determinar con férrea austeridad
nuestro Presupuesto Nacional, comienza a supervisar nuestros bancos y a hurgar
en nuestra privacidad económica. Es la única forma de que no quebremos y
podamos salir del pozo en que nos ha metido el crecimiento de nuestra inmensa
deuda, sobre todo la privada que afecta tanto al empresario como al españolito
de a pie atado a una hipoteca o a un simple crédito de consumo. ¿Qué nos ha pasado?, ¿qué es lo que habremos
hecho mal para merecer esto?. Lo más cómodo es echarle siempre la culpa a otro,
sea la crisis mundial o el vecino de piso, creyendo que nosotros estamos
enteramente libres de culpa. Pero dejémonos de paranoias conspiratorias
acusando a los otros, ya sean estos los mercados internacionales, la avaricia
de los especuladores, etc., pues en un mundo real, en los triunfos y en los
fracasos, siempre se debe contar con estas cosas. El mundo, sin pasiones como
esas, no se movería. Otra cosa es la dirección que le queramos imprimir. Pero
eso depende más de nuestra inteligencia. Usémosla de forma insobornable,
poniendo entre paréntesis de momento nuestra filias y fobias, nuestras
conveniencias o intereses del momento y vayamos a lo esencial, que no suele
estar tan lejos ni ser algo extraño a nosotros mismos.
En cuestiones de inteligencia hemos tenido españoles
egregios que se pelearon en su tiempo con los problemas de la modernización de
la vida española, esa asignatura que hemos vuelto a suspender. Uno de ellos fue
Ortega y Gasset, el cual se enfrentó en su juventud con el fracaso del
“sistema” de la Restauración decimonónica. Lo más llamativo de su diagnóstico
sobre el régimen político de la Restauración lo dejó escrito en el libro La redención de las provincias (Sirva como resumen mi artículo: "Idea leibniziana de una Constitución Autonómica para España en Ortega"). Allí
dice que la causa del fracaso de aquel régimen no estaba tanto en los corruptos
oligarcas y caciques, a los que culpaba Joaquín Costa, sino en el mal diseño
político de Cánovas mismo. La corrupción era un mero resultado obligado de un
mal planteamiento inicial, en el que incurrieron los que diseñaron la
Constitución política de aquella primera Monarquía Parlamentaria española.
Consistió, según Ortega, en no tener en cuenta el atrasado provincianismo de la
mayor parte del país. Por ello las primeras elecciones a diputados en Cortes
fueron recibidas, salvo en grandes ciudades como Madrid o Barcelona, con una
gran abstención. No obstante ello, el gobierno decidió nombrar diputados con
muy baja votación, los llamados “cuneros” y dar por válida la elección
equiparando los diputados legítimo con los ficticios. Así, el sistema de la
Restauración empezó a funcionar, aunque con un pequeño defecto que se creía
poder solucionar con el rodaje.
Una vez nombrados, los diputados acuden a sus distritos y se
presentan unos como conservadores, otros como liberales, pero, en cualquier
caso, como representantes del gobierno central que disponen de dinero para
hacer puentes, carreteras, etc. La mayoría de los electores, según Ortega, por
el atraso de la sociedad agraria española, no podía entender que significaba liberal
o conservador, pero si empezó a entender inmediatamente que unos y otros representaban
dinero, obras, poderes reales y no quimeras como libertad, justicia o igualdad.
Po ello surgió un avispado cacique que se le ocurrió adelantar un dinero
comprando los votos con la intención de sacar un beneficio a través del acceso
exclusivo a aquel maná que llovía del Estado. Así se empezó a reducir el
absentismo electoral, aunque pagando el precio de la corrupción del voto.
Ortega señala que, de forma apodíctica, como en una demostración por reducción
al absurdo, el sistema entró en crisis cuando el número de diputados de
procedencia caciquil fue superior a los diputados “cuneros” nombrados por el
Estado Central de forma fraudulenta. Pues entonces el Gobierno central quedó en
manos de los caciques locales con lo cual fue imposible llevar a cabo una
política nacional unificada, comenzando la sublevación secesionista contra la
“bota de Madrid” que llevaría a un desgobierno y un desorden al que solo pudo
poner fin la única estructura nacional que se mantenía todavía unida, el
ejercito. Por ello, para Ortega, la Dictadura de Primo de Rivera, no fue un
fenómeno extemporáneo sino el resultado necesario a que condujo aquel error
originario en que incurrieron las élites políticas que diseñaron la
Restauración de forma puramente ideal, sin tener en cuenta la realidad
localista y atrasada de la mayoría de
las provincias españolas.
Un siglo después, la situación parece volver a repetirse con
esta Segunda Restauración. Pero es necesario percibir las diferencias. Pues, en
ella España ya no se presenta como un país agrario y atrasado, sino como un
país industrializado y avanzado, gracias en parte muy importante, al llamado
milagro económico del franquismo. En él, la población participa conscientemente
en los procesos electorales y no existe propiamente fraude electoral. Incluso
se puede decir que la reorganización territorial en Autonomías, que Ortega
proponía en La redención de las provincias, como forma de superar el defecto
del localismo y particularismo político que aquejaba a los españoles, se ha
puesto en práctica de forma más amplia que en la II República, aunque la
presión de la izquierda y los nacionalismos independentistas, junto con la
inacción de la derecha, han alterado su original sentido meramente
descentralizador en uno soberanista y confederal que, si Ortega lo pudiese ver,
se llevaría las manos a la cabeza y volvería a decir “no es eso, no es eso”.
Por ello, lo verdaderamente nuevo de esta Restauración ha sido la introducción
por los “Cánovas” de turno, no tanto de una nueva Constitución política, cuanto
de una nueva especie de “constitución económica”: la entrada en el Euro, como
paso hacia la creación de una Europa federalmente unida. El proceso fue similar
en que también aquí se introdujo esta “constitución económica”, el Euro, de
forma idealista y desde arriba, sin debatirlo previamente ni consultar a los
españoles. El proceso lo llevó a cabo Aznar, aunque con el respaldo de los
socialistas. Los escasos críticos de la medida fueron silenciados y la primera
reacción del español común fue de indiferencia y cierta irritación por
acostumbrarse a una nueva moneda de enjundioso cambio y de inmediata subida de
precios en productos muy cotidianos.
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