El estudio científico de la mano es muy reciente. Su
papel fundamental en el aprendizaje empezó a ser puesto de relieve en el último
tercio del pasado siglo por la paleo-antropología, la neurología, la
lingüística, al plantearse preguntas sobre los cambios manuales, que
propiciaron la construcción y el uso de herramientas en los homínidos, o el
papel que desempeñaron los gestos simbólicos proto-lingüisticos que sirvieron
para organizar y transmitir los procedimientos de construcción de hachas u
otros instrumentos técnicos que devinieron trascendentales para la
supervivencia de los homínidos.
El libro de Frank R. Wilson, La mano. De cómo su uso configura el cerebro, el lenguaje y la
cultura humana (Tusquets, Barcelona, 2002), marcó un hito
importante en la llegada al gran público (el libro fue nominado como finalista
en el apartado de divulgación científica de los famosos Premios Pulitzer) de la
tematización científica de esta humilde parte del cuerpo, a la que no se le
concedía demasiada importancia al tratar de cuestiones tan importantes como la
cultura o la propia inteligencia humana. Esta infravaloración tradicional de
las manos se nos presenta ahora, tras estas nuevas aportaciones científicas,
como un prejuicio inveterado que habría que remontar a Aristóteles, el cual, en De Partibus Animalum, habría tergiversado la frase
atribuida a Anaxágoras de que “el hombre es más inteligente que los animales
porque tiene manos”, en el sentido de que el tener manos dependía de ser más
inteligente por tener un cerebro superior.
La paleo-antropología evolucionista ha apuntado, en la
dirección contraria a Aristóteles, al sostener que el cerebro humano podría
haber dado un salto decisivo desde el tamaño del cerebro de un mono hasta el
mucho mayor del cerebro humano, debido principalmente al uso de herramientas,
posibilitado por las transformaciones en las manos. Por tanto, que el cerebro
creció al perfeccionarse las manos y no que las manos procedan de un cerebro
superior previo a ellas.
Frank Wilson, que relata de modo
riguroso y ameno en su libro muchos de estos hallazgos científicos en la
evolución de los homínidos, se encontró con el tema de las manos como
consecuencia de su profesión de neurólogo en su consulta del Peter F. Ostwald Health Program for Performing Artist de la
Universidad de California, en San Francisco. Tratando a músicos profesionales
que padecían serias lesiones o calambres en sus manos que les impedían
continuar su profesión o una brillante carrera de pianista o guitarrista, se
vio obligado a comprender la mano como un órgano mucho más complejo y
misterioso de cómo se lo solía ver por la medicina clásica. Pues la causa de
los movimientos de las manos de un músico no se explica solo sin pasar de la
muñeca, ya que, bajo la piel, hay tendones y nervios que se prolongan en el
brazo, el cual es una especie de grúa muy compleja dotada de una biomecánica
propia. Pero, los nervios no terminan en el brazo sino que continúan hasta la
médula espinal, la cual está en conexión con el cerebro. A su vez, sabemos que
lesiones o enfermedades que afectan a determinadas zonas del cerebro pueden
tener efectos característicos en la movilidad manual.
La relación de la mano con el
cerebro, esa parte del cuerpo humano que continúa siendo poco conocida, a pesar
de los avances de las últimas décadas, hace que no podamos saber hoy todavía lo
que puede una mano. De un modo semejante, el filósofo Spinoza, al tratar de la
relación filosófica del cuerpo con el alma, planteada de forma dualista por el
cartesianismo, sostenía que “... nadie, hasta ahora, ha determinado lo que
puede el cuerpo” (B. Spinoza, Etica, Parte Tercera, Prop. II).
Hoy, como en los tiempos de Spinoza, podríamos decir que no conocemos lo que
puede la mano, porqué no conocemos todavía completamente la fábrica del cuerpo,
sobre todo en las complicadas funciones cerebrales. Pero Wilson no se queda
aquí sino que pretende también elevarse a una consideración más profunda que la
meramente científica, una consideración más básica que afecta al sentido de la
propia vida humana. Wilson se remite para justificar tal afirmación a la
experiencia en su tratamiento de músicos para los que su habilidad manual,
ampliamente desarrollada y ejercida, constituye una fuente de satisfacción
inmensa que llena plenamente toda una vida.
Una satisfacción que se puede relacionar con aquella
que buscan tantos oficinistas o trabajadores que llevan a cabo tareas
repetitivas, automatizadas y tratan en su tiempo de ocio de dar salida a sus
impulsos y habilidades manuales residuales con los deportes espectáculo, la
caza, la pesca, los juegos de ordenador, las fantasías fílmicas violentas, etc.
Las manos pueden ser vistas, por ello, como una palanca o trampolín con un
significado filosófico profundo y básico que actúa como garante de la
racionalidad del mundo en el que vivimos.
Artículo publicado en El Español (26-8-2016)