El nuevo y emergente partido Ciudadanos tiene posibilidades de convertirse en el
nuevo partido de los intelectuales españoles. En tal sentido recuerda al
Partido Reformista de Melquíades Alvarez o a la Agrupación de Intelectuales al
Servicio de la República de Ortega, Marañón y Ayala.
La
comparación no es superficial ya que puede tener un calado más hondo, en
el sentido de que una preocupación esencial de aquellos partidos republicanos
era dar presencia en la vida política nacional a las minorías intelectuales,
las “elites”, que Ortega echaba de menos en España, en comparación con lo que
ocurría en nuestros poderosos y avanzados vecinos franceses, ingleses y
alemanes. Dichas minorías intelectuales, integradas por profesores, humanistas,
científicos, médicos, abogados, lo que se denomina personas cultas en general,
que parecen coincidir con el perfil de votante del partido de
Albert Rivera, debían aportar a
la dirección política del país un peso de seriedad y competencia, avalado por
el conocimiento de la historia y de las complejidades de las modernas
sociedades industriales, que pueda influir, por el peso
de sus
votos, en la dirección última del destino de los españoles, para que este no se
configure únicamente por fuerzas económicas y sociales polarizadas en una lucha
ciega, sorda e irreflexiva, como ha ocurrido en trágicos enfrentamientos
pasados.
Precisamente,
una de las causas que condujeron a la guerra civil fratricida entre españoles,
llena de ignorancia y fanatismo, fue el retraso de España en sustituir a una élite
intelectual medieval, como
era la Iglesia, por una élite
científica e intelectual ya entonces con importantes figuras como Ramón y
Cajal, Clarín, o el movimiento krausista, que permanecieron marginados por los
políticos del famoso turno entre Canovas y Sagasta. A pesar de los esfuerzos de
acciones aisladas, como la Extensión Universitaria en la Universidad de Oviedo, el
pueblo, en progresivo proceso de proletarización, permanecía en la ignorancia
más absoluta sobre la nueva sociedad industrial que se estaba abriendo camino,
un poco tardíamente, en España. Dicha ignorancia le conduciría a caer en manos
del fanatismo proletario fomentado por los partidos revolucionarios obreristas
que se constituían entonces. El choque con la reacción violenta y de sentido contrario fue inevitable.
La organización
de unas minorías intelectuales que asumiesen los principios de la sociedad
moderna había dado un paso muy grande, con respecto al siglo XIX, por obra de
líderes intelectuales como Unamuno y Ortega. Fue la primera vez que España pudo
ofrecer al mundo, agrupados en la institución cultural de la mítica Residencia
de Estudiantes, un conjunto de nombres en los diferentes campos de la
cultura y la ciencia moderna, desde Ortega hasta Dalí, pasando por Buñuel,
Ramón y Cajal o Severo Ochoa, con amplia resonancia y efecto internacional.
Pero el intento de reconducir la República, por la intervención de tales
intelectuales, señaladamente las agrupaciones de Ortega y Melquíades Álvarez,
evitando el enfrentamiento trágico entre los extremistas antidemocráticos,
fracasó. La guerra civil y la dictadura franquista fueron los corolarios de
aquella esperanza que trajo la II Republica.
Hoy
nos encontramos en una situación en que una nueva Restauración democrática está
conduciendo, en su desarrollo bipartidista, a nuevos enfrentamientos, ya no
tanto en torno a un radicalismo social organizado (aunque la aparición de un
partido totalitario de izquierdas como Podemos puede reactivar las luchas
económico-sociales), sino en torno a la cuestión
territorial y lingüística, con amenazas serias de secesión de algunas partes de
España. Esperemos y confiemos en que la irrupción del nuevo partido de
Albert Rivera, que busca ocupar
el verdadero centro, permita que el poder moderador de los votos de tales
minorías intelectuales se imponga. Al menos por
su posibilidad de hacer de arbitro moderador, (desplazando al nefasto
arbitrismo de los nacionalista vascos y catalanes) sobre las
tendencias bárbaras, ignorantes y
fanáticas que amenazan con apoderarse de nuevo de un pueblo al que se pretende,
desde la llamada Transición, mantener alejado de la ilustración y el
progreso por medio del monopolio de los grandes medios de comunicación,
singularmente la televisión hoy dominada por la cultura de la banalidad y el
entretenimiento. Es la única esperanza de regeneración que vislumbramos a corto
plazo. A medio plazo se requiere algo más profundo, como sería el cumplimiento
del programa orteguiano de introducir, por medio de las minorías culturales, una filosofía que de nueva vida y racionalidad al pensamiento y a las
Ideas que deben presidir y dirigir la necesaria crítica política, sin la cual debe abandonarse toda seria
esperanza de regeneración y progreso. Pero para dicha tarea es imprescindible
la revitalización de la Universidad y de las instituciones educativas.
Manuel F. Lorenzo
P.D. Hace casi una década que fue publicado el artículo que sigue, recogido en mi libro En defensa de la Constitución (2010), pgs. 95-97:
Manuel F. Lorenzo
P.D. Hace casi una década que fue publicado el artículo que sigue, recogido en mi libro En defensa de la Constitución (2010), pgs. 95-97:
Ciutadans : la esperanza catalana.
Pasadas las recientes elecciones
autonómicas de Cataluña, se está llevando a cabo por toda la esfera mediática
un balance e interpretación de los resultados desde puntos de vista más o
menos interesados. No obstante, la clase política dominante, y sus
prolongaciones mediáticas, siempre trata de arrimar el ascua a su sardina y,
por ello, no es muy de fiar en sus valoraciones. Sobre todo cuando se produce
un resultado sorpresa como es el caso de la irrupción de una nueva formación
política como es Ciutadans de Catalunya. Además de la baja participación
electoral es este el dato más significa-tivo, como ha sido reconocido por la
prensa en general.
Pero este dato debe ser interpretado y,
por ello, nos vamos a arriesgar dando una interpretación desde un enfoque
histórico filosófico que no es habitual en nuestros habituales comentaristas,
mayormente centrados en rivalidades y querellas personales. En España, como ya
señalaron Clarín, Unamuno y otros, las discusiones públicas acaban derivando
inevitablemente hacia las cuestiones personales, quizás por aquello del
caudillismo o de la tendencia a la adhesión incondicional a un líder al que se
encumbre con los atributos personales de la beatería al uso religioso. Para
neutralizar esta tendencia subjetivista es necesaria arrojar luz con el fin de
que triunfe la claridad frente a tanto oscurantismo autoritario que nos sigue
amenazando con el ¡cuidado con lo que dices!. En tal sentido, la luz histórica,
en este asunto, está en relacionar el surgimiento del partido de los Ciudadanos
con otros partidos anteriores que habrían mantenido un programa semejante de
búsqueda del centro evitando tanto el centralismo rígido como el separatismo
disgregador.
El primero que se nos viene a la cabeza es
el CDS de Adolfo Suárez. Pero aquel fue un partido organizado desde el poder y
no consiguió enraizar en un electorado mínimo que le permitiese mantenerse y
crecer. Además tenía el inconveniente de las relaciones de Suárez, y buena parte de sus componentes, con el
franquismo. Yo creo que deberíamos volver más atrás, a antes del franquismo y
la Guerra Civil, para encontrar un partido que podría guardar ciertas
semejanzas con Ciutadans. Deberíamos volver a recordar al Partido
Reformista, el “partido de los intelectuales” fundado por el gijonés,
catedrático de la Universidad de Oviedo y discípulo de Clarín, Melquíades
Álvarez. En un artículo anterior
publicado en este mismo sitio (“Recordando a Melquíades Álvarez”) señalé la
semejanza en la actitud antidemocrática y antiliberal de reventar un mitin de Ciutadans
durante la campaña del Estatuto catalán y el ataque violento de socialistas y
otros grupos de izquierda y organizado a otro mitin de los melquiadistas en el
teatro Campoamor de Oviedo al inicio de la República.
El partido Reformista, que se
transformaría en el Partido Democrático-Liberal durante la República, era el
partido que a principios del siglo XX quería recoger la mejor tradición
liberal española que representaron en el siglo anterior Castelar y Clarín. Su
programa de grandes Reformas lo situaban en el centro-izquierda con el objetivo
de modernizar y regenerar España y
sacarla de su decadencia para incorporarla al mundo de las potencias más
avanzadas. No pretendían llevar a cabo una Gran Revolución al estilo de la
francesa o la rusa, sino que pensaban y confiaban, que por las circunstancias
históricas muy diferentes de las de Francia y más próximas a Inglaterra, en el
sentido de la importancia de su influencia política y cultural en un extenso
imperio colonial, debía ser la Monarquía la que tomase la iniciativa reformista
para superar los llamados por Melquíades Álvarez (gran artífice de este
reformismo posibilista ya iniciado por Castelar, impresionado por la
irracionalidad del cantonalismo triunfante en la Iª República de la que fue el
cuarto Presidente) "obstáculos tradicionales", esto es,
soberanía popular, fin del caciquismo y del poder de la oligarquía
terrateniente, libertades de prensa, sindicales, descentralización político
administrativa, etc.
Dicho programa no fue nada utópico ni
idealista, como creyeron los otros republicanos que como Azaña o Negrín
acabaron apoyando al radicalismo revolucionario del Frente Popular, sino que
fue el que se llevó a cabo en la llamada Transición a la Democracia encabezada
por la propia monarquía juan-carlista, muy diferente en esto a la actitud de
la monarquía alfonsina. Y es esencialmente el que está llevando a cabo la
España de la monarquía constitucional, con una inesperada y peligrosa
desviación provocada por el rebrote de una nueva oligarquía de grandes
partidos, grandes bancos y grandes grupos mediáticos que, libres de un arbitro
severo que castigue sus excesos como intentaba hacer la Monarquía alfonsina
durante la Restauración decimonónica con la antigua oligarquía terrateniente,
campean por sus fueros particularistas poniendo en peligro, de forma
inconsciente y ciega, la propia unidad nacional.
La situación es hoy más grave, pues la
actual monarquía constitucional no tiene ya la posibilidad de corregir dichos
excesos con el famoso “turno de partidos” de la Restauración, ya que el Rey no
es el soberano sino que lo es el electorado. Es por ello que el necesario
arbitro que frene y castigue tales peligrosos excesos sólo puede salir de la
voluntad popular emanada de las urnas. Y en tal sentido nos parece que el éxito
electoral de Ciutadans, con su sorpresiva irrupción electoral en
Cataluña, si sigue aumentando su representación política, como es lo más
probable, representa la irrupción de ese arbitro liberal y democrático que,
extendiéndose al resto de España y convergiendo con lo mejor del Partido
Popular, ponga a raya a los excesos de esta nueva y voraz oligarquía
capitaneada, en esta ocasión, por el mal hacer de Zapatero en sus concesiones
a los nacionalistas separatistas.
Manuel F. Lorenzo
(08/11/2006)