Uno de los problemas que
arrostramos los españoles en nuestro largo y tortuoso proceso de modernización
es, sin duda, no tanto el problema de la unidad estatal, como el de la identidad
nacional. La cuestión de la unidad política estatal está resuelta desde los
Reyes Católicos. En aquel momento, la Monarquía española fue pionera en la
construcción del Estado mayor y más unido de Europa, adelantándose a la
monarquía inglesa y la francesa. Eso, unido al descubrimiento y conquista de
América, le dio a España la hegemonía mundial durante más de siglo y medio.
Pero, a partir del siglo XVII, el Reino de España declina en tal poder y se
adapta mal a los nuevos vientos de la modernidad cultural, sin cuyas Ideas no
era posible hacer la transición de una sociedad medieval agraria a una sociedad
industrial moderna. No obstante, de una forma u otra, tales Ideas modernas
fueron prendiendo también en España y abriendo el camino a la transformación
política que marca el “paso del Rubicón” en la modernidad: la transformación de
la soberanía del Rey en la soberanía de la Nación, en el preciso sentido que
señala Gustavo Bueno: “La Idea de Nación política no podría entenderse como una
mera transformación <>, incluso pacífica, de la nación
biológica, étnica o histórica, sino como un resultado de la violenta y
sangrienta agitación que se produjo en la transición del Antiguo Régimen
(caracterizado por la alianza del Trono y del Altar) al Nuevo Régimen” ( España no es un mito, Ediciones Temas de
Hoy, Madrid, 2005, pgs. 104-5). Se pone, como inicio de este proceso, la famosa
Constitución de Cádiz, cuyo 2º centenario estamos conmemorando. El siglo XIX
termina con un gran fracaso de este proceso de constitución de una nación
española moderna que lleva a la aparición de los movimientos secesionistas
catalán y vasco y a la dictadura de Primo de Rivera y, tras el intervalo de una
República fracasada, a la larga dictadura de Franco.
Tanto Unamuno como Ortega, los grandes
intelectuales críticos con la Restauración decimonónica, apuntaron hacia la
necesidad de una europeización de las élites españolas asimilando la moderna
ciencia y filosofía de los países del Norte de Europa, que creían imprescindible para la construcción de una
conciencia nacional moderna. El joven Ortega, siguiendo las recomendaciones de
Unamuno, se europeiza formandose cultural y filosóficamente en Alemania, donde
observa cómo se va construyendo la nación alemana moderna, según un modelo
propuesto por Fichte. Dicho modelo no podía ser el de una monarquía que
descansaba en un Estado unitario, como la inglesa o la francesa. La unidad
política de los alemanes no existía ya desde las guerras y divisiónes que introdujo la Reforma y solo
mantenían una unidad cultural basada en la lengua común. En ella se apoyó
Fichte, en sus influyentes Discursos a la
nación alemana para construir un espíritu democrático y nacional alemán
apoyándose en la cultura común a los diferentes pueblos germánicos. El
problema, para Fichte, era elevar a un nivel superior, nacional alemán, las fuerzas políticas regionales únicamente
existentes. La clave estaba en ver, como él lo vio, que la lengua alemana no
era un mero instrumento de comunicación importado de otro pueblo anterior, como
era el caso de las lenguas latinas del Sur de Europa, sino que la lengua alemana era, como la griega, una
lengua original, lo que implicaba el estar dotada de una forma de ver el mundo
propia y común a todos los alemanes, una especie de filosofía que solo había que elevar y
pulir haciéndola universalizable al enfrentarla, como habían hecho los grandes
ilustrados alemanes, Lessing, Wolff y Kant, con la tradición de la filosofía
francesa e inglesa.. De ahí que el nacionalismo alemán de Fichte no sea un mero
nacionalismo étnico, como podría ser el de Herder y los románticos. Su
nacionalismo es tan democrático y universal como el nacionalismo moderno
francés o inglés, pues se basa en una filosofía inserta en el área de difusión
de la filosofía de tradición platónico-aristotélica. En tal sentido, no tiene
que ver con el cesarismo del nacionalismo romántico o del nazismo, que
pretendía regresar ucrónicamente a algo similar al Sacro Imperio.
Ortega interpreta el fracaso de
la Restauración en la creación del sentimiento de la nación política española
como producto de dos errores. Uno, por limitarse con Cánovas a copiar el modelo
ingles de una monarquía parlamentaria y, otro, por mantener el centralismo
político introducido por influencia francesa en tiempos de Felipe V. En La redención de las provincias, Ortega
presenta su propuesta más acabada para la Gran Reforma que precisa España, si
quiere culminar su constitución como nación política moderna. El centralismo
introducido por la monarquía borbónica, en un momento de una España en una fase
imperial decadente, no consiguió, ni siquiera con Carlos III, sacar al país de
su letargo e inacción provinciana. Una España de hidalgos satisfechos por las
glorias de sus antepasados, que pretenden vivir de rentas y de gloriosos
recuerdos, permaneciendo ciegos, en una especie de tibetización del país, a las
vías de agua que se habrían en el Imperio causadas por el poder ascendente de
ingleses, holandeses y franceses. Por ello, Ortega ve un rasgo común entre el
localismo provinciano español, fruto de la decadencia imperial, y la división y atraso provinciano de los
alemanes, fruto de las guerras religiosas. Y, de modo similar a Fichte,
considera que la única forma de crear el sentimiento nacional es, no desde
arriba, de modo centralista, como en Inglaterra o Francia, que disponían de
unas élites modernas modélicas cuyo influjo se irradiaba para emulación de todo
el país desde centros culturales prestigiosos como Paris o Londres, sino desde
abajo, partiendo del sentimiento regional de los provinciales y avivando su
fuego hasta que genere un sentimiento nacional político español, ya que no existían focos
de nuevas Ideas tan potentes como las mentadas ciudades. Ese fuego provincial
podía encender pasiones nacionales en Alemania apoyándose en los logros culturales
que enorgullecen a todos los que comparten la lengua y cultura alemana, como
ocurrió con la revolución introducida en la filosofía moderna por el
provincial Kant, o la creación de un teatro alemán por Lessing. Tal
sentimiento orgulloso de unidad cultural nacional llevaría a los proyectos de
centralización nacional imperial con Bismarck y su Kulturkampf, y de Federalismo democrático de la actual y prospera
Alemania, tras la República de Weimar y
del ucrónico y fallido III Reich.
En España, Ortega, al contemplar
la ausencia de sentimiento político nacional real y vigoroso, y no de “cartón
piedra” como era el que consiguió Cánovas con la Restauración, - que quería
continuar la Historia de España en la retorica de aquellos próceres tan
denostados por la Historia real -, propone también, como Fichte, una meta cultural común
para la provinciana España, la meta de la europeización cultural, una “liebre”
que había levantado el buen ojeador que era Unamuno pero que, mal cazador, no
supo cobrar la pieza. Ortega, mejor cazador, se llevaría el trofeo cobrando con
precisión y buena puntería, la pieza deseada. Así, Europa era, para Ortega,
especialmente dos cosas: ciencia y filosofía. Justamente las dos asignaturas
pendientes de la modernización cultural española. En tal sentido, esa
modernización, que no se había podido producir en Madrid, por la prepotencia e
intolerancia del clero aliado con el Trono, debía producirse en provincias. Por
ello Ortega “imita” dialéctica y creativamente el modelo alemán proponiendo,
no ya una centralización federal (la cual implicaría la ruptura violenta del
país, como ocurrió en ensayo el cantonalista de la I República), pues España
era ya un Estado unitario secularmente consolidado, sino proponiendo una
descentralización autonómica del Estado. Dicha descentralización no plantea
problemas de soberanía, como ocurre en el caso del federalismo alemán en el que
se habla de “cesión de soberanía” de los Länder,
sino de cesión de meras Competencias que se traspasan a las Comunidades Autónomas
y que pueden recuperarse cuando sea preciso por el poder central. Asimismo, hay
Competencias que no se deben traspasar por su carácter universal, como la
Justicia o la Educación y Ciencia o por ser de ámbito internacional, como la
Diplomacia, la Defensa, etc. Ortega pensaba que ello conduciría a una
revitalización de Madrid beneficiada por estas corrientes provinciales que
acabarían confluyendo allí, obligándola a abandonar su casticismo madrileñista
y a modernizarse como capital de la nación política española, destinada a jugar
el papel de una gran capital internacional, como Paris o Londres.
En los últimos 30 años hemos
asistido a un nuevo intento de modernización política en España, tras la
finalización de la modernización industrial llevada a cabo por el llamado
Régimen franquista. Franco, manteniendo la unidad del Estado, tras una cruenta
Guerra Civil, de la que salió como general victorioso, pretendió despertar en
los españoles el sentimiento de reconciliación nacional, de consciencia y
orgullo de pertenecer a una misma nación, no solo histórica sino política, con
proyección de futuro y prosperidad, o como decía el ideólogo del Régimen, José
Antonio Primo de Rivera, como unidad de destino en lo universal. Pero, para
consolidarse como tal, dicho sentimiento nacional debía pasar por el abandono
del andador dictatorial y mantenerse libremente en pie sin ataduras o soportes.
La ocasión llegó con la muerte de Franco y el final de la Dictadura. Como
consecuencia de una pacífica y modélica Transición, que asombró al mundo, se constituyó, entonces, por previsión del propio
Franco, una II Restauración de la Monarquía Constitucional, en la que se abrió,
por iniciativa del Rey, como nuevo Jefe del Estado y del franquismo aperturista
de Torcuato, Suarez, etc., un Proceso Constituyente democrático en el que, como
novedad más desatacada, se introdujo una reorganización territorial del Estado que
se aproximaba mucho al Autonomismo regionalista propuesto por Ortega.
Solo un pequeño matiz enturbió la
similitud, como denunció entonces Julián Marías, fiel discípulo de Ortega: la
introducción del término “nacionalidades históricas” por presión de los grupos
nacionalistas catalán y vasco. Tampoco era un obstáculo insuperable. Todo
dependía de la interpretación que los Gobiernos y Tribunales diesen al término.
Pero sucedió lo peor. Pues los gobiernos socialistas, guiados por su concepción
federalista del Estado, no tomaron como guía el Autonomismo que Ortega había
contrapuesto al Federalismo, sino que, orientados más por el “derecho de
autodeterminación” de los pueblos de la doctrina marxista, aunque la
abandonasen de palabra, desarrollaron la descentralización como una cesión de
soberanía, en tanto que cedieron competencias que Ortega consideraba
irrenunciables, como la Educación, la Justicia e incluso parte de la política
exterior (Embajadas catalanas, vascas, etc.). En tal sentido, lejos de
fortalecer el sentimiento nacional, lo reprimieron desviándolo hacia el
regionalismo secesionista. La falta de identificación con la enseña nacional constitucional
roji-gualda, en regiones enteras de España, es el síntoma en el que aflora el
fracaso en la construcción de la nación política española. La propia II
Restauración de la Monarquía democrática afronta una crisis económica que hemos
analizada en otros artículos (“¿Fin de la Restauración democrática en España?”
y “La dictadura de Bruselas”, Blog 1-6-2012) y que nos obliga, a los que queremos que se logre
la existencia de una nación política española democrática, a proponer la
rectificación profunda del rumbo
político.
Ante esta situación, algunos creen
que, suprimiendo la descentralización autonómica y volviendo al centralismo
administrativo napoleónico, se solucionarían los acuciantes problemas
económicos de la deuda. Es una visión a corto plazo que ignora la dimensión
filosófica del asunto, tal como la planteó Ortega. España no es un pequeño país
como Irlanda o Grecia o Portugal y su modernización y constitución como nación
política no se conseguirá sin la ayuda de los filósofos, como ocurrió con
Inglaterra, Francia o Alemania, donde, por ello, están orgullosos de sus Locke,
Montesquieu, Kant o Fichte. En el siglo XX hemos tenido algunos como Unamuno y Ortega,
que se han ocupado, en sus libros y escritos, de analizar nuestra situación
como nación y que han influido, con sus Ideas, en el curso de la Historia de
España más reciente. La llamada “clase política” todopoderosa o “partitocrática” de esta II
Restauración creyó que podía consolidar la nación democrática española por si
misma, olvidando y marginando a los filósofos españoles, como Ortega. Pero nos
está llevando al desastre. Por ello debemos de tener cuidado de que, cuando
arrojemos el agua sucia de este “autonomismo” soberanista, no arrojemos al niño
que estamos lavando. Por eso debemos
volver a recordar que el “autonomismo” confederal actual no se puede mantener y, por tanto, hay que volver
al autonomismo orteguiano. Pues el modelo del autonomismo propuesto por Ortega no
es el de los estatutos de 2ª generación que Zapatero, de modo irresponsable y
necio, concedió a Cataluña, sino más bien, creemos, el modelo de un autonomismo
como el asturiano, que es compatible con el sentimiento nacional español. Ese
autonomismo, que se está empezando a
desarrollar, de una forma balbuceante y no exenta de truculencias
personalistas, impulsado por Álvarez Cascos, es el que puede permitir cambiar
el rumbo hacia la construcción de un sentimiento nacional español democrático.
Ya Ortega, en su visita a Asturias, se fijó en la pervivencia de un “ruralismo”
asturiano perfectamente compatible con el orgullo legítimo de ser la cuna de la
nación histórica española. Pero hoy no basta con la nacionalidad histórica,
basada en la soberanía del monarca, sino que nuestra tarea es la construcción
de una nación política española democrática, basada en la soberanía de los
españoles. Y para eso Asturias, como pedía Ortega, debe ser, en tanto que
región, transitiva, es decir debe exportar su modelo de regionalismo al resto
de España. En ello nos va de nuevo la existencia, como nos la jugamos en los
lejanos tiempos de Pelayo y Covadonga.
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