Los intelectuales eran, desde la
Ilustración, las élites que debían conducir al resto de la sociedad en la lucha
por una sociedad más igualitaria y más justa. Eran los detentadores del nuevo
“poder espiritual” que, según el fundador del positivismo, el Conde de Saint-Simon, -y por analogía con la sociedad
medieval, en la cual ese “poder espiritual” lo detentaban los teólogos-,
estaría integrado en la naciente sociedad industrial por los científicos, los
artistas y los filósofos. En general, la opinión actualmente vigente es que el
intelectual, representado por filósofos, científicos o personajes de gran
cultura, como se decía antes, ha muerto. Pero la función que cumplía la ha
heredado el artista popular que encabeza habitualmente las manifestaciones políticas
-incluidos los conciertos por algún tipo de causa- y es
continuamente reclamado por los media.
En el interregno se ha podido producir la
falsa impresión de que los especialistas científicos pudiesen sustituir a los
intelectuales. En realidad eran meros sucedáneos, pues tras la caída del Muro
de Berlín, las estructuras ideológicas de propaganda reconstruidas durante la
Guerra Fría, que se sustentaban en la contraposición ideológica
capitalismo/comunismo, se vinieron abajo, faltas de sentido y entonces emergió
la "voluntad de poder como arte" de la que hablaba Nietzsche: el artista-filósofo post-moderno, que
proclama el fin de las ideologías engañadoras y señala, tras dichas máscaras,
por medio de las cuales las Ideas adquieren plasticidad, a la voluntad de
poder, al deseo mismo como el verdadero motor de la historia. Con él se
relativiza la verdad, base del poder del antiguo intelectual, y se abre la puerta a un mundo de fábula,
que ahora se llama el mundo de la post-verdad, en el que se pueden cumplir todos
los deseos y en el que se mueve como pez en el agua el artista que seduce al
gran público, ese ser que no ha perdido el contacto con lo primitivo, lo
salvaje, fuente telúrica de inspiración.
En vez de los intelectuales ahora aparecen
los juglares. Y, entre estos, los músicos dionisíacos son los primeros, pues ya
para Schopenhauer la música se distingue del resto de las
artes por ser expresión directa de la Voluntad. Del maridaje entre los media y el artista surge el marketing publicitario
y un auténtico bombardeo musical. Como escribía Allan
Bloom: “Nietzsche, en particular, trataba de abrir nuevamente las
fuentes irracionales de la vitalidad, volver a llenar nuestro seco río con el
líquido procedente de fuentes barbáricas, y, por ello, alentaba lo dionisíaco y
la música que de ello derivaba. Este es el significado de la música rock. No
insinúo que proceda de elevadas fuentes intelectuales. Pero se ha alzado hasta
sus actuales cumbres en la educación de los jóvenes sobre las cenizas de la
música clásica, y en una atmósfera en la que no existe ninguna resistencia
intelectual ante el desenfreno de las pasiones más descarnadas” (El cierre de la mente moderna, Plaza & Janes,
Barcelona, 1989, p. 75).
Y es precisamente esta técnica mediática,
junto con la democracia-social que facilitó el acceso a las universidades a las
minorías raciales y culturales no occidentales, aquello que, según venimos
diciendo, ha colaborado indirectamente al ascenso de lo que podemos denominar
el hombre-minoría. Por minoría no entendemos, queremos insistir en ello para
evitar equívocos ni la nobleza, ni la aristocracia, ni las élites, ni nada de
eso. No se trata aquí de una clase social, sino de un modo de ser social
estadísticamente determinado. Nuestra tesis es que el
hombre-minoría empieza a imperar culturalmente en las últimas décadas,
a partir de movimientos juglarescos derivados del movimiento estudiantil del
68, tanto de París como de Berkeley.
Es cierto que el poder social directo en
la democracia lo ejerce, en último término, la opinión
pública. Es ella y no la burguesía capitalista,
o cosas por el estilo, la que impone actualmente, sobre todo tras la
americanización de la democracia, los gustos y costumbres. Pero cada vez los
impone más a través de sus propios localismos, como se puede comprobar en el
predominio de lo que, en España, desde los tiempos de Goya, se denomina majismo. Y dentro de esa opinión pública, el grupo superior, la aristocracia, los majos, son sin duda los artistas
populares de los media: cantantes, estrellas de cine, deportistas considerados
como geniales, etc. El artista en tanto que se le supone como atributo esencial
la originalidad y la naturaleza genial. El artista en sentido amplio,
por tanto, que conecta o comunica con su público, el juglar y
no ya el artista como poseedor de una depurada y compleja técnica propia
de la música clásica, es el que lleva hoy, para bien o para mal, en el
imaginario social la antorcha arrebatada a los antiguos intelectuales.
Artículo publicado en El Español (15-4-2017)
Recuerdo aquel texto de Bueno, en "Los Cuadernos del Norte", "los intelectuales: los nuevos impostores". En una sociedad "liberada" todos seríamos intelectuales, lo cual implicará la expulsión de cuantos se arrogan opinar en nombre de todos. Arrogancia, en vez de conocimiento, es lo que define al intelectual: arrogarse funciones que corresponden a todos. El sabio sabe, ante todo, para él, y no para ser portavoz de todos. Ahora, cualquiera es intelectual en el sentido arrogante. El otro día vi a un político decirle a un autobús con mensajes que no le gustaban: "No sois bienvenidos aquí (a Asturias)"... ¡Lo decía en nombre de todos! Llegará un momento en que la gente normal odie a los intelectuales, y tendrán que volver los sabios.
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