La
visión en Youtube del diálogo que Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky (sobre
este conocido sociólogo francés me remito a mi reseña ‘Una visión cultural dela crisis’) mantuvieron en el Instituto Cervantes de Madrid, en relación con la
publicación del libro del primero titulado La
civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), me ha llevado a leer recientemente
este pequeño ensayo de Mario Vargas Llosa, reconocido y laureado gran novelista
hispano-americano. En él, el autor lleva a cabo un análisis demoledor sobre
la aniquilación de la llamada “alta cultura” en las sociedades
democrático-liberales occidentales, consideradas hoy como las más progresistas
y avanzadas del globo terráqueo e incluso, por algunos, de toda Historia de la
Humanidad. Vargas Llosa, en dicho ensayo, no pretende definir lo que es la
cultura o la civilización para depues arrojar dicha definición a la realidad
para anatemizarla, como haría uno de los tantos teorizadores al uso desde su
soberbia torre de marfil. Su procedimiento no es tan pretencioso ni directo.
Sigue una estrategia menos apriorística y más positiva, que tiene la virtud de
que puede ser corroborada por un lector buen obsevador y minimamente despierto. Me recuerda
al procedimiento utilizado por el epistemólogo y psicólogo Jean Piaget cuando
se propuso empezar el análisis de la inteligencia humana, no tanto a partir de
una nueva definición apriorística del conocimiento, sino observando
metódicamente cómo se transforma o aumenta la inteligencia en los niños cuando
comparamos niños de diversas edades. Vargas Llosa analiza comparativamente como
la cultura que el conoció cuando era joven se transforma y degrada en la
civilización actual a través de fenómenos positivos que todos podemos ver y
experimentar hoy en día en las socidades democráticas actuales también llamadas
“postmodernas”. Fenómenos bien conocidos como, por ejemplo, la cultura del
entretenimiento que lleva a la banalización de las artes plásticas, de la
literatura y de la música, el triunfo del periodismo amarillista y de la
crítica cultural de los mass media en
la canonización de los más vendidos como los mejores, la política de la imagen
y el espectáculo, etc. En tal sentido escribe:
“Este pequeño ensayo no aspira a abultar
el número de interpretaciones sobre la cultura contemporánea, sólo a dejar
constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por
cultura cuando mi generación entró en la escuela o la universidad y la
abigarrada materia que la ha sustituido, una impostura que parece haberse
realizado con facilidad, en la aquiescencia general”. (He leído el libro en
formato electrónico y no puedo localizar la página correspondiente a esta cita
en la edición en papel, lo cual tiene que ver asimismo con la famosa polémica
sobre la desaparición del libro tradicional que Vargas Llosa aborda con cierto
pesimismo, por lo que se puede perder o ganar en los cambios tecnológicos de la
digitalización del libro en su Reflexión
final).
Vargas Llosa
aborda varios temas que había ido analizando en artículos periodísticos,
añadidos como Antecedentes al texto
principal y que tratan, en una especie de rapsodia temática, de la banalización
de la cultura y de sus charlatanes, de los impostores de las artes plásticas,
del velo islámico, del sexo pornográfico que sustituye al erotismo, de lo
privado y lo público, de las sectas religiosas, del exceso de información y de
otras muchas cosas entremezcladas, como las drogas, la búsqueda frenética de la
diversión, lo light, la prominencia
de chefs y modistos, deportistas,
rockeros y cineastas, etc. Todo ello
con el telón de fondo del eclipse de la “alta cultura” y de sus representantes
egregios, los intelectuales, sustituidos ahora por una fauna muy variopinta de mediocres, y poco cultos en general, personajes “mediáticos”. Pero de este análisis se pueden sacar conclusiones
pesimistas o nó. Según se entiénda la nueva sociedad como algo que no tiene
vuelta atrás y que por tanto aquella añorada “alta cultura” será algo similar a
lo que el viento democratizador e igualitario se llevó, como en los Estados
sureños el ejercito unionista acabó con la aristocracia terrateniente
algodonera; o se entienda que dicha abundancia o carencia de cultura no es un
mero epifenómeno o mero reflejo social, contra el que no tendríamos nada que hacer, sino que
debe ser entendida relacional y funcionalmente. De la misma manera que Piaget
entendía que la transformación de la inteligencia en un niño no se puede
reducir fatalisticamente a la manifestación de una naturaleza recibida de modo
puramente pasivo y mecánicamente, sino que la complejidad de las estructuras de
la inteligencia depende, en una parte esencial, de la autoregulación y de la coordinación
de las acciones del propio niño al manipular los objetos, podríamos decir que
el auge o la caída de la alta cultura es algo asímismo en función de la
complejidad de las estructuras sociales, las cuales surgen de la coordinación de las
acciones políticas que configuran un determinado modelo de polis o ciudad, en tanto que núcleo de toda sociedad civilizada.
Por
ello la causa de lo que ya se denominó el “estrechamiento” o la mentecatez de
la sociedad norteamericana en relación con la cultura educativa (Ver Allam Bloom,
The Closing of the American Mind,
traducido al español como El cierre de la
mente moderna, Plaza & Janes, Barcelona, 1989) está en las estructuras
políticas de las sociedades de masas, pronosticadas por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Dichas
sociedades tienden al igualitarismo gregario al general un nuevo modo de
absolutismo político, que es el que podríamos denominar Absolutismo Democrático al
compararlo con el historicamente bien conocido y estudiado Absolutismo
Monarquico (otros prefieren llamarlo “fundamentalismo democrático”, por
analogía con el fundamentalismo religioso, pero con ello salen dañadas, por
contaminación semántica, cosas tradicionalmente filosóficas y necesarias como “hablar con
fundamento”, que es propio de cualquier discusión racional. Sin embargo, pretender hablar desde lo Absoluto parece hoy menos inadmisible). Precisamente esta fue la orientación de crítica a una nueva especie de Absolutismo que empezaron a dar al
Liberalismo político autores como Stuart Mill y el propio Ortega. Para ellos el
Liberalismo clásico de la época de Locke, que luchaba contra el Absolutismo Monárquico, ya no tiene sentido en Occidente al transformarse las Monarquías
Absolutas en Monarquías Constitucionales, según el exitoso modelo inglés. El nuevo
peligro para el liberalismo democrático, que estalló trágica y amenazadoramente
durante el siglo XX, fueron los Absolutismos Totalitarios regidos por el
principio de todo el poder para el Führer o para el Partido Unico. Su derrota
exigió la poderosa intervención de la Democracia de masas americana (observada
ya en sus características propias en el famoso libro de Alexis de Tocqueville La Democracia en America) ante la impotencia evidente del por entonces
hegemónico liberalismo inglés. Un Liberalismo, el de Locke, propio todavía de
sociedades políticas modernas poco igualitarias que, además de tener unas
dimensiones estatales relativamente reducidas, en comparación con los
emergentes Estados Continentales como EEUU, la URSS, la Gran Alemania, la China Popular, no podía
ofrecer una alternativa a las utopias sociales totalitarias, como la pudo
ofrecer el llamado American Dream, que
se pone en marcha con el New Deal del
periodo de entreguerras y las nuevas políticas keynesianas iniciadas por la
Administración Kennedy-Johnson.
Ortega
ya había señalado como sociedades donde empezaba a triunfar la llamada
“rebelión de las masas”, no solo a la Alemania Nazi o a la Rusia Soviética,
sino también a la propia Sociedad Norteamericana. En ella veía Ortega alzarse
peligrosamente el “imperio de las masas” bajo la modalidad de lo que podemos
llamar una absolutización de la democracia que, rebasando la estricta esfera
política, tendería a extenderse y a colorear a todos los valores sociales,
incluidos los valores culturales más exímios. El sometimiento de todo a los
valores individualistas del mercado engendraría una mezcla de la democracia con
la plutocracia, que es en la que estamos. Ortega proponía, como Platón (aunque
sin pretender que gobernasen directamente los filósofos, pues distinguía, como
Augusto Comte, entre el poder “terrenal”
de los políticos y el propiamente “espiritual” reservado a los intelectuales)
una mezcla de la Democracia-liberal
política con la Aristocracia cultural filosófica. Pero para eso, para mantener y renovar una aristocrácia cultural, la gran
filosofía europea, que había iniciado una prometedora renovación con las grandes figuras de
Nietzsche, Dilthey, Husserl, Heidegger, etc., debía ser continuada. El mismo
se lo propuso poniendo sus esperanzas en la incorporación de España a esta
tarea de superación del Idealismo husserliano con el Racio-vitalismo. Pero la Guerra Fría truncó en gran medida estas esperanzas con la vuelta, en la alta Filosofía, a posiciones prekantianas propias del empirismo del Positivismo Lógico y la
Filosofía Analítica o del dogmático materialismo marxista. Por eso, si queremos
recuperar la influencia benefactora, para el individuo y la sociedad, en las
sociedades democrático-liberales, de la “alta cultura”, es necesario tratar de continuar la creación filosófica de altos vuelos, -hoy refugiada mayormente en lo que los sociólogos llaman "colegios invisible" para el gran público e incluso para un público experto pero que padece aristofobia-, impulsarla y darla a conocer allí donde se esté produciendo, a la vez que se ejerza de nuevo la
crítica filosófica en las esferas más cotidianas del gusto, de los valores político y morales
dominantes, etc., pero no de modo asilvestrado, sino orientada siempre por la alta filosofía, la ciencia y la gran literatura. Y esto se debe empezar a hacer allí donde se pueda, sea desde la
privilegada Tribuna Libre de un diario de gran tirada, o de la entrevista en un
medio de gran audiencia, como puede hacer y suele hacer un Premio Nobel, como el
propio Vargas Llosa, o desde la más remota pagina de un Blog de Internet, como
nos es dado hacer al más común de los mortales. Luchemos y combatamos contra la
nueva y creciente estupidez que se ha adueñado de la llamada, en el libro que
comentamos, “civilización del espectáculo”. Evitemos, a la vez, que esa lucha
no acabe siendo, como denuncia el propio
autor a propósito de la proliferación de los pseudo-intelectuales mediáticos, un espectáculo más de la
sociedad-suciedad que se pretende combatir.