ÍNDICE
PRÓLOGO 7
INTRODUCCIÓN 21
ENFOQUE OPERATIOLÓGICO DE LA POLÍTICA 65
ESTÁTICA
DE LA RACIONALIDAD POLÍTICA
ANALISIS DIMENSIONAL DEL PODER POLÍTICO 79
DIMENSIÓN PRAGMÁTICA
Génesis del poder
político: Mano y Poder 83
Organización
Autárquica (hordas y bandas) 87
Organización Federativa (tribus) 89
Origen del Estado 92
Organización
Normativa (usos,
costumbres y leyes) 99
Excurso sobre la Intersubjetividad 104
Genesis
de las Normas y Usos sociales 133
DIMENSIÓN
SEMÁNTICA 146
CAPA CONJUNTIVA
Poder Ejecutivo,
Legislativo, Judicial
150
CAPA BASAL
VITAL Y CAPA CULTURAL
Base/Superestructura
167
Capa Basal Vital
176
Área Basal Vital Económica 178
Área Basal
Vital Sanitaria 181
Foucault y el
biopoder 183
Capa Cultural 184
CAPA FRONTERIZA 189
Poder militar,
federativo y diplomático 181
Origen fronterizo del Estado 192
Sobre el origen “divino” del poder de los
reyes 195
DIMENSIÓN SINTÁCTICA 203
Términos, operaciones y relaciones
políticas 204
DINÁMICA DE LA RACIONALIDAD POLÍTICA
PRINCIPIOS DE LA DINÁMICA POLÍTICA 207
CURSO EVOLUTIVO DEL PODER POLÍTICO
Sociedades Preestatales 219
Sociedades Estatales 222
Sociedades Transestatales 227
NOTAS
250
PRÓLOGO
Fue el
Conde de Saint-Simón, Claude-Henri de Rouvroy, quien puso en conexión
sistemática las habilidades humanas con el campo de la política cuando acuñó la
denominación de politique
des abilités para
caracterizar el cambio de naturaleza del poder político en las modernas
sociedades industriales, en comparación con lo que ocurría en las sociedades preindustriales.
En tal sentido, diferenció la historia de la humanidad en dos grandes periodos
que se correspondía con dos tipos de sociedad esencialmente diferentes: las
sociedades militares antiguas y medievales y las sociedades industriales
modernas. Las primeras estaban basadas en la guerra como principal modo de
apropiación de la riqueza, a través de la explotación esclavista o servil de
los pueblos vencidos, mientras que las sociedades industriales modernas obtienen
principalmente su riqueza de la explotación de la Naturaleza por medio de la
ciencia y son por ello, según Saint-Simon, de naturaleza pacífica; pues su
cometido esencial es la organización de la producción industrial, la cual
requiere habilidades muy diferentes de las guerreras, como son el estudio de
las fuerzas naturales, que requiere de habilidades intelectuales, o de
habilidades administrativas para la organización de la producción y del
intercambio de productos por el comercio, el cual, a su vez, precisa de
habilidades para alcanzar ventas por la persuasión o contratos que descansen en
la confianza y la accountability.
En tal sentido Saint-Simón previó un largo periodo de transición entre ambas
sociedades en el que la política de la fuerza militar sería sustituida por el
poder de los legistas y metafísicos, necesarios para ir neutralizando los
poderes teológico-militares de las sociedades premodernas, con vistas a que
puedan madurar e imponerse los nuevos poderes de los industriales y
científicos.
Creemos que hoy puede seguir manteniéndose
esta visión profética, aunque modificando algunos aspectos en relación con la
brillante noción de “habilidades” introducida por el filósofo francés. Pues, en
el marco de una reflexión actual sobre las habili-dades y su profundo
significado para la existencia humana, tal como ha mostrado en el siglo XX Jean
Piaget o la Paleoan-tropología, en cuestiones como la explicación del
conocimiento, el origen de la técnica o del lenguaje humano mismo, deberíamos
reinterpretar la distinción saint-simoniana
entre la política de la fuerza y la
política de la habilidad, como una distinción entre dos tipos de habilidades,
las guerreras y las industriales y no como una distinción entre la habilidad y
su negación en las sociedades militares por la pura fuerza bruta. En tal
sentido habría una diferencia esencial, a la que Saint-Simón no dio la
importancia debida por el estado atrasado de los conocimientos antropológicos
de su época, entre las sociedades animales de los primates, nuestros parientes
más próximos en la escala zoológica, y los homínidos, en los que aparecen
habilidades técnicas plasmadas institucionalmente en la construcción de
instrumentos y armas como el hacha de sílex, las cuales permiten establecer
unas formas nuevas de dominación, en relación con el propio grupo de homínidos
y el resto de los animales, que dejan de estar basadas en la sola fuerza física
del macho alfa, característica de la dominación propiamente etológico-animal.
Pues ahora, el poder en el grupo humano dependerá de algo mixto, que resulta de
la intersección de una notable fuerza física, desde luego, con la producción y
manejo de instrumentos técnicos tales como el hacha, el arco y la flechas, la
espada, etc. Veremos más adelante como podemos a partir de ello
recons-truir el núcleo originario generador del poder político.
Pero en las primeras sociedades políticas,
el dominio y explotación de la naturaleza por las técnicas primitivas era
entonces aún débil e incierto, con lo que la única forma de crecimiento y
expansión de los grupos humanos se llevó a cabo por la guerra y el sometimiento
esclavista de unos grupos por otros más avanzados en las técnicas guerreras. La formación de las ciudades y la aparición de
la escritura que posibilita la fijación de órdenes y leyes, permite reorganizar
el cuerpo político en un segundo episodio del curso político seguido por los
humanos: la forma estatal, en la cual la novedad principal consiste en la
necesidad de introducir leyes escritas (el código de Hammurabi) para coordinar
más efecto-vamente las acciones militares, en una dirección mucho más amplia
que lo conseguido hasta entonces, permitiendo la formación de Imperios
políticos esclavistas, como los que aparecen en Egipto, Asiría, China, etc. La
estructuración jurídica de tales acciones posibilita, a su vez, la creación de sociedades militares mucho más estables y
duraderas, en las que irán perfeccionándose y raciona lizándose las normas
jurídicas, como ocurrió ya en Grecia y Roma, en la constitución de un Estado de
Derecho.
Solo posteriormente, en la llamada Edad
Media europea, se genera una profunda transformación esencial en la naturaleza
del poder político por la confluencia, según Saint-Simón, de dos factores: la
progresiva liberación de los municipios ciudadanos por los fueros y la creación
de las Universidades para transmitir el legado científico-filosófico griego,
que los árabes habrían recogido de los griegos y empezado a desarrollar en la
medicina, las matemáticas, la astronomía, etc., legado cultural que llega a
Europa principalmente a través de la Escuela de Traductores de Toledo. El
momento clave en que este nuevo poder madura es con la Revo-lución industrial y
política en Inglaterra, en la cual se constituye una sociedad económica (la
llamada Sociedad Civil, la bürguerliche Gesellschaft de
Hegel) enriquecida notablemente por la explotación industrial de las fuerzas
naturales con la ayuda de la ciencia moderna, creada previamente en el
Renacimiento. El poder militar, representado por el Rey, empieza entonces a quedar
sometido al Parlamento, que se presenta en Inglaterra, por unas circunstancias
especiales, como impulsor de la industria y la ciencia. Nace con ello la
Sociedad Industrial, tal como la bautizó Saint-Simón, caracteriza-da según él,
frente a todas las anteriores, por ser tendencialmente de naturaleza pacífica
pues en ella la riqueza se obtiene principalmente a través de actividades que
por naturaleza son universales o sin fronteras, como la ciencia, la cual deja
de ser algo superestructural para dirigir y organizar la producción industrial,
base de la nueva sociedad, o el comercio, que organiza la distribución de los
bienes según las leyes del mercado.
Es la “política de las habilidades”
saint-simoniana la que empieza a triunfar aquí, frente a las meras habilidades
militares. La organización de estas nuevas fuerzas políticas, sin dejar de ser
nacional, tenderá a constituir corporaciones industriales tendentes a la
globalización (multinacionales, grandes bancos sistémicos, organizaciones
mundiales del trabajo, etc.) y organizaciones científicas transnacionales (la
Organización Mundial de la Salud, Médicos Sin Fronteras, el CERN europeo,
etc.).
Es la creación de esta nueva forma de
poder la que hace a Saint-Simón profeta de la llamada sociedad industrial.
Marx, a pesar de declarase deudor de Saint-Simón en muchos aspectos, creyó
haberlo superado con su sociedad comunista futura. Pero, parece haberse
cumplido más bien la predicción de otro positivista famoso, Herbert Spencer,
quien declaró a principios del siglo XX que el socialismo triunfaría, pero que
con él, lejos de desaparecer el Estado, -- como creía Marx inspirándose en la
frase de Saint-Simón de que “la administración de los hombres será sustituida
por la administración de las cosas” y la norma que regiría en ella sería “a
cada cual según sus necesidades “ y no “a cada cual según sus capacidades
(habilidades)” --, la Sociedad retrocederá a un estadio anterior, propio de las
sociedades militares, con las consecuencias de empobrecimiento, estancamiento y
ruina. El totalitarismo sovié-tico ha confirmado dicha predicción, a nuestro
juicio.
Parece más discutible otra opinión de
Saint-Simón, quien pensaba que la paz mundial iba a imponerse con el triunfo de
la sociedad industrial. Marx reservaba este triunfo también para la fase
comunista final, en la que creía que desaparecería el Estado, aunque lo que
ocurrió, de hecho, en el comunismo soviético, fue una creciente militarización
de la sociedad. No obstante, el pacifismo de Saint-Simón no era un pacifismo
utópico como el de Marx o el de Kant. Tiene un carácter claramente más positivo
que el de Kant, tan vigente todavía hoy. Pues la ONU, como encarnación de la
Sociedad de Naciones kantiana (aunque no cumpla la exigencia kantiana en todos
sus miembros de “republicanismo”, esto es de Estados de Derecho), solo cuenta
con la fuerza del dialogo y el acuerdo, muy difícil de lograr, como se ha visto
tantas veces. Pero Saint-Simón contaba, no tanto con el acuerdo de un
Parlamento mundial, como con la desactivación positiva que supone la
erradicación de la miseria y la explotación, causante de tantas guerras, por el
aumento de la riqueza general por la explotación de la naturaleza con métodos
científicos.
Ciertamente Saint-Simón no pensó que la
propia ciencia aplicada al desarrollo de una industria orientada a la guerra
produciría un armamento atómico disuasorio de futuras guerras mundiales. Pues,
a partir de Hiroshima, la guerra ha dejado de ser para la humanidad lo que
Hegel llamaba todavía “el Juicio de Dios”, el gran juez final que determinaba
el curso de la Historia Universal. Hoy esto no es posible, no por la fuerza de
los grupos pacifistas organizados, meramente testimonial, sino por la paradoja
de las propias bombas atómicas que tienen una función puramente disuasoria,
pues de lo contrario se conseguiría la desaparición de la especie o su
regresión a situaciones semejantes a las paleolíticas, como pensaba Einstein,
uno de los principales científicos que ayudaron a construir la primera bomba
atómica. Es cierto que hoy es posible una guerra nuclear limitada a un
escenario regional, como señala Samuel Huntington en su famosa obra El Choque de Civilizaciones y la
reconfiguración del orden mundial (1997). Pero esto no cambiaría el curso
global, por el hecho de su limitación local. Las habilidades militares propias
del origen de la humanidad tienden a transformarse, hasta casi desaparecer por
neutralización de sus efectos, en un mundo dirigido por potencias altamente
industrializadas. Las guerras decisivas de nuestro futuro como especie son
ahora la “guerras” económicas que, aunque se llamen así, poco tienen de
militar. Pues la URSS, siendo una potencia nuclear prominente, no pudo resistir
la competencia económica industrial con el Occidente capitalista, y su
hundimiento económico si cambió verdaderamente lo que Hegel denominaba la Weltpolitik,
la política mundial, aunque los rusos sigan siendo en su mayoría, y en
comparación con Occidente, pobres poderosamente armados, hasta tanto no
desarrollen plenamente su sociedad industrial, lo cual los ha llevado a volver
al capitalismo como la única posibilidad realmente existente de hacerlo.
Pero, los tiempos están cambiando de nuevo
en el panorama político ideológico. Se dice ahora que la tradicional oposición
derecha/izquierda, basada en criterios de lucha económica, está siendo
sustituida, como se ha visto en la victoria inesperada de Donald Trump en 2017 y
más claramente en la de Macron en las elecciones presidenciales francesas de
2018, por la oposición entre los partidarios de la Globalización y los
Nacionalistas o Soberanistas contrarios a ella. Los partidarios de la
Globalización serían ahora la izquierda frente a los Soberanistas que serían la
nueva derecha o derecha alternativa, como, por ejemplo, empezó a denominársela
en Alemania.
Pero esta nueva caracterización de la
nueva situación política mundial es todavía muy intuitiva y requiere un
tratamiento conceptual más profundo que nos permita una valoración más segura
del panorama político en el que tenemos que desenvol-vernos en las próximas
décadas. Pues, como decía Einstein, en ciertos casos
lo más práctico es una buena teoría. Para ello, como hacían los platónicos, hay
que alejarse del mundo de las opiniones controvertidas, del mundo de las
apariencias, para regresar a las estructuras esenciales, las cuales no se captan con la mera intuición
sensible, sino con el pensamiento conceptual propio de la actividad teórica.
Partimos, como suele ser admitido, de que
la estructura esencial de la política hoy sigue siendo el Estado. Pero, porque
sobre esto hay diferentes respuestas, debemos volver a preguntarnos: ¿qué es el Estado? Aquí
podríamos acordarnos del cuento indio que nos relata el filósofo árabe Algacel:
unos ciegos hablaban de un elefante según su experiencia táctil. El que palpó
su oreja dijo que era un cojín; el que palpó su pata, dijo que era una columna;
y el que tocó el colmillo dijo que era un cuerno enorme. De la misma manera, al
comienzo de las concepciones modernas del Estado, el filósofo inglés Thomas Hobbes dijo que el
Estado era un gran y monstruoso animal (Leviatán), que nos libraba de la guerra
civil “de todos contra todos” y cuyo fundamento residía en el Pacto político
entre el Soberano y sus súbditos. Locke y Montesquieu desarro-llarían
la estructura de ese Pacto en un
sentido liberal, democrático y más funcional, que perdura hasta hoy en
las triunfantes y poderosas democracias liberales actuales.
Pero esta concepción sólo vio el aspecto
que Marx llamó superestructural del Estado, pues
para este lo fundamental del Estado, la clave que explicaba su funcionamiento
estaba en otro lado, en la base económica. No bastaba el Estado de Derecho,
sino que, sin Estado de Bienestar Social, volvería la temida guerra civil. Así ocurrió en la Revolución Rusa y su
consecuencia, la llamada Guerra Fría, de la que se
empezó a salir cuando USA abandonó el dogma liberal de no intervención del
Estado en la Economía. Se salió con el New
Deal de Roosevelt y con el fomento del Estado del Bienestar con el
presidente Kennedy nombrando por primera vez a un economista keynessiano
ministro de econo-mía. Con el Plan Marshall posterior a la IIª Guerra Mundial se
empezó a extender el Estado de Bienestar a Europa.
Tras la derrota de la URSS, al final de la
llamada Guerra Fría, viene la llamada Globalización, permitida por la caída del
Muro de Berlín y fomentada por la Superpotencia vencedora, USA. Pero la
Globalización, que considera que el Estado debe ser Estado de Derecho Universal
y Economía sin Fronteras, lejos de garantizar un progreso político y un
bienestar económico, está produciendo crisis mundiales de dimensiones aún más
aterradoras que las antes vistas: la
crisis bancaria que empezó en USA, la descolocación de los puestos de trabajo
que se trasladan a China y otros países con bajos salarios, provocando la pauperización a las clases
medias occidentales, la crisis política de Afganistán, Irak y de la
llamada Primavera Árabe, de la que resulta el terrorismo islámico que amenaza
USA y Europa, etc. De ahí que aparezcan
nuevos movimientos políticos como la Derecha Alternativa, los cuales
empiezan a decir que el Estado es fundamentalmente el territorio nacional, la
tierra de nuestros padres (Patria), de nuestras tradiciones, idiomas y costumbres.
Este resurgir del nacionalismo político es
ambiguo porque, como en los casos anteriores, padece de nuevo de una ceguera
parcial. Pues decir que el Estado es la Patria es
una verdad parcial que no se debe hipostasiar, sino que hay que tratar
de hacerla compatible con las otras verdades parciales que se han ido
estableciendo históricamente, como la Democracia política y el Bienestar
económico. Pero para eso se necesita una nueva Teoría del Estado, más amplia,
omnicomprensiva y compleja que las tradicionales procedentes del Liberalismo clásico y
del Marxismo. ¿Dónde están los nuevos filósofos que
nos iluminen al respec-to? Mal momento para localizarlos, pues las
figuras internacionales tenidas todavía por los últimos grandes pensadores,
como los Foucault, Derrida, Habermas, Lakoff, etc., no nos sirven para esto. En
la misma España, ¿hay algún filósofo
que nos pueda ayudar a pensar esta nueva situación? Yo solo puedo señalar
a dos. A Eugenio Trías, quien centró su reflexión en torno precisamente de la
Idea de Límite o Frontera y que
puede ser útil para introducirnos en esta nueva forma de pensar el Estado desde
la Frontera, desde lo que él llamaba el limes del Imperio romano.
Y en especial a Gustavo Bueno quien, con su
Modelo Canónico de Estado, introduce explicita y sistemáticamente la
consideración de una novedosa Capa Cortical o fronteriza a la hora de ofrecer
un modelo teórico del Estado más complejo que los de Hobbes o Marx mismo.
La llamada Globalización pretende crear
una sociedad sin fronteras por medio de instituciones civiles, tipo Médicos Sin
Fronteras, Reporteros Sin Fronteras, Empresas Transnacionales, Monedas
Digitales (Bitcoins), etc. Pero, al
pretender igualmente el trasvase de poblaciones (exiliados, emigrantes,
refugiados, etc.) y capitales (deslocalización de empresas, Tratados de Libre
Comercio, etc.) sin control de los Estados, amenaza con destruir las Sociedades
de Bienestar Occidentales, abriendo así profundas crisis políticas
como las que estamos viendo en USA y Europa. Al relajar la vigilancia
fronteriza en los bordes de la propia UE, al alimón con las llamadas a la
emigración, que hicieron dirigentes políticos como el presidente español
Zapatero o la canciller alemana Angela Merkel, junto con los refugiados de las guerras
de Irak, Libia y Siria, la
situación se hizo incontrolable y explosiva con la irrupción en la propia
Europa de un terrorismo islámico inesperado que nos amenaza gravemente a todos
nosotros, ciudadanos occidentales de a pie, ya seamos habitantes de
ciudades cosmopolitas como Londres, Paris o Nueva York, rurales de Texas o de
un diminuto pueblo francés.
Por eso constatamos que no todas las
fronteras son iguales, como venía sucediendo hasta ahora. Eliminar el control
de personas en la frontera española con Francia de Irún no tiene las mismas
consecuencias que eliminar dicho control en Ceuta y Melilla o en la isla de
Lesbos. ¿Qué tipo de frontera son pues estas últimas? Para responder a esta
pregunta no nos basta con recurrir a conceptos técnico-administrativos propios
de un funcionario de Aduanas. Por lo demás, dichos funcionarios son los únicos
que, en la época de la Globalización, no podrían constituirse en el cuerpo de
los Aduaneros sin Frontera sin caer en flagrante contradicción y en el
consecuente ridículo. Precisamos, por ello, de algunos conocimientos
histórico-filosóficos para abordar con suficiente profundidad la cuestión.
Precisamos pues, ante todo, de una
Filosofía de la Frontera. Antes me referí a Eugenio
Trías como el pensador español que centró su reflexión filosófica
sobre la Idea de Límite o Frontera -el limes romano- enseñándonos a ver que la frontera
no es una mera línea o barrera administrativa, fácil de borrar, que separa dos
territorios, sino que ella misma es algo más complejo e importante. Trías
empieza su libro, Lógica del Límite, con estas
palabras:
“Los romanos llamaban limitanei a los habitantes del limes. Constituían el sector fronterizo del ejército
que acampaba en el limes del
territorio imperial, afincado en dicho espacio y dedicándose a la vez a
defenderlo con las armas y a cultivarlo. En
virtud de este doble trabajo militar y agricultor el limes poseía
plena consistencia territorial, definiendo el imperio como un gigantesco
cercado que esa franja habitada y cultivada delimitaba, siempre de modo
precario y cambiante. Más allá de esa circunscripción se hallaba la
eterna amenaza de los extranjeros o extraños o bárbaros. Estos, a su vez, se
sentían atraídos por esa franja habitable y cultivable que les abría el posible
acceso a la condición cívica, civilizada, del habitante del Imperio.
Los bárbaros, instigados y hechizados por
el Imperio romano, sometían ese limes a un
cerco a veces difuso, a veces hostil y amenazante, si bien con suma frecuencia
se enrolaban en esos ejércitos agricultores que trabajaban y defendían el limes. A su
vez la metrópolis y su centro de poder temían la irrupción imprevista de algún
general victorioso que fuese habitante del limes o que
pretendiese, desde esta zona estratégica, hacerse con el poder e investirse de
la condición de emperador. Había, pues, un triple cerco: el que los
bárbaros sometían al limes e, indirectamente, al propio cercado imperial; el
que éste sometía a estos peligrosos amigos-enemigos que habitaban el limes, y
el cerco que el limes y sus habitantes fronterizos sometían tanto a los bárbaros
del más allá como a los civilizados del
más acá” [1].
El limes actual, la frontera
entre Occidente y otras culturas como la Islámica, no es, por ello, una mera
raya en la carretera, algo meramente convencional y superficial. Trías atribuye a la Filosofía de la
Modernidad esa concepción que él llama negativa, de límite y frontera, “como
puro lugar evanescente, convencional y puramente lineal” e intenta
con su Filosofía de la Frontera “sugerir un giro verdaderamente copernicano en relación con esta noción” [2].
Traducido a los acontecimientos políticos
que estamos contemplando, podemos ver como el poder metropolitano lo encarnan
hoy las grandes ciudades (Nueva York, Londres, París, Berlín, etc.) en las que,
por la apertura incontrolada de las fronteras inducida por las ideologías de la
Globalización, surgen barrios enteros de los llamados migrantes, procedentes de
sociedades más atrasadas y bárbaras, en el
sentido griego de ajenas a nuestras lenguas y costumbres occidentales, cuyos
grupos minoritarios de individuos que rechazan radicalmente la asimilación en
el país de acogida y la convivencia, las someten a un cerco de rechazo que
puede llegar al ataque terrorista organizado en redes dirigidas desde el
exterior. A su vez, muchos ciudadanos de a pie, más próximos al campo y al
terruño, y menos influidos por las ideologías globalizadoras cosmopolitas,
buscan a un líder populista que demuestre sus dotes de salvador cerrando las
fronteras a los migrantes y derrotando su red terrorista. No estamos pues ante un pensamiento
único globalizado, ni ante un dualismo de buenos y malos, sino ante un triple
cerco cuya dialéctica debería presidir los análisis de detalle.
Por ello debemos
abandonar la idea habitual de ver la frontera como una mera línea que se
puede borrar fácilmente, para verla, siguiendo al filósofo Eugenio Trías, como un auténtico territorio en el
que se hacen patentes, no solo conflictos o choques culturales, sino
también intercambios y trueques varios. Trías pensaba en las fronteras (limes) del antiguo Imperio Romano. Pero hoy podemos
aplicar esa visión a las fronteras de Occidente, una especie de nuevo Imperio
romano por la calidad del nivel de vida alcanzado en relación con el resto del
mundo en el que, debido a la facilidad de los viajes y a la limitación en el
uso de la fuerza, sus fronteras son mucho más permeables, con lo que los
territorios del limes romano se trasladan al
corazón de la propia metrópolis, en los barrios de inmigrantes multiculturales
de las grandes ciudades. En ellos se da hoy esa
compleja dialéctica de “cercos recíprocos”, señalada por Trías, entre
aquellos migrantes que se quieren integrar y los que no, entre los occidentales
que ven beneficioso el inter-cambio con
otras formas culturales y los que lo rechazan.
No obstante, la forma de pensar estas
cuestiones era en el filósofo barcelonés muy intuitiva o platónica, pues utilizaba figuras o metáforas muy
brillantes que ayudan a ver el fenómeno de una forma nueva. Pero a la
hora de analizarlo con rigor lógico-histórico se necesita algo más. Se necesita
un conocimiento histórico y antropológico, científico-positivo, bien preciso y
actual. Se necesita incluso, al modo platónico, salir de la caverna, realizar
un regressus a los orígenes del propio hombre para poder reconstruir, en
la vuelta a la caverna, de forma científico positivo, la situación actual.
En la propia teoría antropológica
evolucionista de Darwin se puede buscar un equivalente de lo fronterizo en el
hombre que rompa la tradicional dualidad cartesiana del cuerpo y del alma. Pues
Darwin propone, en su obra El origen del hombre, la aparición de una mano exenta, tras la bipedestación,
como el órgano evolutivo originario común y característico de la inteligencia
propiamente humana. Pero la mano, vista según la filosofía del Límite de Trías,
sería entonces, como extremidad operatoria, un órgano situado en la frontera
del cuerpo con el medio entorno, cuyas
otras dos partes, el tronco y la cabeza deben ser vistas ahora como alojando
preferentemente sistemas terminales o basales (corazón, estómago) y
sistemas relacionales (vista, oído, corteza cerebral).
Tenemos así una nueva concepción del
hombre muy diferente de la tradicional concepción platónica del alma humana,
según la cual ésta estaba dotada de tres partes: la irascible, cuya virtud es
la valentía, la concupiscible, cuya virtud es la templanza, y la racional cuya
virtud es la sabiduría. De ahí deriva
Platón sus conocidos tres componentes del Estado Ideal: los artesanos,
cuya virtud es la templanza, los guerreros (el valor) y los gobernantes (la
sabiduría). La nueva concepción del Estado de Gustavo Bueno, que se corresponde,
de forma homologa, a la concepción vitalista antrópico-operatiológica del
hombre que proponemos, -en tanto que la estructura básica de la actividad
racional humana es establecer relaciones operando sobre términos objetuales[3],-
sería que el Estado tiene tres dimensiones o capas:
terminal-objetual (su corazón o base económica), la capa relacional (su
superestructura ideológico-política) y la capa operacional por la que se relaciona
con otros Estados (la capa fronteriza, que incluye las fuerzas defensivas y el
aparato diplomático).
De este modo conectamos con el Modelo
Canónico de Estado de Gustavo
Bueno[4] en
el que distingue tres capas en el Estado: la capa Basal, que tiene que ver con
la Base económica, la capa Conjuntiva, relacionada con la Superestructura
política, y la capa Cortical, que tiene que ver con las fronteras del Estado.
Lo que nos parece más interesante en su teoría del Estado es que le lleva
a otorgar un papel central al
establecimiento de esta especie de “corteza” del Estado que son las fronteras.
Pues a diferencia de la Teoría del Pacto Social como origen del Estado, propia
de Hobbes y Locke, o de la Teoría de la lucha de Clases de Marx o Rousseau,
para quienes el Estado surge para la defensa de la clase explotadora dominante,
la posición de Bueno sitúa el origen del Estado en la fijación de las fronteras
originariamente por la apropiación, p. ej., de un territorio de caza por unas
tribus frente a otras. Ya Ortega y Gasset, en El origen Deportivo del Estado, había situado también, como veremos con mayor detenimiento más
adelante, el origen del Estado y de la familia de paternidad biológica
propiamente dicha, en el rapto de las mujeres de otras tribus limítrofes, lo
que será el comienzo de la exogamia, por medio de una especie de guerra o
cacería cuyo objetivo era cobrarse las mujeres de tribus ajenas enemigas.
Ortega relaciona esto con el mítico rapto de las Sabinas que se da en el origen
del Estado Romano, subrayando, frente al origen en la división en clases económicas
propuesto por Rousseau y Marx, la tesis de las clases biológicas de jóvenes
guerreros frente a viejos, mujeres y niños.
El Estado es visto entonces, tanto en el
caso de Ortega como en el de Gustavo Bueno, como un organismo vivo dotado de
una finalidad interna que determina la necesidad de cazar bisontes o mujeres
extranjeras en un territorio en disputa. Es visto según el modelo de una
especie de célula biológica, que se constituye por el cierre de un espacio
interior frente al exterior, con la aparición de una corteza o una piel que lo
separa e individualiza frente a las tribus salvajes u otros Estados que surjan
del mismo modo. Y así como en relación con la capa conjuntiva ideológico-jurídica
ha sido bien establecido su funcionamiento operativo con la división de los tres poderes (ejecutivo,
legislativo y judicial) de Montesquieu, y la capa económico-basal ha conseguido
sortear las crisis económicas, desde la famosa de 1929, conjugando
prudencialmente desde el keynesianismo la mezcla de libre mercado e
intervención plani-ficadora económica estatal, sin embargo la capa cortical o
fronteriza está todavía sujeta a la contraposición excluyente entre Naciona-lismo
y Globalización sin vislumbrarse una posible solución conju-gada. Trataremos en esta obra de poner unas
bases sistemáticas conceptuales para contribuir a la búsqueda de la solución
que permita superar los nuevos problemas políticos que plantea la Globalización,
apoyándonos sobre las aportaciones de esta
nueva filosofía Española y una forma nueva de pensar que denominamos
Pensamiento Hábil o Filosofía de las manos[5].
INTRODUCCIÓN
Según
Augusto Comte, el fundador de la Sociología, dicha ciencia ya había sido
iniciada por los filósofos griegos Platón y Aristóteles, aunque solamente en la
parte correspondiente a una especie de Estática o Anatomía de la sociedad
política. La aparición de una Dinámica o Fisiología que explicase de forma
funcional los cambios y transformaciones políticas de las sociedades a lo largo
de la Historia sería la aportación de filósofos como el fundador del
Positivismo, el Conde de Saint-Simón y del propio Augusto Comte. Con ello se
inaugura la consideración de los cambios en el dominio tecnológico y científico
de la Naturaleza, como motor del progreso en la riqueza económica y como base
que alimenta y sostiene y permite el cambio progresivo de las sociedades
humanas.
Por ello,
para Comte, la Sociología, aunque había sido iniciada por los filósofos
griegos, no alcanza su desarrollo y constitución plenamente científica hasta el
siglo XIX, tal como para la Física clásica no le bastó para constituirse como
ciencia la Estática de Galileo, sino que precisó de la Dinámica de Newton para
cerrar su campo. Por ello fue la Sociología la última de las ciencias de la
pirámide comtiana en constituirse como tal. Se puede comparar la tardanza en el
proceso de su constitución como ciencia con lo que pasó con la Lógica, ciencia
que Comte no consideró y que fue iniciada ya por Aristóteles, pero no se
constituyó como una ciencia funcional y positiva hasta el surgimiento de la
llamada Lógica matemática con Frege, Russell-Whitehead y demás. También la
Lógica de Predicados aristotélica permaneció durante siglos estancada, como una
disciplina estéril que, por mucha anatomía silogística que tuviese, no daba
frutos tecnológicos que hicieran avanzar nuestro conocimiento y transformación
del mundo, como la Física moderna, o las Matemáticas, según le reprocharon
Francis Bacon o Descartes. Todo cambió cuando se empezó a interpretar la Lógica
como un Algebra funcional, con Boole, De Morgan y otros, abriendo la vía de una
interpretación lógico-transformacional de los Predicados como caso particular
de la llamada Lógica de Relaciones, tal como lo lleva a cabo Bertrand Russell
con sus definiciones extensionales y sus descripciones definidas. De dicha
Lógica matemática surgirán entonces tecnologías tan poderosas como la Cibernética y la actual Inteligencia Artificial que están ya transformando poderosamente nuestro mundo.
En un
sentido similar, Augusto Comte considera a Platón y Aristóteles como los
iniciadores de la Sociología en su dimensión anatómica y meramente estática,
aunque esta no se haya completado como ciencia hasta la aparición de la
explicación científico-positiva (tecnológica, económica) del cambio político,
que da lugar a las teorías modernas positivistas, marxistas, funcio-nalistas,
etc., de las sociedades humanas en sus variadas mani-festaciones históricas.
Platón
habría iniciado, en su famosa República, una exposición de la estructura
ideal de la Sociedad, distinguiendo anatómicamente, con la pericia de un buen
carnicero, las tres partes de que se compone toda Sociedad: la clase de los
productores, la de los guerreros y la de los gobernantes. Una división triádica
que tenía precedentes en las propias mitologías indoeuropeas, como estableció
Dumezil, tal como aparece claramente en el panteón de los dioses romanos
presidido por la triada de Júpiter, que los gobierna, Marte como dios de la
guerra y Quirino que tiene que ver con la producción agrícola, artesana o la
reproducción biológica. Pero Platón, como discípulo de Sócrates, parte en
filosofía del “conócete a ti mismo” propuesto por aquel y, por ello, estableció
primero una teoría de ese “sí mismo”, el cual no era algo puramente intelectual
como pensaba el intelectualismo socrático, que Nietzsche criticaría, sino que,
según Platón, estaba integrado por tres almas: el alma racional al que
corresponde la pasión de la sabiduría o prudencia, el alma irascible dominada
por la valentía y el alma concupiscible dominada por la templanza. La crítica
de Nietzsche a Platón, alineándolo con el intelectualismo socrático, es injusta
por ello, aunque si tiene más sentido su consideración de Platón como el padre
de la Metafísica de los trasmundos que asumirá el cristianismo occidental. Pues
para Nietzsche el Cristianismo es una especie de Platonismo. Pero ello no
quiere decir que la metafísica de los presocráticos sea mejor, como supone
Heidegger siguiendo a Nietzsche, sino que sencillamente, Platón, que
consideraba básica la contraposición de distintas almas o pasiones en el sujeto
humano (el alma inteligible, irascible y concupiscible debían equilibrarse de
modo adecuado para el hacer el bien o lo justo), no disponía de una geometría
funcional algebrai-
ca de carácter constructivo operatorio, como la que
surgirá con Descartes, por lo que su teoría de la Formas o Ideas pecaba de
rigidez estática, tal como señala, p. ej., Jean Piaget :
“Resulta,
pues, natural que la primera de las grandes epistemologías haya recaído en las
matemáticas y haya sido realista. Pero el realismo de Platón no se aplica, por
razones fáciles de reconstruir, al mundo sensible. Ante todo, las figuras de la
geometría son figuras perfectas, mientras que nuestras percepciones y nuestros
dibujos sólo nos suministran aproximaciones dudosas (…). Existen, por tanto,
Formas o Ideas que no incumben al mundo sensible y cuyo origen debe buscarse en
otra parte. No obstante, sin la noción de un sujeto activo que intervenga en el
conocimiento, y sobre todo sin la conciencia del juego de las operaciones de
donde derivarían por construcción, esas “ideas”, no hay más remedio que situar
éstas en un universo distinto de la realidad sensible, en un universo tal, que
el sujeto, siempre reducido al papel de mero espectador, pueda advertirlas por
intuición directa pero inmaterial, o encontrarlas por participación o
reminiscencia”[vi].
Por tanto,
en Platón hay trasmundos metafísicos porque no disponía ni de una matemática
algebraica como la cartesiana, ni de una colaboración entre las entidades
matemáticas y las físicas como la que surge con la física de Galileo y Newton.
Será Kant, y sobre todo Fichte, quienes pondrán en valor el “lado activo”,
constructor, del sujeto epistemológico, aunque de un modo idealista todavía,
como mera conciencia, como Yo Trascendental.
Platón hace
corresponder a cada una de estas almas una clase de hombres formados, como
relata el mito del Libro III de La República, por diferentes metales: a
la primera los gobernantes (oro), a la segunda los guerreros (mezcla de oro y
plata) y a la tercera la de los obreros o productores (mezcla de bronce y
hierro). Con ello construye una teoría de una sociedad ideal presidida por la
Idea de la Justicia como aquello que hace corresponder a cada uno la función
social que le compete: a los más racionales el gobierno, a los más valerosos la
milicia y a los que buscan el placer de los sentidos el trabajo productivo de
bienes materiales. Platón pone la educación meritocrática, y no la herencia u
otros factores, como aquello que permite ir seleccionando los miembros de estas
tres clases sin distinción de sexos.
Además de
esta estática social, Platón propone una explicación dinámica, aunque mítica,
para entender la génesis de las distintas formas de Estado que aparecen en la
historia de una sociedad como la griega, la cual era la primera que introducía
la fase democrática como una de ellas. Así considera que, partiendo de la
Aristocracia como el gobierno de los mejores o más sabios, pronto se produce
una degeneración militarista en la que predominan los más valientes, la Timocracia,
presidida por la virtud del honor asociada al valor guerrero y no a la
prudencia del sabio. A su vez esta degenera en Oligocracia o gobierno de los
más ricos en la que la valentía es sustituida por la riqueza de una minoría
como el valor supremo, a costa del empobrecimiento de la mayoría, lo que
provocará su rebelión instaurándose la Democracia o gobierno del pueblo. Pero la
virtud que prevalece en la democracia es la virtud de la mayoritaria clase
productora, la concupiscencia, la cual conduce a la búsqueda del placer de cada
uno para sí, con lo que la democracia degenera en anarquía y demagogia, para
salir de la cual, finalmente, el propio pueblo, cansado del caos, buscara
concentrar el poder en un tirano. La tiranía debería conducir de nuevo a la
Aristocracia, tal como el propio Platón lo intentó con Dionisio de Siracusa,
fracasando, aunque su discípulo Aristóteles alcanzaría el éxito con su pupilo
Alejandro el Magno, a la muerte del cual se crean los imperios helenísticos
basados en nuevas aristocracias ilustradas, como los Ptolomeos en Egipto.
Pero esta
explicación dinámica es cíclica y se reduce al área helénica. Será necesario
esperar a la aparición de la Idea de una Historia Universal en Voltaire,
presidida por el motor del progreso en el conocimiento de las técnicas y
ciencias que incrementan la producción de la riqueza de los pueblos y mejoran
sus costumbres, para que se pueda desarrollar una Dinámica de la evolución de
las sociedades no cíclica, ni basada en mitos como el de los metales, y que, a
la vez, incluya otras áreas civilizatorias del globo terráqueo. Ello dará lugar
a las innovadoras teorías de la sociedad del Positivismo y del Marxismo. Pues,
tampoco Aristóteles fue capaz de rebasar el horizonte de la ciudad platónica,
aunque lo haya enriquecido y mejorado con notables distinciones y
clasificaciones, como la tradicional
reducción de los regímenes políticos a tres for-
mas de gobierno: monarquía, aristocracia y democracia,
situando la tiranía, la plutocracia, o la demagogia como formas degeneradas. La
influencia de Platón y Aristóteles llegará todavía a autores como Locke o
Montesquieu, con su famosa división de poderes, la cual tiene su precedente en
el Platón de la Leyes a través de Cicerón y sus brillantes aplicaciones del
platonismo en sus tratados La República y Las Leyes. Obras del
mismo título que las platónicas y dedicados a explicar el gran poder alcanzado
por la Republica romana al basarse en una combinación de democracia (Tribunos
de la Plebe), aristocracia (Patriciado) y monarquía (Cónsules), tal como
preconizaba la mezcla platónica de Las Leyes.
No
obstante, la época filosófica helenística, lejos de ser una época de ocaso o
decadencia filosófica tras el mediodía alcanzado por Platón y Aristóteles, es
una época de importantes novedades que anticipan ideas que cristalizaran
filosóficamente en la moderna Ilustración inglesa y francesa, como ya vio el
joven Marx en su tesis doctoral. Se señala a estoicos y epicúreos como los
introductores de un cosmopolitismo que rebasa los límites de la ciudadanía
clásica griega, mantenida aun por Platón y Aristóteles. Los estoicos se proclaman
“ciudadanos del mundo”, combatiendo la oposición griegos/barbaros. Según Hegel,
son los que comprenden que la libertad política es una apariencia, porque
estamos sometidos a un orden natural necesario que nos determina como cuerpos
por la espada del poder político. Solo cabe la libertad interior que deriva de
la conciencia. Es el testimonio del emperador Marco Aurelio, el político más
poderoso de su tiempo, que comprende que su libertad está solo en su interior,
en sus soliloquios. Esta concep-ción estoica de una humanidad libre que se debe
buscar en la interioridad de cada cual será incorporada por el cristianismo de
San Agustín, con su “Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine
habitat veritas”.
Por su
parte, los epicúreos se opusieron a la polis clásica buscando una alternativa
de vida con la creación de sus comunidades basadas en un orden apolítico, que
ya no era una vuelta al orden pre-político de las sociedades familiar, sino un
orden nuevo establecido por El Jardín, que funda Epicuro en las afueras de
Atenas, basado en la relación personal e igualitaria de la amistad. Un orden social que anticipa la separación
moderna entre Estado y Sociedad Civil. Como señala Gustavo Bueno:
“Fueron los
epicúreos quienes con más tenacidad sostuvieron la idea teórica (puesto que
ésta fue prácticamente llevada a la realidad en una gran medida), de la
posibilidad de una sociedad humana exenta, plena y genuina al margen del
Estado. Replegándose de la vida pública, el Jardín quería ser la realización de
una Sociedad humana no política. Pero aunque este Jardín fuera en realidad un
Huerto, como ha subrayado Farrington, se trataba de una Sociedad más urbana que
rural. En este sentido seguía siendo Sociedad civil, pero dando precisamente a
este adjetivo el significado de ‘no político’. Aquí tenemos una de las fuentes
de la acepción de la Sociedad civil, como sociedad apolítica”[vii].
Las
comunidades epicúreas tuvieron tanto éxito que llegaron a extenderse por toda
la sociedad helenística, creando una especie de red de salvación individual alternativa
a las instituciones políticas vigentes y a las religiones llenas de superstición
y supercherías. Aunque las comunidades epicúreas entraron en crisis y fueron
disminuyendo en torno al siglo II después de Cristo, como señala Benjamín
Farrington[viii]
su forma de organización en comunas dirigidas de forma centralizada por medio
de las cartas de su director Epicuro, fue copiada en la organización del Cristianismo
por San Pablo, centralizándolo y dirigiéndolo con sus cartas y homilías a las
diversas comunidades, además de con la manua-lización de su enseñanza con un
resumen para catecúmenos, el Catecismo Cristiano, que recuerda al Tetrapharmacon
de los epicúreos. Este modelo de Sociedad espiritual paralelo al Estado será
teorizado por San Agustín con la contraposición entre la Iglesia como Ciudad de
Dios, a la que se debe subordinar la Ciudad Política, Roma. El modelo epicúreo
de huida al campo, -pues según Farrington el Jardín era una especie de comuna
agrícola auto-subsistente-, se lleva a cabo en su versión cristiana con la
aparición de la vida eremítica y conventual en torno al siglo IV en los
desiertos egipcios próximos a Alejandría y en los posteriores cenobios que
siguen la regla de San Benito[ix].
En tal
sentido, la creación de la vida monástica, tan importante en la Sociedad
medieval, es la continuación de estas concepciones helenísticas que buscan una
organización de la vida humana centrada en el reconocimiento de la libertad personal de
conciencia, separada de la vida política y que empezó a reconocerse de modo institucional
positivo cuando el imperio romano deja
de perseguir a los cristianos, con el emperador Constantino, y les permite
organizarse mediante Concilios, como el de Nicea, en relación a sus creencias
religiosas al margen del poder político, a cambio de que los cristianos
respeten a este en sus obligaciones puramente político-administrativas. La
Iglesia renuncia entonces a presentarse como una Sociedad alternativa y enemiga
del Imperio romano para “dar al Cesar lo que es del Cesar”, a cambio de que el
imperio respete y ampare “lo que es de Dios”, el ámbito de las creencias
religiosas personales que solo pueden ser competencia del Papa, como Vicario de
Cristo en la Tierra. Se dice que, con ello, se produce la primera separación formalmente
institucionalizada en la historia entre el poder político “terrenal” y el poder
religioso o “espiritual”.
La
justificación teórica de tal novedad conducirá a la creación de la famosa
doctrina teológica de la Trinidad Cristiana. Ello comenzó ya en el Concilio de
Nicea (325 d. c.), en tiempos del emperador Constantino, el cual había
legalizado a los cristianos, después de siglos de persecución, por razones supersticiosas
(el famoso sueño antes de la batalla de Puente Milvio que le llevó a pintar la
cruz Cristiana en los escudos de los soldados, ganando la batalla y convirtiéndose
en Emperador) o por motivos de mera estrategia política, pues el Imperio tendía
a fracturarse y los cristianos poseían ya una extensa organización, muy
centralizada desde San Pablo, que podía ayudar a reforzar la unidad política
con una unidad religiosa. Como contrapartida, precisamente en Nicea se permitió
a los cristianos reunirse y discutir libremente sobre temas religiosos. Allí se
debatió si Cristo, el Hijo de Dios, era también Dios, como el Padre, o solo
hombre. Las posiciones se dividieron entre Arrio y Atanasio. Los arrianos
tendían a considerar a Cristo como un mero hombre en tanto que creado por Dios,
mientras que los seguidores de Atanasio mantenían su doble naturaleza divina y
humana.
El fondo de
esta cuestión bizantina no era banal, porque afectaba a las relaciones de la
propia Iglesia con el poder político pues, si en Cristo predominaba su
naturaleza humana, la Iglesia fundada por él no tenía origen divino y debía someterse al empera-
dor; pero si su fundador, Cristo, era divino escapaba
a su control en las cuestiones espirituales. Al triunfar la posición de
Atanasio se garantizó ideológicamente la separación de poderes entre la
Iglesia, cuya sede, como símbolo de tal separación, siguió en Roma, lejos de la
nueva sede imperial, Constantinopla. El arrianismo, aun declarado herejía, pero
más cercano a la mentalidad racionalista griega que no podía admitir un hombre
dios, siguió teniendo gran influencia en la parte Oriental del Imperio, siendo fuente
de importantes herejías que influirían decisivamente en la negación de la
doctrina trinitaria por parte de la Iglesia Ortodoxa y del propio Islam, pues
Mahoma se educó en escuelas cristianas de la herejía nestoriana, próxima a la
arriana. La posición de Atanasio tendrá mayor influencia en la parte Occidental
del Imperio y será asumida por San Agustín, quien copiará de la filosofía
neoplatónica, la última escuela filosófica griega más influyente, la estructura
procesionista de las triadas de eónes que descendían de lo Uno hacía la
Inteligencia y el Alma del Mundo, para justificar sistemáticamente en su obra De
Trinitate, el famoso Dogma Cristiano, sustituyendo lo Uno por Dios Padre,
la Inteligencia por el Hijo y el Alma del Mundo por el Espíritu Santo.
De ahí, que
dicha separación del poder terrenal y del espiritual, -teorizada racionalmente
por San Agustín en su obra La Ciudad de Dios, en una mezcla de
razonamiento filosófico-ontológico y teológico-, una vez caído el Imperio
romano, se aposentará en la Europa occidental
medieval con el intento de reconstruir el Imperio de Constantino por Carlomagno, rey de los
francos, el cual reconocía la necesidad de la bendición del poder político
imperial por el de la Iglesia en el acto de su coronación del día de Navidad
del 800 por León III en la Basílica de San Pedro. Pero el imperio de Carlomagno
se dividió a su muerte, como el de Alejandro, dando lugar a los Reinos
sucesores que mantuvieron, sin embargo, la unidad religiosa, admitiendo la separación
del poder religioso del político, aunque ello diese lugar a un periodo arduo de
luchas y discusiones conocido como la cuestión de las Investiduras, sobre en
quien debía recaer la facultad de nombramiento de los obispos. Dicha polémica
alcanza su culmen en el siglo XI con el conflicto entre el Papa Gregorio VII y
el emperador alemán Enrique IV. Al final se acabó estableciendo una forma de
nombrar los obispos mixta que, por lo menos, evitó que hubiese una imposición de candidatos por una de las partes para el
cargo, el cual además de ser de carácter espiritual, lo que exigía una
formación sacerdotal que solo la Iglesia podía dar, tenía atribuciones
importantes de poder temporal que incluían entidades productoras como
conventos, monasterios, etc., e incluso tropas militares. Pues la Iglesia, al
impulsar la creación de monasterios con la creación de ordenes regladas como la
de San Benito, empezó a jugar un importante papel, no solo en relación con la
función de orar, sino asimismo con la de laborar (orat et laborat) de
los monjes.
Dichos
Monasterios, controlados en último término por la curia papal, jugaron un papel
decisivo en el progreso de la agricultura y las artes que fueron mejorando y
pasando de tiempos oscuros a otros en que se crean bibliotecas que atesoran un
caudal cada vez mayor de conocimientos en todas las ramas del saber. Con el
progreso en la producción agrícola, derivado en gran parte de los propios monasterios,
junto con la importación de avances técnicos y civilizatorios tomados del
contacto a través de las cruzadas y de la llamada Reconquista en la Península
ibérica, con la más desa-rrollada por entonces civilización islámica, se
produce un renacer de las antiguas ciudades, que habían entrado en decadencia
desde el final del Imperio romano, como
mercados para dar salida a los excedentes agrícolas y artesanos resultado de
las innovaciones de esta magna obra civil que desempeñó en muchas regiones la
labor constante de los grandes monasterios en las tierras de su propiedad comunal
e indirectamente las producidas por el incremento del comercio proveniente del
lejano oriente. El renacer de las ciudades en la alta Edad Media tuvo que ver
también, como señala el Conde de Saint-Simón, con la imitación del esplendor de
ciudades musul-manas, como la Córdoba del Califato. Y en Toledo, ciudad fronte-riza
de la época de Alfonso X el Sabio, a través de la Escuela de Traductores, se
produce la transmisión más completa del legado científico y filosófico griego
que, en gran parte, como las obras principales de Aristóteles, se había perdido
en Occidente. Saint-Simón ve la creación de las Universidades como consecuencia
de la conjunción de estos dos factores: el crecimiento ciudadano y el aumento
de bagaje científico y filosófico adquirido con las traduc-ciones del árabe.
Pues hasta entonces la enseñanza superior se llevaba a cabo en las Escuelas
catedralicias del tipo de la creada por Carlomagno en Aquisgrán. Pero el renacimiento de la vida comercial ciudadana, con el incremento de los viajes y el
transporte de mercancías lejanas, precisa también de las hospederías y hospitales,
como se observa en la creación del Camino de Santiago en el que se mezcla la
peregrinación con el comercio. De ahí el auge de profesiones como los médicos
de los hospitales y los abogados y juristas para dirimir los abundantes
conflictos contractuales que genera el comercio, rescatando el Derecho romano que
había sido compilado por el emperador Justiniano. En Paris, el alcalde de la
ciudad cedió unos locales en la colina de Santa Genoveva para que se impartan
las nuevas profesiones demandadas, en los que los alumnos privadamente acuerdan
los honorarios con los profesores para recibir las nuevas enseñanzas. Así surge
las Facultades de Derecho y Medicina a las que se añaden los estudios de
Filosofía y Teología, para los que la Iglesia proveerá con famosos profesores,
los grandes escolásticos.
El
crecimiento de las actividades artesanas y comerciales dará un salto
cualitativo con el descubrimiento de América y la apertura por los portugueses
y españoles de las rutas de navegación de carabelas, fragatas y galeones, que
cubren el globo terráqueo por primera vez con la famosa expedición de
Magallanes-Elcano, desarrollando la mejor cartografía de los primeros y
efectivos mapas del globo basados en la trigonometría científica griega. Se
ponen así las bases del comercio mundial previo al surgimiento del capitalismo,
con la aparición de ricas ciudades portuarias como Sevilla, Ámsterdam o
Londres. En las nuevas y pujantes ciudades del Norte de Europa se forma la
poderosa clase productora que Saint-Simón denomina de los industriales, que incluye
a la burguesía capitalista y a la naciente clase obrera surgida del excedente
campesino que, en Inglaterra, se produce con la expropiación de los monasterios
y las enclosure acts. Dicha nueva clase industrial de obreros y
capitalistas, unidos por intereses comunes frente a los señores feudales,
acabarán produ-ciendo las revoluciones democráticas modernas en Inglaterra y
Francia. A su vez, en las Universidades, se acabará produciendo la revolución
copernicana que abrirá el camino a la Física newtoniana, la cual provoca una fuerte
división en el “poder espiritual” entre los aristotélicos dominantes en las
Universidades y los científicos y filósofos modernos que se sitúan fuera de
ellas. De tales conflictos sale la nueva moderna sociedad industrial que los
positivistas, como Herbert Spencer, contraponen
a las sociedades anteriores consideradas como sociedades militares. Pero el cambio no se
produce de golpe, sino que, como señalaba Saint-Simón, tiene sus raíces en una
Edad Media dominada por las importantes innovaciones históricas que ya
introdujo el Cristianismo. Concretamente, la idea de una Iglesia separada del
poder político terrenal y vista por el agustinismo como la Ciudad de Dios que
pone límites al poder político de Roma, la “ciudad terrenal”, pensando en la
salvación última de las personas individuales. Esta idea será secularizada con
la creación por los filósofos ingleses de la idea de una Sociedad Civil
separada del Estado y consagrada a los fines económicos que garanticen la
libertad individual de los propietarios, a la que el Estado debe subordinarse. Como
señala Gustavo Bueno:
“En cuanto
a la idea liberal de una sociedad civil exenta y libre de las constantes
pretensiones intervencionistas del Estado, hay que decir que ella seculariza, o
incluso realiza en muchos casos, la misma idea teológica de la sociedad civil
vecina (por ejemplo, el liberalismo demócrata-cristiano). Se defiende que esta
sociedad civil existe ya en el presente y no en el futuro, que ella es la
sociedad auténticamente viva de nuestros días y que el Estado debe estar a su
servicio, dispuesto a salir al paso <<subsidiariamente>>”[x].
En relación
con ello, la Revolución Inglesa no es una revolución radical como la francesa,
sino que tiene algo del pacto del emperador Constantino con los cristianos
perseguidos hasta en-tonces, pues ahora se produce un pacto entre la corona
inglesa de Guillermo de Orange y la clase burguesa inglesa que, después de la
Revolución Gloriosa, mantiene el poder del Estado monárquico seriamente
amenazado por la rebelión del Parlamento que llevó a la Guerra Civil inglesa, a
cambio de que sea el Parlamento quien legisle precisamente los límites en que
se mantiene el poder del Rey con vistas al libre desarrollo del comercio y la
industria sin inter-venciones estatales. Pues la Sociedad Civil, como sociedad
estricta-mente económica que busca el beneficio privado, se rige por la mayor
libertad individual posible, que, con la globalización de las rutas marítimas
iniciada por los españoles con el viaje de Elcano, rebasa incluso las fronteras
nacionales. Sera este novedoso concep-to de Sociedad Civil el que Hegel
traducirá al alemán como bürgerlicher Gesellschaft al tratar, en su Enciclopedia
de las ciencias filosóficas, del Espíritu Objetivo exponiéndolo como
compuesto de tres partes: la Familia, la Sociedad Civil y el Estado.
Dichas
partes se relacionan según una dialéctica peculiar que caracteriza al mundo
moderno a diferencia del antiguo. Pues Hegel ve en el concepto de Sociedad
Civil la superación del conflicto entre los valores de la familia y los del
Estado, propio de las sociedades antiguas, como la griega, tal como se
reflejaba en la Antígona de Sófocles. Aristóteles, siguiendo a Platón, contraponía
directamente los valores que rigen la familia frente a los que rigen el Estado,
de tal modo que en la familia predomina la desigualdad natural de
viejos/jóvenes, pero está compensada por el amor fraterno, mientras que en el
Estado predomina el sometimiento a la ley igual para todos, aunque compensado
por la justicia entre sus miembros regida por la igualdad atributiva del “a
cada uno lo suyo” (suum cuique). De ahí la apología platónica del Estado
Ideal, al que se debe someter el individuo, como solución de los conflictos de
poder.
Pero en el
mundo moderno la fuente del poder deja de ser la conquista militar, con el
consiguiente sometimiento y explotación de otros pueblos, para pasar a ser la
explotación científico industrial de la fuerzas de la Naturaleza, como fuente
de la riqueza de las naciones (Wealth of Nations), como refleja el
título del famoso libro de Adam Smith, el padre de la moderna ciencia
Económica. En tal sentido, según Hegel, la familia, para su supervivencia, ya
no choca directamente con el Estado, como en las sociedades antiguas, sino con
la Sociedad económica que la envuelve y somete y que está regida por valores
nada fraternales, como la competencia y la lucha despiadada por el beneficio de
las ponderosas corporaciones económicas. Dicha sociedad económica, lejos de
desarrollarse armónicamente regida por una “mano invisible”, como creía Adam
Smith, que resuelve sus conflictos autorregulándose, según las Leyes del
equilibrio entre la oferta y la demanda de Le Say y del liberalismo económico clásico,
está sometida, según Hegel, a crisis económicas que llevan al empobrecimiento
progresivo de las clases trabajadoras. Como escribe Hegel en el & 245 de su
Filosofía del Derecho :
“Si a las
clases adineradas les fuese impuesto el tributo directo, o si en otra propiedad
pública (hospitales ricos, misiones
conventos) existieran los medios inmediatos para mantener a
las masas que caen en la miseria, en la condición de su ordinario modo de
vivir, la subsistencia de los indigentes estaría asegurada sin ser proveída por
el trabajo, situación que estaría en contra del principio de la Sociedad Civil
y de la conciencia de sus miembros, de su autonomía y dignidad; o si aquella
subsistencia fuese solucionada por el trabajo (por la ocasión de éste), se
acrecentaría la cantidad de los productos, en cuya superabundancia y en la
falta de suficientes consumidores, productores ellos mismos, reside, por cierto,
que el mal se acreciente sencillamente por estas dos maneras. Aquí se plantea
el problema de que la Sociedad Civil no es suficientemente rica, en
medio del exceso de riqueza; esto es, que no posee en la propia riqueza
lo suficiente para evitar el exceso de miseria y la formación de la plebe”[xi].
Por ello
Hegel pone al Estado como una tercera instancia que interviene para superar la
contradicción entre la Familia y la Sociedad Civil, que lleva al exceso de
miseria y empobrecimiento de gran parte de la población, en tanto que
representante de la universalidad más objetiva y capaz de hacer justicia, la de
la clase funcionarial o burocrática. La crítica de Marx no se hizo esperar
centrándose precisamente en la inversión entre las relaciones del Estado y la
Sociedad Civil. Marx utiliza la metáfora arquitectónica de Base (Aufbau)
y Superestructura (Überbau) para invertir la posi-ción que Hegel
asignaba al Estado y la Sociedad Civil pues, según él, sería la Sociedad Civil
la que encarna el papel de Base económica sobre la cual se apoya el Estado,
como una mera Superestructura político-ideológica. La Sociedad Civil, en cuanto
sociedad econó-mica, se ocupa del mundo de las necesidades de producción y
reproducción de la vida humana que sostiene a la superestructura estatal. Por
tanto, para Marx, la clase universal no son los funcionarios estatales, como
Hegel mantenía en la línea del Despotismo ilustrado, sino la clase obrera en
tanto que del análisis que Marx, en El Capital, lleva a cabo del
funcionamiento de la Economía, resulta ser la clase explotada.
En tal
sentido, el Materialismo Histórico, tal como aparece resumido por Engels en su
famoso libro, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,
arrancaba de la relación entre las clases sociales y el origen del Estado. El origen de este habría sido la rup-tura de la unidad originaria del «comunismo primitivo»
en dos clases antagónicas, la de los explotadores que se apropian de loa territorios
y riquezas comunitarias y la de los expoliados. En los conflictos entre estas
clases sociales, así constituidas, pondría el materialismo marxista el «motor»
de la historia, la famosa lucha de clases. Y entre los sucesos más importantes
de este proceso histórico de la lucha de clases, aparece la constitución de los
Estados, como instituciones al servicio de los explotadores para dominar y
explotar a la clase explotada. El Estado, en el Materia-lismo Histórico es,
pues, una superestructura posterior a la división de la sociedad en clases
sociales por la que se introduce la propiedad privada de los medios de
producción. Por ello, para Marx, el objetivo último del comunismo, la supresión
de las clases sociales, implicaba la extinción del Estado, al que sucederá un
nuevo tipo de sociedad sin Estado en la que, retomando una frase del Conde de
Saint-Simón, la «administración de las
personas» debería dejar paso a la «administración de las cosas». En ello reside
el componente utópico del marxismo que se enfrenta al estatalista Hegel
regresando en este punto al más kantiano Fichte, que había desarrollado una
filosofía de la Historia en su obra Los caracteres de la Edad Contemporánea,
en la que se preveía una extinción del Estado con la realización futura del
kantiano Reino de los Fines[xii].
Como señala Gustavo Bueno:
“La idea
marxista de un <<estado final de la Humanidad>> se apoya también en
la posibilidad de una Sociedad civil exenta, respecto del Estado, no ya en la
perspectiva del pretérito o del presente etnológico, sino en la perspectiva del
futuro político. El Estado representará ahora el resultado de una especie de
secuestro de una Sociedad civil pre-política por la Sociedad política. Pero en
la fase final, el Estado se desvanecerá y la Sociedad política tomará la forma
superior de una Sociedad civil”[xiii].
Lo que de
hecho ocurrió con el marxismo en su corriente de mayor influjo histórico
político, el marxismo que triunfa en la Revolución rusa de 1917, fue que el
Estado, lejos de desaparecer y ser sustituido por la sociedad civil superior
del comunismo soviético, se convirtió en un poder terrible sobre la propia
sociedad civil, el poder del estalinismo soviético, que lejos de permitir un
desarrollo económico enriquecedor y superior al de sus rivales capitalistas,
provocó un colapso económico que llevo al derrumbe final del poder soviético.
No todo este experimento fue vano porque de él queda paradójicamente, no una
nueva Sociedad civil libre y rica, sino un Estado ruso nacionalista que, tras
la reorga-nización de Putin, sigue hoy entre las potencias de primera línea que
predominan en el mundo.
De ahí el
fracaso del marxismo, por el utopismo de su concepto comunista de Sociedad
Civil entre otras cosas, frente al concepto de Sociedad Civil que surgió en
Inglaterra en el siglo XVII con Locke y Adam Smith como ideólogos del
liberalismo político y económico que ha derrotado al denominado totalitarismo
soviético por acción de la poderosa USA. La clave puede estar en que la
Revolución inglesa no trató de ahogar al Estado político monár-quico, sino que
llevó a cabo un pacto por el cual resultaba una nueva aplicación de la fórmula
que permitió una larga duración y eutaxia al modelo constantiniano de
división de poder por el que la Iglesia tenía garantizaba las libertades
individuales de conciencia a cambio de dar al Cesar solo el poder político
terrenal. Pues la for-mula política de la Revolución inglesa es un hibrido, la
Monarquía parlamentaria, en la que Locke dejó claras las funciones respectivas
de dar al Rey lo que es del Rey, el poder ejecutivo, y al pueblo o sociedad
económica (aunque la democracia era entonces más bien una oligocracia censitaria)
el poder legislativo basado en el respeto a las libertades de la iniciativa
individual privada. USA recogería esa tradición en la fórmula mixta de su
Constitución democrática presidencialista y no meramente democrática
parlamentaria. Pues, aunque la solución prudencial que adoptó la Revolución
inglesa finalmente, al mantener a la monarquía en sus funciones de gobierno
separadas de las funciones legislativas, que en realidad eran las decisivas en
último término, buscaba un equilibrio entre la tradición y el progreso, sin
embargo acabó dando lugar a la fórmula de “el Rey reina pero no gobierna”
atribuida a Adolphe Thiers en su rechazo de la monarquía absoluta de Charles X
de Francia. Frase brillante como crítica del absolutismo monárquico, pero que
solo contenía media verdad, ya que el rey en el modelo inglés, copiado también
en España por la Restauración decimonónica, decidía quien gobernaba por el
famoso “turno de partidos” conservadores y liberales, en relación con unas
elecciones llenas de fraudes, sobre todo en el caso de la Restauración española
como denunció Joaquín Costa en su famoso libro Oligarquía y caciquismo.
Pero ese
dicho de la inoperancia gubernativa del Rey acabó cumpliéndose en el siglo XX
cuando las monarquías parlamen-tarias, ante el auge de la ideología
democrática, acabaron siendo reducidas, de hecho, a funciones meramente
protocolarias, como ocurre con la actual monarquía inglesa. Además, la crisis
que sufrió el liberalismo económico por el aumento de la miseria y el paro
producido en la gran Depresión de 1929, que afectó en especial a USA, demostró
la mayor eficacia para salir de ella de la democracia presidencialista
norteamericana que permitía la existencia de un poder presidencial elegido y
renovable según cambien las circuns-tancias políticas, dotado de amplios
poderes ejecutivos y separado de los poderes parlamentarios como el Congreso y
el Senado. Inglaterra, a pesar de un primer ministro excepcional como Wins-ton
Churchill, no pude iniciar el poderoso cambio intervencionista en la política
que distinguió a la política norteamericana del New Deal de Roosevelt o
del posterior keynesianismo introducido por el presidente Kennedy en la
Administración económica y continuado por Johnson[xiv].
En tal
sentido los poderes de la Casa Blanca, que han aumen-tado considerablemente
debido a las competencias en la política exterior, por la involucración
creciente de los norteamericanos en conflictos exteriores, sobre todo tras su
paso a única potencia global realmente existente tras la caída del Muro de
Berlín, -pues China y Rusia solo mantienen hoy influencias regionales-, dichos
poderes presidenciales se acercan a transformar USA en una “republica
coronada”, con sus tendencia a las “dinastías” electivas de los Kennedy, los
Clinton o los Bush. Algo semejante a lo que ocurrió con el paso de la Republica
romana al Imperio, con sus emperadores elegidos desde arriba entre las familias
patricias. Hoy hablaríamos, no ya de patricios, sino de familias políticas con
amplias conexiones con los círculos económicos y mediáticos que son
determinantes en la financiación de las costosísimas campañas electorales
necesarias para acceder a la llamada Administración.
La crisis
del marxismo ha sido provocada por ello, de modo decisivo, por el éxito en la construcción
por el liberalismo anglosajón de una
Sociedad Civil desarrollada de un modo no exento, ni utópico, ni antiestatal,
sino en alianza con el Estado, en una especie de reparto de papeles dentro del
papel subsidiario asignado al Estado, sin excluir su intervención en la esfera
macroeconómica al estilo keynesiano. Intervención iniciada por USA con su New
Deal que superó la Gran Depresión y consiguió realizar el american dream
que logró la integración en el sistema tardío capitalista norteamericano de la
clase obrera, como observó asombrado el miembro de la Escuela de Frankfurt,
Herbert Marcuse exiliado a causa del nazismo en California. Había pues que
revisar, según Marcuse y la denominada Escuela de Frankfurt, las tesis del
marxismo clásico, pues la clase obrera ya no era el sujeto revolucionario que
Marx pensó. El nuevo sujeto revolucionario se fraccionaba en las minorías
negra, sexual, cultural, etc. Influyó en ello la relevancia de las luchas por
los llamados derechos civiles que en la década de los 50 tienen lugar en USA.
Pero Marcuse concibe estos derechos todavía de forma utópica, en el marco de
una futura sociedad comunista exenta de la alienación política de clase en el
sentido de Marx. Por ello su revisión del marxismo, como la del conjunto de la
propia Escuela de Frankfurt, no va más allá de sacar nuevos decimales al
marxismo para aproximarlo y adaptarlo para que su mensaje revolucionario
alternativo engrane con los desarrollos del llamado por Habermas
tardo-capitalismo.
En
realidad, lo que se necesita es superar al propio marxismo que ha demostrado
sus límites e impotencia a la hora de analizar la sociedad política. Pues, no
se puede negar que, aunque el concepto de Sociedad política marxista sea
utópico y allá sido vencido por el liberalismo político anglosajón, ello no
significa que estuviese ente-ramente equivocado en aspectos que deben ser
mantenidos en una posible nueva concepción del Estado, como la que
presentaremos aquí. Mismamente, uno de los aspectos más débiles de la concep-ción
liberal del origen del Estado de Hobbes y Locke era la contro-vertida teoría
del “pacto social” entendida como explicación del origen histórico del Estado.
Aunque otros aspectos de dicha teoría, como la indivisibilidad de la soberanía
o la separación de poderes de Locke, completada por Montesquieu, han pasado la
prueba práctica de su deseable funcionamiento en la evitación de crisis
políticas, sin embargo, la investigación histórica o antropológica ampliamente
desarrollada en los dos últimos siglos no parece avalar de ningún modo que haya
existido jamás un pacto semejante. Ya, en la propia Inglaterra, Edmund Burke,
en el siglo XVIII, puso en cuestión la existencia histórica del pacto como una
ficción que nunca existió, pues las instituciones políticas son producto más
bien que de decisiones conscientes individuales, de las circuns-tancias, los
hábitos civiles, los impersonales usos y costumbres sociales, como diría
Ortega, que perviven en el tiempo. Rousseau, aunque aceptó la teoría del pacto
en su influyente El Contrato Social (1762), fue a la vez, con su Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), el
desencadenante del origen del Estado como un producto de la lucha de clases,
tal como lo desarrollará Marx, cuya influencia crítica sobre el rechazo de la
teoría del Pacto se impondrá en el periodo del dominio del marxismo soviético.
Pero, será
con el derrumbe de la URSS cuando empiezan a tomarse en serio las críticas a
los fundamentos doctrinales del propio marxismo y no solo a aspectos parciales
tenidos por meras desviaciones. Ya a principios de la década de los 70, en el
marxismo estructuralista francés de Althusser y Balibar, se plantearon volver a
pensar el significado de Marx como científico fundador del “nuevo continente”
de la Historia científica, para lo cual habría necesitado dar un “corte
epistemológico” con el hegelianismo de su juventud. En España, en polémica con
el althusserismo, Gustavo Bueno[xv],
mantuvo la imposibilidad de entender al marxismo si se cortaba su relación a la
obra de Hegel. Pues hay muchas deudas que Marx tiene con Hegel y sin las cuales
no habría marxismo, tales como las ideas de “clase universal”, alienación,
método dialéctico, salto cualitativo, etc. Por tanto, no había “corte
epistemológico”, aunque si una “vuelta del revés”, una inversión dialéctica del
idealismo en la que dichas ideas tomarían un sentido diferente y muchas veces
opuesto.
Gustavo Bueno
utilizó a veces la fórmula de volver a superar a Marx mismo invirtiéndolo a su
vez. Parecía entonces que si Marx había dado un giro de 180º al Sistema
idealista de Hegel, transformándolo en un Sistema filosófico materialista, la
propuesta de Bueno de invertir de nuevo el Materialismo de Marx llevaría al
Idealismo otra vez, pues dos giros de 180º equivalen lógicamente a una
transformación idéntica, a un volver al punto de partida. Pero Bueno no tenía
evidentemente esa intención, pues su plan-teamiento no iba dirigido a entender la
inversión total del Sistema, sino a algunas de sus partes. Dicha inversión de
Hegel por Marx se podía ver con claridad, según Bueno, en el contexto preciso
de las figuras del Espíritu Objetivo de Hegel, sobre todo en las relaciones
entre la Sociedad Civil y el Estado. Así, mientras Hegel supone que la Sociedad
Civil, para solucionar las contradicciones debidas a sus particularismos, debe
someterse a la universalidad encarnada por el Estado y su burocracia, que Hegel
identifica con la “clase uni-versal” por actuar siguiendo los criterios de la
justicia y la legalidad, Marx supone, por el contrario, que es el Estado el que
vive en un mundo abstracto y parasitario que depende enteramente de la
sociedad económica que lo alimenta con
sus impuestos y exac-ciones, que en definitiva brotan de la riqueza producida
por el proletariado, el cual resulta por ello la verdadera clase universal en
tanto que la verdadera creadora del plusvalor. Dicha clase, sin embargo,
aparece como desposeída de ese plusvalor por la explotación de la clase
burguesa que utiliza al Estado precisamente para mantenerla sometida. De ahí
que Marx propone primero una nueva Revolución, para la que la clase obrera
debía unificarse como la verdadera encarnación de un género humano que debía
regenerar a la sociedad humana desde su desviación del comunismo primitivo
preestatal, para volver a un comunismo final en el que desapa-recerían las
clases sociales, y el propio proletariado como una de ellas, e incluso el
Estado mismo que, al no ser ya necesario en un mundo futuro sin explotación, se
extinguiría.
Pero, la
realidad histórica posterior a Marx habría desmentido la idea de que el
proletariado era tal clase universal, pues es en la Primera Guerra mundial
donde el proletariado francés lucha a muerte contra el alemán, a pesar de los
llamamientos a tirar las armas de la ya influyente II Internacional. El fracaso
de la revolución comunista en Alemania orientará a la III Internacional
comunista, que había triunfado en la Revolución Rusa, hacia la subordinación
por Stalin, frente a Trotsky, de todo el movimiento comunista internacional al
servicio de la propia Rusia como “patria” del Proletariado. Por ello el
hundimiento económico del Imperio soviético fue el golpe final a las tesis
marxistas sobre la universalidad del proletariado y el advenimiento de una
sociedad comunista sin clases. De ahí la necesidad de examinar los propios
fundamentos sociológicos del marxismo para determinar sus fallos de base. En
tal sentido, como veremos, se orienta la crítica de Gustavo Bueno cuando
localiza el problema en la propia teoría del origen del Estado y de su relación
con la teoría de la sociedad marxista de la distinción entre la Base económica
y la Superes-tructura política-ideológica.
En conexión
con la relación entre Base y Superestructura y la tendencia del marxismo
economicista a subrayar el papel pasivo y puramente reflejo de las ideologías
frente a la base, es famosa la obra del sociólogo alemán Max Weber, La ética
protestante y el espíritu del capitalismo (1905), quien pone de relieve la
influencia activa de la ética protestante (austeridad, profesionalización,
predestinación, etc.) en el origen del capitalismo, en contraposición a la
influencia católica, que resultó menos compatible, en el sentido de la
goethiana “afinidad de caracteres”, con la racionalidad económica del
capitalismo. La posición de Weber no pretende decidir entre contraponer una
explicación puramente ideológica a la explicación economicista marxista, sino que
solo subraya la unilateralidad de ambas, tal como resulta de sus análisis
histórico-sociológicos. Bastaría con considerar la acción recíproca y relativa
independencia de base y superestructura. En tal sentido ya el propio Marx y
Engels, frente a las deformaciones economicistas, habrían advertido de la reciprocidad
dialéctica entre ambas. Pero no fueron más allá de declaraciones genéricas. El
interés de la obra de Weber es que permite una discusión sobre un material
histórico-sociológico concreto y bien conocido. De él se podría concluir, sin
embargo, únicamente la necesidad de dejar de ver a las ideologías como meras
superestructuras o reflejos fantasmales, producto de la superstición o de la
falsa conciencia, como señalaba Marx. Ya el propio Stalin dejó de considerar,
en las disputas sobre la llamada “cuestión lingüística” que se planteó en la
URSS, al lenguaje como mera “superestructura” para considerarlo como una
estructura básica. Por ello, Gustavo Bueno[xvi],
prefiere hablar de “estructuras envolventes” y no meramente básicas, pues con
ello no se salía de una especie de dualismo entre lo natural (Base) y lo
Cultural (Superestructura). Habría, por tanto, que someter a crítica el propio
dualismo que proviene del Idealismo alemán de Hegel, heredado por Marx. Para
ello inicia Gustavo Bueno, más que una “inversión” o vuelta del revés del
dualismo marxista (aunque esto también se da), lo que llamaríamos una
“deconstrucción” de dicho dualismo, insertándolo como caso particular de una
estructura ternaria más amplia.
Aunque es absurdo, como el propio Bueno llegó
a admitir para evitar malinterpretaciones, “invertir” el sistema total de Marx,
porque se volvería al sistema idealista de Hegel, con lo cual para semejante
viaje no harían falta alforjas, no es absurdo deconstruir al Idealismo de Hegel,
o de su predecesor Fichte, para obtener un nuevo sistema que no conduzca al
Materialismo monista marxista, plagado de dualismos como el de
Base/Superestructura. Esto es lo que hemos hecho en otro lugar tomando como
campo de deconstrucción la Teoría del Conocimiento tal como la plantea el
propio Fichte en su famosa Primera Introducción a la Doctrina de la Ciencia [xvii].
Habría que
matizar que la calificación de Materialismo a la inversión de Hegel por Marx es
principalmente interpretación de Engels, pues hay textos del Marx joven y otros
posteriores, en los que se equipara la materia económica como algo propio de la
actividad vital humana, con “condiciones materiales de vida”, “vida material”
como equivalente de condiciones económicas de produc-ción, como dice en el
famoso Prefacio a la Contribución a la crítica de la Economía política.
Se trata, por tanto, no ya de invertir el Idealismo de Hegel ni de volver a
invertir el Materialismo marxista, sino de deconstruir ambos sistemas como un
todo en sus piezas e insertarlas en una totalidad más compleja de la que
resulta entonces una sistematización diferente, que puede superar a la anterior
en potencia explicativa, negarla en sus defectos y conservarla en tanto que se
integra como un caso particular de una estructuración más amplia.
Fichte
había reducido todos los tipos de sistemas filosóficos a dos, guiándose por la
concepción del conocimiento tradicional que lo entendía como una relación entre
el Sujeto, entendido como una Conciencia, y el Objeto: si se parte del Objeto,
decía Fichte, para explicar el conocimiento, como hace el empirismo o el
dogmatismo precrítico, se tendría una filosofía materialista; pero si se parte
de la conciencia se tendría una filosofía idealista, como la que él defendía.
Fichte admite, sin embargo, que solo si se parte de una concepción del
conocimiento que admita más elementos consti-tutivos de la estructura básica
del acto de conocer que el Sujeto y el Objeto podría superarse este dualismo de
sistemas filosóficos. Pero, precisamente esto empieza a ocurrir, por ejemplo,
en la ontología fenomenológica de Heidegger quien, en Ser y tiempo,
plantea la relación inmediata del Dasein con el mundo, no ya como la de
una conciencia puramente contemplativa con el mundo de los objetos (Vorhandenheit),
sino como la de un ser existencial tratando con cosas “a mano” (Zuhandenheit),
manipulando el mundo técnica-mente con las manos. Será, sin embargo, Jean
Piaget quien empiece a desarrollar sistemáticamente una nueva Teoría del
Conocimiento, la denominada Epistemología Genética, en la que se parte,
no ya de conciencias, sino de sujetos biológicos, como los niños, que deben
interactuar con el medio a través de su boca y sus manos, antes de llegar a ser
conscientes, para construir y desarrollar dialécticamente las estructuras
cognitivas que les permiten adaptarse al mundo y transformarlo. Pero, entonces,
como señala Gustavo Bueno en su novedosa concepción gnoseológica de las
ciencias denominada Teoría del Cierre Categorial, la estructura básica
de esta relación inteligente con el mundo consta, no de dos, sino de tres
elementos constitutivos: términos, operaciones y relaciones. De ahí que
podamos sacar la conclusión, frente a Fichte, de que no hay dos sino tres tipos
básicos de sistematización filosófica: Materialismo, Idealismo y Vitalismo[xviii].
Bueno, sin
embargo, sigue preso en parte de dicho dualismo acogiéndose al propio Lenin,
que también reducía, en sus incursiones filosóficas, todas las filosofías a
dos, Materialismo e Idea-lismo[xix].
En la
crítica a Marx, Bueno sustituye la metáfora del edificio arquitectónico de Base
y Superestructura por la metáfora biológica de huesos y tejidos de un
vertebrado. Pues los huesos configuran un esqueleto que soporta como una base a
los tejidos conjuntivos que integran el cuerpo del animal:
“Porque los
huesos, el esqueleto óseo, sostenían desde luego al organismo (como la base a
la superestructura), pero los huesos no estaban dados previamente a los
restantes tejidos del organismo, sino que brotaban, junto con otros tejidos,
del propio organismo, de sus diversas hojas blastodérmicas. A partir de ahí
podrían alcanzar en la evolución las funciones de <<columnas>> que
soportan la <<fábrica>> del organismo”[xx].
En dicha
metáfora biológica aparece entonces la necesidad de entender de modo genético
evolutivo la estructura social, como algo que se está haciendo, hasta alcanzar
un equilibrio dinámico y dialéctico con el medio, y no como algo meramente
estático, como ocurre con la metáfora arquitectónica, según la cual una vez que
el arquitecto construye el edificio lo hace como un dator formarum
exterior a él. Incluso Marx, en un texto famoso en que compara al arquitecto
con la abeja que construye un panal, señala que el primero, a diferencia de la
abeja, tiene la idea del edificio previamente en su mente. Pero esto no es muy
diferente a lo que dice el idealismo teológico de un Malebranche o un Leibniz
cuando dicen que Dios tiene ya la Idea del Mundo en su Pensamiento antes de la
Creación. Hoy sabemos por el evolucionismo que las estructuras sociales humanas
no salen de ninguna mente previa ex novo, sino de la evolución previa de
estructuras sociales animales. Son, por tanto, de origen biológico y, como todo
organismo biológico, no solo están en relación ecológica con un medio básico
del que toman la energía, sino que están asimismo en relación etológica fronteriza
con otras sociedades con las que compiten en la lucha por la vida en la forma
de una biocenosis o conjunto de organismos de diferentes especies que coexisten
bajo diversas relaciones (depredación, parasitismo, etc.) en un biotopo que
ofrece condiciones ambientales para su supervivencia. De ahí que Gustavo Bueno,
además de plantear una visión genética evolutiva de la oposición
Base/Superestructura, añada, a la Capa Basal económica y a la Capa Conjuntiva o
“superestructural”, una tercera dimensión social, que denomina Capa Cortical,
para contemplar la relación de biocenosis propia de la sociedad humana en tanto
que esta no aparece en la historia más que como evolución de sociedades previas
de primates. Gustavo Bueno señala entonces que es en esta relación Cortical, en
la que se producen choques fronterizos entre bandas y tribus preestatales por
la conquista de un territorio para la caza o la recolección de frutos, donde
surgen las jefaturas guerreras que están en el origen del Estado. El Estado
surgiría entonces de la creación de una institución permanente para apropiarse
de un territorio frente a otros grupos humanos:
“Según esto
cabría llamar apropiación a la incorporación de un territorio,
a veces muy extenso, por parte de una sociedad organizada con capacidad de
resistencia ante las pretensiones de los «extranjeros». En este punto el Género
Humano no desempeñaba ningún papel; simplemente cada individuo, cada tribu o
cada sociedad política, tenía el mismo derecho (es decir, ninguno) para
mantenerse en un territorio que habían ocupado los primeros, o mediante el
desalojo de los precursores.
El derecho
de propiedad sólo podía aparecer, en el ámbito de una apropiación, como una
redistribución de esta apropiación fundada en la existencia de un poder o
autoridad estatal superior ejercitada por un grupo en el ámbito del territorio
apropiado”[xxi].
Por ello la
propiedad privada ya no es, para Gustavo Bueno, el verdadero origen del Estado,
pues es precedida por una apropia-ción pública. Aquí es donde hay “vuelta del
revés” de la tesis mar-xista, pues la propiedad no resulta de la división en
clases sociales, sino que son las propias clases sociales como detentadoras de
la propiedad las que presuponen el episodio anterior de la apropiación del
territorio y su mantenimiento por la fuerza por el grupo orga-nizado como
bandas o tribus. De esa apropiación previa podrán surgir sólo posteriormente
las diferencias de clase económica y el enriquecimiento de unas familias o
grupos frente a otros. Como señala Gustavo Bueno:
“No se
tratará, por tanto, de volver a la tesis de que las leyes del Estado (como el
Estado mismo) están constituidas para mantener a los propietarios; bastará
afirmar que, entre otros objetivos suyos, el de mantener y confirmar a los
propietarios es uno de ellos, puesto que un Estado en que la propiedad
territorial no estuviese repartida no sería todavía un Estado. Y cuando la
constitución asigna el territorio al Estado hay un reparto de hecho y de
derecho entre los ciudadanos y una exclusión de los que permanecen fuera del
Estado. Por eso hay que extender la idea de propiedad territorial al Estado en
su relación con los demás Estados; de este modo la propiedad comenzará a tener
que ver con la capa cortical”[xxii].
Por ello la
propiedad privada puede surgir del robo, o del quitar a otros del disfrute de
los bienes comunes resultado de la apropiación originaria de un territorio,
pero la apropiación misma no conculca ningún derecho previo de propiedad,
porque proviene de la lucha por la vida común a otras especies animales que ya
establecen también su territorio de caza en lucha con otros grupos que se lo
disputan. Y aquí el único derecho es la fuerza por la cual el pez grande se
come al chico. De ahí que Bueno introduzca la dialéctica originaria entre el
Estado y las clases económicas como una dialéctica permanente, estructural,
para entender los conflictos entre Estado y Sociedad Civil, denunciando como
utópica la futura extinción marxista del Estado.
Pero la
nueva dimensión cortical añadida, de la que nos ocu-paremos en detalle más
adelante (p. 153 s.s.), tiene, además, una connotación que limita seriamente la
concepción de un Género Humano final, como canta la Internacional, el himno del
Proleta-riado encarnación del Género Humano final, con el que, según Marx,
acabaría la Prehistoria de la Humanidad y comenzaría su Historia propiamente.
Pues el propio Gustavo Bueno relaciona esta Capa Cortical o fronteriza del
Estado con los extranjeros y con las divinidades (seres extraños por
no-humanos), en el sentido de un límite positivo a la pretensión de una
Humanidad única, un Género Humano universal que borre toda diferencia entre los
distintos pueblos. Como señala Gustavo Bueno, la Capa Cortical del Estado es
como:
“… la
superficie <<interfacial>> a través de la cual una sociedad
política se encuentra interaccionando con otras sociedades que no son ella
misma, sino un έτερον constituido por sujetos muy
distintos entre sí (divinos, bestiales, salvajes o bárbaros inicial-mente),
pero de la misma manera que los objetos de la capa basal son heterogéneos y
carecen de unidad sustancial absoluta. El tratamiento conjunto de los extraños
o extranjeros (<<huma-nos>>, aunque solo muy tardíamente:
recordemos el Democrates alter de Sepúlveda) y de los dioses o númenes
(o de sus mediadores) está justificado y es de hecho una práctica común, porque
los extranjeros y los dioses, aunque aparecen en la vecindad del Estado (o de
la sociedad política), no están sometidos a sus poderes internos conjuntivos y
basales. Por otra parte, que son entidades de la misma escala, aunque estén
enfrentados entre sí, se prueba por la gran frecuencia de ocasiones en las
cuales los príncipes de-tentadores de poderes políticos internos, han buscado
la alianza de los dioses, o se han divinizado ellos mismos, no solamente para
sujetar a los súbditos del propio pueblo, sino precisamente para poner un freno
a los extranjeros (…) Hay, por lo demás, extraños intermedios que oscilan en el
intervalo que media entre el eje angular y el eje circular: son las almas de
los difuntos, aquellos a quienes invocan los chamanes y que, como hemos dicho,
constituyen uno de los principales fundamentos de la idea política de la patria
como <<tierra de los muertos>>.
En
cualquier caso, la sociedad política tiene la necesidad de poder desplegar sus
poderes ante los extraños, ante el έτερον (extranjeros y dioses), si quiere
mantener su propia definición de unidad autónoma”[xxiii].
Fue ya Ostwald
Spengler quien, por influencia del vitalismo de Nietzsche, desarrolló una
potente crítica a la Idea de Volteriana de un Progreso histórico encarnado en
la Humanidad como un Género Humano indiferenciado. Dicha Humanidad es para
Spengler una mera Idea abstracta que no se encuentra en la Historia. Pues en
ella no vemos nunca, en sentido científico positivo, a la Humanidad, sino a los
pueblos e individuos de diferentes culturas engendrando, a veces, grandes
círculos culturales cerrados (Kulturkreise) que habitualmente designamos
como las grandes Culturas o Civilizaciones históricas. Dichas civilizaciones
son para Spengler los círculos máximos en los que alcanza positiva y
empíricamente a expresarse lo humano, pues lo que llamamos Humanidad no existe
en realidad más que como una Idea filosófica regulativa que aparece en una de
esas grandes civilizaciones, la Europea Occidental. En tal sentido, la única
Historia humana real, positiva, es la Historia de las Grandes Civilizaciones,
pues no tiene sentido científico-positivo una Historia unívoca de la Humanidad,
como la que pretende partir de un origen del primer Hombre, Adam, creado por
Dios, tal como la plasmó Bossuet en su Discurso sobre la Historia Universal
(16819), en el que se inspiraría Voltaire al sustituir a Dios por el Progreso
como motor de la Historia. Ni tampoco una historia, enteramente equívoca y
puramente empírica, de una multitud de culturas antropológicas puestas todas en
plano de igualdad, al margen de su influencia mayor o menor en el curso de la
Historia, como pretende el relativismo cultural multi-culturalista actual. Solo
cabe una posición intermedia, analogista, de una Historia Comparada de las
grandes Civilizaciones en base a las semejanzas sorprendentes que mantienen en
ciertas estructuras legaliformes que se repiten en ellas y que permiten a la
ciencia histórica una especie de capacidad predictiva en sus futuros
desarrollos, como la que tiene la ciencia Física cuando puede predecir los
movimientos de los astros de acuerdo con ciertas Leyes o Principios
funcionales. Está fue la posición de Spengler desarro-llada en su magna obra La
decadencia de Occidente (1918).
Spengler,
sin embargo, tras su éxito en la segunda década del siglo XX, cayó en el olvido
durante la llamada Guerra Fría, llegando a ser afectado por las acusaciones de
su afinidad con el nazismo. Hoy está siendo rehabilitado de estas acusaciones y
se le presenta como mantenedor de una filosofía vitalista de influencia nietzs-cheana,
pero en conflicto con el racismo hitleriano[xxiv].
De hecho, las concepciones de Spengler sobre la Historia de la Civilizaciones
han vuelta a tener una gran influencia con la obra de Samuel Hun-tington en su
conocida obra El choque de civilizaciones y la reconfigu-ración del orden
mundial (1993). Precisamente Huntington señala un rasgo esencial que
permite caracterizar a las grandes civilizaciones y que es el estar asociadas a
una gran religión:
“Sangre, lengua, religión, forma de vida,
eran lo que los griegos tenían en común y lo que los distinguía de los persas y
otros pueblos no griegos. De todos los elementos objetivos que definen las
civilizaciones, sin embargo, el más importante suele ser la religión, como
subrayaban los atenienses. En una medida muy amplia, las principales
civilizaciones de la historia humana se han identificado estrechamente con las
grandes religiones del mundo; y personas que comparten etnicidad y lengua
pueden, como en el Líbano, la antigua Yugoslavia y el subcontinente asiático,
matarse brutalmente unas a otras porque creen en dioses diferentes”[xxv].
Además, Huntington
sostiene, como Spengler, que una civiliza-ción es el circulo cultural humano
más amplio que pueda existir:
“Una civilización es la entidad cultural
más amplia. Aldeas, regiones, grupos étnicos, nacionalidades, grupos
religiosos, todos tienen culturas distintas con diferentes grados de
heterogeneidad cultural. La cultura de una aldea del sur de Italia puede ser
diferente de la de una aldea del norte de Italia, pero ambas comparten una
cultura italiana común que las distingue de las aldeas alemanas. Las
colectividades europeas, a su vez, compartirán rasgos culturales que las
distinguen de las colectividades chinas o hindúes. Los chinos, hindúes y
occidentales, sin embargo, no forman parte de ninguna entidad cultural más
amplia. Constituyen civilizaciones. Así, una civilización es el agrupamiento
cultural humano más elevado y el grado más amplio de identidad cultural que
tienen las personas, si dejamos aparte lo que distingue a los seres humanos de
otras especies. Se define por elementos objetivos comunes, tales como lengua,
historia, religión, costumbres, instituciones, y por la autoidentificación
subjetiva de la gente”[xxvi].
Podría decirse que el circulo político máximo
que existe en la historia humana son los Imperios o la Federaciones o Confede-raciones
de Estados, de la misma manera que en la historia cultural lo son las
Civilizaciones. Pero las Civilizaciones son de más larga duración que cualquier
Imperio o agrupación de Estados:
“La composición política de las
civilizaciones varía de unas civilizaciones a otras y varía a lo largo del
tiempo dentro de la misma civilización. Así, una civilización puede contener
una o muchas unidades políticas. Dichas unidades pueden ser ciudades-Estado,
imperios, federaciones, confederaciones, Estados-nación, Estados
multinacionales, y todas ellas pueden tener formas diversas de gobierno. A
medida que una civilización se desarrolla, normal-mente se producen cambios en
el número y naturaleza de las unida-des políticas que la constituyen. En un
caso extremo, una civiliza-ción y una entidad política pueden coincidir. China,
comentó Lucian Pye, es «una civilización que pretende ser un Estado». Japón es
una civilización que es un Estado. Sin embargo, la mayoría de las
civilizaciones contienen más de un Estado o de otra entidad polí-tica
diferente. En el mundo moderno, la mayoría de las civilizaciones contienen dos
o más estados”[xxvii].
Pero, aunque todas las grandes
civilizaciones están ligadas en su origen a lo que Augusto Comte llamaba el
Estadio Teológico, sin embargo, hay una gran diferencia entre las
civilizaciones que desarrollaron la Ciencia y la Filosofía y las restantes. De
la misma manera que hablamos de sociedades pre-estatales, podríamos hablar de
civilizaciones pre-científicas. En tal sentido, en tanto que la primera ciencia
existente, la Geometría, se constituye en la civilización helénica, solo las
civilizaciones que ya en su origen recibieron el legado cultural griego y lo
desarrollaron se pueden considerar como un tipo más avanzado de civilización
que las anteriores (China, Egipto, Mesopotamia) o posteriores (Mayas, Incas)
que no tuvieron esa influencia. El criterio es objetivo en tanto que la ciencia
permite un dominio y comprensión del mundo muy superior al que proporcionaban
las técnicas precientíficas, por muy abundantemente que existiesen, como ocurrió
en la milenaria China o en el antiguo Egipto.
Por tanto, solo hay dos civilizaciones
posteriores a la griega que conocen la ciencia y la filosofía: la islámica y la
europea-occidental. Aunque solo la civilización europea-occidental ha hibridado
de modo especial sus creencias religiosas con la filosofía griega dando lugar,
ya desde los Padres de la Iglesia y de San Agustín, a una Teología y a una
Metafísica onto-teológica en Santo-Tomás, que no tiene equivalente en el mundo
islámico. Pues la filosofía aristotélica de sus grandes comentaristas, como
Avicena o Averroes, no llegó a generar una hibridación teológica similar,
siendo dichos filósofos sometidos a persecución y condena por el potente
resurgir de los fundamentalismos islámicos. Tampoco hay nada similar a la
institucionalización de la alianza entre la filosofía y la ciencia griega con creencias
religiosas, en este caso con la Teología Cristiana, como las Universidades
medievales de Paris, Oxford o Salamanca, que pusieron las condiciones de la
formación de generaciones durante siglos en el racionalismo científico y
filosófico aristotélico, abriendo la posibilidad de superar a los mismos
griegos con el estallido de la Revolución astronómica del Renacimiento.
Quizás
una pieza clave en ello haya sido la separación del poder político y el
religioso que tiene lugar en la sociedad medieval, occidental a diferencia de
lo que ocurrió en el mundo islámico y en el resto de las civilizaciones
anteriores. En tal sentido no se puede definir a la sociedad medieval europea
como una sociedad totalitaria, como hace, p. ej., Bertrand Russell en su obra La
sabiduria de Occidente al comparar al Partido Comunista con la Iglesia
Católica medieval. Esa característica le va mejor a la sociedad islámica en la
que no había separación de poderes políticos y religiosos, como en la Rusia
soviética el poder científico y cultural estaba sometido al poder político,
como se vio en el caso del biólogo Lysenko o en el rechazo a la moderna Lógica
Formal como Lógica burguesa. En contraste con ello, la Europa medieval fue más
bien un tipo de sociedad relativamente liberal, además de encarnar el modelo de
la utopía platónica defendido en la República, una sociedad dividida en
tres clases platónicas: oratores, bellatores y laboratores.
El propio Bertrand Russell reconoce al Medievo como lo más semejante a la
realización de la utopía platónica, aunque no ve donde residía el rasgo liberal
de esta Sociedad, pues parece identificar lo liberal con lo democrático. Por
ello considera como totalitaria a la sociedad medieval, a la que compara con la
sociedad totalitaria soviética surgida de la Revolución rusa que tuvo ocasión
de conocer durante su viaje al Moscú revolucionario de Lenin. Ortega y Gasset ya
vio en “Notas del vago estío” claramente la diferencia entre una sociedad
liberal, como lo era la sociedad medieval, en la que pone incluso el origen del
liberalismo político europeo en la vida de los castillos feudales, y una sociedad
totalitaria, como lo era la Rusia soviética dirigida por el poderoso Partido
Comunista, en el que Russell ve una especie de Iglesia Católica inquisitorial. Ciertamente
el Medievo no era una sociedad democrática, pero tampoco estaba sometido a un
poder total y absoluto, sino que había una división del poder “espiritual” y
“terrenal”, como reconoció Augusto Comte. Eso no ocurría en el mundo islámico,
en principio más floreciente culturalmente hablando que el cristiano, por su rápida
y pragmática asimilación del legado greco-romano, pero finalmente superado con
mucho por el Renacimiento europeo. Pues fue en éste donde se ponen las bases
del surgimiento del primer poder civilizatorio global moderno que aparece en la
historia, encarnado por el Imperio español y continuado por el Imperio inglés.
Fue, precisamente la existencia de la Iglesia
Católica, -institución espiritual única que no tiene equivalente en el mundo
islámico ni en ninguna de las civilizaciones antiguas, excepto en el periodo
final del Imperio romano-, como una organización del poder espiritual
concentrado en una aristocracia de los
más sabios que, tras la caída de Roma, influye en la configuración de una
sociedad medieval de sabios, guerreros y campesinos, que representan, como
dijimos, un primer ejemplo histórico de la Republica platónica. La Iglesia
conseguirá subordinar espiritualmente, no sin tensiones y crisis, como la
cuestión de las Investiduras, a su servicio a guerreros y campesinos creando un
orden social estable y de larga duración en Europa. Dicho orden medieval pondrá
las bases del nacimiento de la sociedad moderna, como mantiene el positivismo
de Saint-Simón frente al desprecio lleno de ignorancia de Voltaire hacia la
“oscura” época medieval. Platón habría ganado una batalla después de muerto,
pues su propuesta del gobierno de los filósofos se cumple con el predominio en
la Iglesia Católica de los filósofos escolás-ticos, con su mezcla de Platón y
Aristóteles con los dogmas cristianos. Por eso Nietzsche decía que el cristianismo
es una forma de platonismo.
Podemos, incluso, en relación con esto, actualizar
el análisis cíclico platónico de la sucesión de las formas de poder o gobierno.
Si consideramos la época medieval una época de gobierno Aristocrático en
sentido platónico, por su origen en el denominado feudalismo, ésta entra en
crisis con la división que introduce el Protestantismo en la Iglesia, la cual
coincide con la creación del Imperio más poderoso del Renacimiento europeo, el
Imperio español. En términos platónicos dicha supremacía política Española
resultaría, entre otras cosas, del paso de un gobierno medieval de guerreros
acostumbrados a combates locales y orientados por los sabios filósofos-teólogos,
al gobierno de un nuevo tipo de guerreros, igualmente orientados teológica y
filosó-ficamente con la renovación por la neoescolástica de Salamanca o Alcalá,
pero curtidos en una lucha secular con el Islam en la que el valor (Timocracia)
y honor conseguido a través de la
valentía (timos) y de la intrepidez ante lo desconocido, mezcla de
exotismo y barbarie, como fue la persistente amenaza islámica, les puso en las
mejores condiciones para enfrentarse con éxito a la aventura americana y el
comienzo de la primera Globalización efectiva y no meramente intencional. Por
eso destaca España por sus conquis-tadores y sus caballeros intrépidos y
nobles. Pero Platón afirma que a la Timocracia sucede la Oligarquía en la que,
como fruto maduro de tales conquistas y descubrimientos, predomina el gusto por
el disfrute de las riquezas y el abandono de los ideales guerreros. Ello
empieza a ocurrir con la decadencia española de los últimos Aus-trias y este gusto por el
refinamiento cortesano se imitará sobre todo en la rica Francia versallesca de
Luis XIV y en la Inglaterra cuyos reyes y nobles se enriquecen a su vez con la
confiscación de los monasterios católicos y con la piratería. Pero el aumento
de las desigualdades sociales que ello conlleva con la proletarización del
campesinado, reduciendo a la miseria a gran parte de la población, que tiene
que emigrar a las ciudades, llevará, cumpliéndose la predicción de Platón, al
estallido de las revoluciones democráticas: primero la inglesa y luego la
americana y la francesa. En España no ocurrieron por entonces tales procesos
revolucionarios por contar con la válvula de escape de la presión social que
jugo su poderoso y extenso imperio.
Pero la Democracia, que se ha extendido y
ha triunfado desde entonces por todo Occidente, está basada, según Platón, en
la búsqueda concupiscente del placer, lo cual conduce a un individualismo
anárquico que acabará por provocar el deseo “populista”, como se dice hoy, de
un dictador. Ello parece que está empezando a suceder en la actual democracia
más poderosa del mundo con el ascenso al poder de Donald Trump. Por ello USA,
el único imperio global hoy realmente existente, después del español y el
inglés, recuerda a la antigua Roma en su época de crisis de la República,
comparada brillantemente con la situación actual de Europa por David Engels en
su obra Le déclin (2014). No obstante, Platón solo conoció la democracia
griega, que era muy imperfecta y no disponía, como la actual, de poderosos
contrapoderes, jurídicos, económicos, etc. Por ello bastará que se acentúe la
tendencia presidencialista frente al parlamentarismo para transformar autori-tariamente
la democracia americana, sin necesidad de una dictadura militar. Dictadura que
hoy sería inviable en una compleja sociedad cuyo poder ya no reside en la
conquista militar y la explotación de otros, como ocurría en el antiguo Imperio
romano, cuanto en la explotación de las fuerzas naturales por la ciencia y la
distribución de la riqueza a través de los instrumentos que proporciona la
moderna ciencia económica. Queda sin embargo pendiente la cuestión platónica
del ascenso de un nuevo poder filosófico o “espiritual” que confiera una larga
duración y estabilidad a la organización científico-industrial moderna de la
sociedad y que, surgiendo de esta, permita superar el nihilismo o vacío
espiritual provocado por el predominio de una producción tecnológica al
servicio del mero consumismo hedonista, que amenaza incluso a la propia
Naturaleza, explotándola de una forma sin límite, como muchos coinciden en
reprocharle. Es el modelo de desarrollismo que caracterizó al american way
of life y que hoy está entrando en crisis con la Globalización, el
Multiculturalismo, el cambio climático, etc.
Por ello, un nuevo tipo de conflictos
aparecen en el horizonte político, tras el final de los conflictos ideológicos-filosóficos
que dividieron al mundo en la II Guerra Mundial. A diferencia de la Guerra de
los Treinta años que dividió a Europa en el siglo XVII entre credos religiosos
(católicos, protestantes), la II Guerra Mundial dividió a Europa y, por extensión,
a otras partes del mundo, en tres ideologías, liberalismo, comunismo y nazismo,
que tenían fundamentos, no ya religiosos, sino filosóficos modernos, tales como
el positivismo, el marxismo y el vitalismo irracionalista. El desenlace de tan
magno conflicto tiene lugar al final de la Guerra Fría provocando grandes
cambios en la política mundial. Así como la imperial España perdió su hegemonía
en Europa con la Paz de Westfalia, abriéndose una reorganización del poder en
Europa, el final de la II Guerra Mundial y la caída del Muro de Berlín
simboliza una nueva reorganización mundial del poder en el que grandes
potencias como Inglaterra, Francia o Rusia dejan paso a otras como USA o la
ascendente China.
Con la caída del Muro de Berlín se abren
los llamados por Samuel Huntington “choques de civilizaciones”, principalmente
el choque entre la Civilización Occidental y otras civilizaciones,
principalmente la Islámica. Dichos choques, que comenzaron con la Guerra por la
partición de Yugoslavia, y continuaron con la Guerra de Afganistán, Irak,
Chechenia, Ucrania, etc., pusieron en cuestión el idealismo del “final de la
historia” de Francis Fukuyama. Pues la historia, lejos de finalizar con la extensión
de la Democracia a todo el globo, continúa planteando serios conflictos que no
tienen fácil solución y que incluso ponen sobre la mesa los límites de la
propia democracia occidental, tal como se entiende como panacea universalista.
Ponen sobre todo en cuestión la versión fundamentalista de la democracia
defendida hoy de modo acrítico por la mayoría de las fuerzas políticas
occidentales. Ya sea en la versión liberal anglosajona, que reduce la
democracia a un pacto constitucional, o en la versión socialdemócrata europea
de procedencia alemana, marxista o no, que la reduce a un intervencionismo estatal
que garantice un estado de bienestar. Estos modelos, exitosos en su momento,
empiezan a ponerse en cuestión, sino totalmente, si en parte, porque no se
plantean el problema de la necesidad esencial del mantenimiento de unas
fronteras territoriales y culturales sin las cuales no es posible una vida
política estatal sin más, pero tampoco democrática. Ello se está empezando a
percibir en los graves conflictos culturales y sociales provocados por la pretensión
fundamentalista de extender los derechos políticos a todos los inmigrantes
provenientes de otras partes del globo terráqueo, especialmente de las más económica-mente
desfavorecidas.
Con ello volvemos a la cuestión de las
fronteras, pues estas no solo han sido esenciales para explicar el origen del
Estado, como veremos, sino que también son esenciales de modo estructural para
mantenerlo. Pues la cuestión principal para explicar la existencia o no de un
Estado es la de la Soberanía. Sin ella no hay poder estatal ni libertad de
autorregulación. No se trata de pensar que un Estado solo puede mantenerse
libre siendo autónomo y viviendo al margen de los demás. No hay tal Estado
exento. Pues todo Estado nace de una frontera que le sirve para resistir el
empuje de otros Estados o entornos de bandas o tribus hostiles que amenazan con
destruirlo. La relación no es de mera existencia separada, sino siempre de coexistencia.
Ya Ortega criticaba la moda del individualismo existencialista de su época
diciendo que existir es siempre coexistir. De la misma manera que no se
entiende la vida de un organismo sino es en relación con un medio del que se
alimenta en competencia con otros organismos, de la misma o diferente especie,
tampoco se entiende la vida de un Estado sin la dialéctica con otros Estados en
relación con el medio que provee riqueza y poder, ya sea un territorio rico en
recursos o una red de comercio e intercambio de bienes. Las fronteras no solo
marcan una limitación del poder del Estado, frente a la cual algunos creen que
supri-miendo esa barrera se alcanzaría un Estado universal verdadera-mente
humano, un Estado Mundial, como planteaba ya Bertrand Russell, en el Famoso
Tribunal Russell, en la época de la Guerra de Vietnam, en relación con la
existencia de crímenes de Guerra,
problemas globales, y el peligro de conflictos atómicos que destruyen a
la propia especie humana. Es más bien lo contrario lo que en realidad sucede,
pues la universalidad no se alcanza por la implantación de un único Estado
final, el cual parece imaginable pero solo como mera utopía, pues no es posible,
según lo veremos, el propio concepto de un Estado sin límites, sin fronteras.
Sería un “circulo cuadrado”, una contradicción en sí mismo. No obstante, ello
no quiere decir que tengamos que renunciar a la universalidad en el sentido de
la realización más alta posible de los ideales de justicia que representa ya la
República platónica. Pues, como decía Goethe,
“Quien quiera algo grande debe esforzarse. El
maestro solo se muestra en la limitación y la ley solo puede darnos libertad”[xxviii].
Quien quiera un Estado Universal, el más
grande posible, solo lo logrará con grandes esfuerzos y fatigas dentro de la
limitación que imponen siempre las fronteras, en tanto que constitutivas de
toda estructura estatal, de todo poder político humano actual y posible. Como
señala Gustavo Bueno:
“… analizado desde la capa cortical, el
territorio es, ante todo, el espacio limitado por las sociedades políticas
extrañas porque precisamente no están sometidas a nuestras normas. Esto
significa que, en el supuesto de que hubiera un solo Estado -o un Estado isla- las
leyes dejarían de ser territoriales e incluso carecería de sentido el que lo
fueran. El territorio es entonces la determinación misma de la soberanía de la
Sociedad política. Parece una contradicción vincular la soberanía (en tanto
implica un poder por encima del cual no existe otro) con la territorialidad
limitada. Pues soberanía equivale de algún modo a no reconocer ninguna auto-ridad
superior, pero el territorio limitado implica el reconocimiento de que otras
autoridades (que además pueden ser superiores a nosotros) existen. Sin embargo,
precisamente por esto, el territorio limitado es, por su limitación, lo que define
la soberanía de un Estado o sociedad política que no está dotada de unicidad.
Pues en la hipótesis de la multiplicidad de Estados es precisamente, por
paradójico que ello sea, la limitación del territorio lo que hace a cada Estado
universal”[xxix].
Gustavo Bueno considera, además, a los
grandes Imperios históricos como el motor de la universalidad civilizatoria,
como los verdaderos sujetos de la Historia. No son, como creía Hegel, los
Estados el sujeto de la Historia, sino más bien aquellos Estados a los que
Hegel atribuía el papel de llevar la antorcha de la Humanidad en cada época.
Esto es, los Imperios asirio, egipcio, romano, chino, el sacro-imperio, el
imperio español, etc. Pero el propio Bueno se ve obligado a afinar más el
criterio distinguiendo entre Imperio meramente depredadores, como el imperio
vikingo, el holandés, el inglés incluso, e Imperios generadores, como el
Imperio romano, el Imperio español, el soviético o el norte-americano[xxx].
La distinción nos parece certera en relación con el carácter universalista o
particularista que caracteriza a unos Impe-rios y otros. Pero debe ser
profundamente transformada a nuestro juicio, en tanto que clasifica con el
mismo rótulo de depredador, p. ej., al imperio vikingo o al holandés que al
inglés. Sin embargo, así como el poder vikingo deriva su riqueza del pillaje
guerrero o el holandés del comercio de especies y otros bienes mediante el
establecimiento de factorías coloniales fronterizas con los territorios ricos
en especies y valiosas materias primas abundantes, en el imperio inglés, aunque
haya empezado de manera similar, al tener lugar en Inglaterra la Revolución
industrial con la invención de la máquina de vapor y su aplicación a la
industria textil y al ferrocarril, la riqueza y poder derivarán, en su época de
mayor expansión, ya no tanto del mero comercio como de la producción industrial
que permite un aumento espectacular en la producción mecanizada por máquinas y
un consecuente abaratamiento de los productos que ganarán inevitablemente en la
lucha de la dura competencia mercantil.
La Revolución Industrial, que conduce a la
sustitución de las meras herramientas manuales por máquinas automáticas, antece-dentes
de los actuales robots de las cadenas de producción, no pudo desarrollarse
plenamente sin la intervención de los conocí-mientos científicos en los que
Inglaterra producirá grandes figuras como Newton, Faraday o Maxwell. Y la
ciencia implica una nueva dimensión de universalidad que caracteriza al modo
anglosajón, continuado después por EEUU, de concebir un modo nuevo de sociedad,
las llamadas por los filósofos positivistas, como Herbert Spencer, “sociedades industriales”
como contrafigura de las anteriores “sociedades militares” del mundo antiguo y
medieval. Los Imperios antiguos, incluso en el caso de poseer un carácter
civilizador universalista, como el imperio romano, al depender de una técnica
precientífica en la explotación de las fuerzas naturales, obtenían la mayor
parte de su riqueza de la explotación del trabajo esclavo suministrado por la
conquista de prisioneros por la guerra. Mientras que los imperios industriales
modernos, como el inglés o el norteamericano, obtienen su mayor riqueza con el
aumento espectacular de la productividad de bienes posibilitado principal-mente
por el dominio y la explotación de las fuerzas naturales, mediante la
aplicación de las ciencias. Por ello, según se iba avanzando en el desarrollo
de tecnologías derivadas de la explosión científica que tiene lugar en el siglo
XIX y el XX, fue posible la eliminación de la esclavitud y la mejora progresiva
de las condiciones de vida de la mayoría de la población en los países
occidentales. En tal sentido, tale Imperios no se pueden considerar
esencialmente como depredadores, aunque en su inicio hayan tenido rasgos de
este tipo pues, en su desarrollo, han ido desapareciendo y extendiéndose por
imitación su modelo de vida productivo a otros países europeos y asiáticos.
Tales Imperios han sido, en cierto sentido,
generadores de un nuevo tipo de ciudad, la llamada city que sustituye a
las ciudades fortalezas antiguas y medievales que estaban separadas de su alfoz
campesino por murallas. Tales villas, cuyo centro era el asentamiento de las
viviendas de las clases gobernantes, con su servicio doméstico administrativo y
militar, y de un surtido mercado artesanal y agrícola, son sustituidas hoy por
otras en las que el centro es el lugar en que se sitúan las sedes de las grandes
empresas y bancos, como en la City londinense, de las que dependen las
industrias que se extienden incluso allende el propio territorio nacional,
mientras que la población se desplaza a los llamados barrios residenciales que
forman anillos concéntricos entorno a la city. De ahí que el Imperio
inglés, aunque empieza creando factorías o fábricas coloniales de explotación
de especies, con el desarrollo de la industrialización serán más bien las
materias primas, como el algodón, las que se conviertan en la fuente principal de riqueza al poder transformarlas,
en enormes cantidades industriales, como productos para inundar los mercados
satisfa-ciendo las necesidades del consumidor hasta el grado actual de los
mercados pletóricos de las grandes superficies comerciales. Pero, entonces, fue
necesario la generación de un nuevo tipo de ciudad, como es la moderna ciudad
industrial que a su vez genera un nuevo tipo de sociedad, la Sociedad
industrial, en la que todavía nos encontramos, convertida en modelo universal
que será así mundial-mente imitado.
Por ello, a pesar de las lacras de la
industrialización inglesa en su periodo victoriano, reflejadas en las obras
de Dickens o en las críticas de Marx,
tal modelo de industrialización capitalista resultó, tras el final de la Guerra
Fría, con el hundimiento del proyecto alternativo soviético, como la única
alternativa de progreso. Tiene razón Gustavo Bueno cuando considera al Imperio
español como un imperio generador y no depredador, frente a lo que sostenía la
denominada Leyenda Negra. Pero habría que matizar que el Imperio español es
todavía, por las circunstancias históricas, un imperio, si no preindustrial o
medieval, como lo fue el Sacro-Imperio romano germánico, si un Imperio
proto-industrial, ya que el mismo Marx reconoce en El Capital que España
puso las bases de la navegación mundial y de la Acumulación Originaria con el
oro y la plata americanas, necesarios para que se generase el capitalismo
industrial inglés. El Imperio español como generador de ciudades fue universal
en tanto que son las ciudades la sede necesaria para que se desarrollen y
consoliden los avances civilizatorios. En tal sentido, recuerda a Imperios
fundadores de ciudades como el Imperio helenístico de Alejandro o al Imperio
romano. Ya Ortega, en España invertebrada, comparaba a Castilla con
Roma, como la fuerza política integradora que consigue ir sumando por alianzas
un poder inmenso:
“El poder creador de naciones es un quid
divinum, un genio o talent tan peculiar como la poesía, la música y la
invención religiosa. Pueblos sobremanera inteligentes han carecido de esa dote,
y, en cambio, la han poseído en alto grado pueblos bastante torpes para las faenas
científicas o artísticas. Atenas, a pesar de su infinita perspicacia, no supo
nacionalizar el Oriente mediterráneo; en tanto que Roma y Castilla, mal dotadas
intelectualmente, forjaron las dos más amplias estructuras nacionales”[xxxi].
Pero nos parece que hay más semejanza
entre el Imperio español y el de Alejandro que con el de Roma. Pues lo que
caracteriza a los dos primeros es el famoso lema español de plus ultra,
de no detenerse nunca. Alejandro, ya porque estuviese poseído de una hibris
conquistadora o porque sabía que la Tierra era redonda, por enseñanza de su
ilustre preceptor Aristóteles, pretendió avanzar por la India siguiendo siempre
hacia el Este, sin detenerse. Los españoles, que saben también que la tierra es
una esfera redonda, incluso saben cuánto mide su diámetro, por los cálculos del
griego Eratóstenes, navegan siempre hacia el Oeste, porque Isabel I de
Castilla, que decide financiar el viaje de Colon, una vez tomada Granada y
finalizada la Reconquista, ante el persistente peligro turco, pretende coger a
los musulmanes por su espalda, buscando alianzas con China. Efectivamente los
españoles, tras las grandes conquistas americanas de Cortés y Pizarro, exploran
el Pacifico y conquistan las Filipinas como plataforma de acercamiento por la
diplomacia o por la conquista a China. El fracaso de los jesuitas, que
acompañaban a los navegantes españoles, en la evangelización de China y Japón exigía
la conquista militar. Pero era una empresa que se hizo ya imposible por las
sucesivas bancarrotas que tuvieron lugar además de la propia decadencia que
afectó a los Habsburgo con Felipe III y Felipe IV, en los que la Timocracia del
Imperio, dicho en terminología platónica, cede a la Oligocracia plutocrática que
se apodera de una Corte de Validos corruptos como el Duque de Lerma o el
Conde-Duque de Olivares. Con el enfermizo Carlos II vendrá la puntilla que pondrá
a España a rebufo de la Francia de Luis XIV. En tal sentido el Imperio español
estuvo poseído de la sed insaciable de conquista que le emparenta con Alejandro.
Por ello algunos le atribuyeron una especie de quijotismo reflejado en la búsqueda
insaciable y sin descanso de una meta, sea un poder, una fe o un afán
justiciero.
Miguel de Cervantes escribió su inmortal novela Don Quijote de la Mancha, la cual se
convirtió, según interpretaciones posteriores, en un análisis indirecto del
alma española a través de las divertidas y aleccionadoras aventuras de sus dos
personajes principales, Quijote y Sancho. En principio, el éxito que tuvo en
España fue como una entretenida burla de las medievales novelas de caballería,
en unos tiempos de inicio de la modernidad en los que las costumbres medievales
empezaban a quedar fuera de tiempo. Pero la impor-tancia de España entonces,
como gran potencia europea, hizo que dicha obra trascendiese sus fronteras y se
tradujese al inglés. Y fue allí, en tierra entonces enemiga, donde tuvo un
éxito y una interpretación diferente. Se la vio como una crítica a un defecto
estructural que afectaba de lleno a la médula del entonces imparable
expansionismo imperialista español.
Don
Quijote era un trasunto del proyecto político utópico español, que pretendía un
imperialismo católico cuyo sentido, como sostenía Gustavo Bueno, era recubrir a
sus dos enemigos principales: el Islam y el Protestantismo. Pero este
recubrimiento, para ser finalmente victorioso, precisaba de un avance
continuado hacia el Occidente (Plus Ultra),
primero por el Atlántico (América) y luego por el Pacífico (Las Islas
Filipinas, Japón, China), que recuerda el avance del Imperio de Alejandro hacia
el Oriente, por la India. Alejandro pretendía demasiado para sus efectivos
poderes y por ello fracasó en su proyecto imperial sin límites. Ya Nietzsche
habría dicho que los españoles habían querido ser demasiado. Como le ocurrió a
Alejandro, su deseo de poder y de justicia plas-mado en Leyes (lo que ahora se
denominan los derechos humanos) y Empresas (el proyecto de Conquistar China)
era demasiado grande para sus recursos militares y económicos. Acabaron quedan-dose
en las Filipinas, explotando el comercio oriental de especies a la espera de
mejor ocasión. De Europa debieron de retirarse tras las victorias de la rival
Francia y de los protestantes en Holanda e Inglaterra. Quedaba América. Era
entonces el Imperio español realmente existente, a partir del cual España
podría reforzarse para rehacerse de sus derrotas en Europa.
Pero,
entonces vino la Decadencia de los Austrias, y con ella el postergamiento
secular de los mejores, como señala Ortega, que nos conduciría, tras el
afrancesamiento borbónico, a la perdida de la parte mayor del Imperio en las
Guerras Napoleónicas. Dicha Decadencia se debe a muchos factores, pero hay dos
que destacan: el mantenimiento de los ideales del Absolutismo monárquico y el
retraso en la renovación científica y filosófica, a la que no es enteramente
ajena la orteguiana “postergación de los mejores”. Inglaterra y Francia, con
sus transformaciones políticas, nos reba-saron ampliamente en la constitución
de un poder político más adecuado para el nacimiento de las modernas sociedades
indus-triales. Y el retraso científico y filosófico frenó la constitución de
una sociedad industrial necesaria para eliminar la pobreza y el atraso
económico. Fue Inglaterra, quien puso en marcha el proyecto de Francis Bacon de
sustituir los milagros de la religión por los más efectivos milagros de las
ciencias positivas. A su vez nunca pretendió crear un Imperio como fin para
dominar el mundo, sino como un medio para obtener las necesarias materias
primas (algodón, etc.) para el desarrollo del naciente capitalismo industrial,
creador de la primera sociedad con poderosa y prospera clase media. En tal
sentido recuerda, en este aspecto y sobre todo en sus continuadores
norteamericanos, a un imperialismo más semejante al romano que al alejandrino. Pues
los romanos no se propusieron nunca acrecentar su poder sin límite, sino que,
donde encontraban un gran rio, el desierto o el Océano, ahí se detenían y se
fortificaban frente a la barbarie exterior. Su poder se revertía principalmente
en el interior del propio imperio, en el Medite-rráneo, en el que impusieron
una Pax romana y sus más civilizadas
costumbres. El equivalente de dicha Pax es hoy la denominada Pax
americana tras la Segunda Guerra Mundial.
Entre
los Imperios modernos, España recuerda, en otro aspecto, también a Rusia.
Destacan en común su situación perifé-rica en Europa, su lucha secular de
frontera contra el Islam, su duda cíclica en torno a su identidad europea, su
dificultad para salir de su atraso medieval y su recurso al “quijotismo”, que
en Rusia se manifestó con fuerza tras la Revolución soviética con la cons-trucción
fallida del Comunismo, como solución válida universal-mente para sacar de la
miseria y de la explotación a todos los pueblos de la Tierra. No en vano los
rusos han sido grandes admiradores de Don Quijote. Por
eso, ante la superación de la denominada leyenda negra que proponen actualmente
algunos en España[xxxii] y para no caer sin darse cuenta de nuevo en
la leyenda rosa, convendría volver al final del libro de Cervantes en el que
Don Quijote recobra la cordura y, regenerándose, desiste de intentar nuevas
salidas. Sobre todo, cuando se propone salirse de Europa (el propio Gustavo
Bueno pensó, al parecer, titular un conocido e influyente libro suyo como “España
contra Europa”, aunque luego desistió al publicarlo como España frente a
Europa) para aventurarse de nuevo en la creación de una Federación o
Confederación política con los Estados Hispanoamericanos.
En tal sentido, habría que distinguir
Europa como Civilización del circunstancial Club de la Unión Europea actual que
parece estar entrando en crisis. Pues en el primer sentido toda América es una
prolongación de la cultura y las tradiciones políticas europeas, desde Canadá y
USA a Chile y Argentina. Las antiguas civiliza-ciones precolombinas han sido
sustituidas por la civilización occidental europea, aunque queden restos
sincretistas todavía que se intentan resucitar con las ideologías indigenistas,
además de padecer un atraso en la industrialización y aumento de la riqueza
general similar al que padeció España en el siglo XIX. Precisamente la única
justificación que puede tener la violencia que hubo en tal conquista está en
que supuso el paso de unas civilizaciones precientíficas, técnica y moralmente
atrasadas, a una civilización como la europea, heredera de la superior ciencia
y filosofía griega mezclada con una religión más humanista, como es el cristianismo
occidental, sustituta de religiones politeístas que precisaban de cruentos
sacrificios humanos. Por ello el Imperio español no puede ser equiparado al
Imperio Persa o Turco, como hacía todavía Montesquieu, (aunque en sus Cartas
Persas, parece que apuntaba a la propia monarquía francesa de Luis XIV).
Sus diferencias con el Imperio Inglés son de otro tipo, pues ambos son
desarrollos sucesivos de la propia Cultura europea forjada en común en el
Medievo. Un libro clásico sobre esa forja común de la Civilización europea es
la Historia general de la civilización europea de Guizot (1828). De ahí
que cuando se habla de los grandes Imperios como los sujetos de la Historia,
como hace Gustavo Bueno, es necesario considerar que dichos Imperios como
grandes sujetos corpóreos operatorios, tiene también “alma”, en el sentido
comtiano de un “poder espiritual” separado del “poder terrenal”. Dicho poder no
es ciertamente el poder de la espada, sino el poder que guía en último término,
en compleja dialéctica, a la propia espada.
Dicho “poder espiritual” lo representó
para el Imperio español la Iglesia católica con sus Doctores de la brillante neoescolástica
española. Pero, al surgir una filosofía moderna como la cartesiana (en parte apoyándose
en proto-modernidades que habían introdu-cido escolásticos tan influyentes
entonces en las universidades europeas como Francisco Suarez), se produjo un principio
de crítica y de superación de la filosofía aristotélica en partes suyas
esenciales, como la Astronomía, la Teoría del Conocimiento, la Metafísica,
etc., debido a la aparición de la matemática algebraica y de la física
matemática que no existía en la época de Platón y Aristóteles. Con ello se crea
un nuevo “poder espiritual” de filósofos y científicos que arrinconará
paulatinamente al de los escolásticos y minará el poder de la Iglesia, ya muy
debilitado por la propia división puramente religiosa entre Protestantes y
Católicos. De ahí que el conde de Saint-Simón interprete la Revolución Francesa
como la sustitución de la Alianza entre el Trono y el Altar por la nueva
Alianza de los industriales y los científicos y filósofos positivos.
Por ello se puede afirmar ciertamente que
el sujeto de la Historia son los pueblos o naciones organizados en grandes
Imperios o Federaciones, pero guiados por una serie de valores intelectuales
compartidos, que no se reducen a meros reflejos mecánicos de sus intereses
materiales, sino que solo pueden ser el resultado de la existencia de poderes
separados relativamente de dichos intereses y capaces de construir unas
constelaciones ideológico-culturales que engranen con la realidad y, tras la revoluciones
científicas, con amplias franjas de verdad. Pues los valores supremos de tales
civilizaciones, con raíces comunes, aunque con diferente desarrollo, son un
componente esencial que marca los límites fronterizos últimos de los grupos
humanos. Son los círculos culturales máximos que pueden ser trazados. De ahí
que el actual conflicto que se presenta a la Civilización Occidental, tras el
despertar del sueño de un fin democrático y homogéneo de la Historia, como
creía Fukuyama, sea el denominado por Samuel Huntington como “choque de
civilizaciones”. Por ello, el multiculturalismo dominante, inspirado en los
ideales de un humanismo cosmopolita acrítico e ignorante de la realidad tozuda
de las fronteras cree, cual paloma platónica, que puede elevar a la humanidad a
un vuelo universalista sin la resistencia de las peligrosas turbulencias
fronterizas. Pero no comprende que la única forma de progresar en dicha
universalidad es por las propias fronteras que ponemos nosotros – universalidad
que nunca será enteramente cosmopolita, pues del propio cosmos, en sentido
estricto, no conocemos ni conoceremos nunca (ignoramus, ignorabimus) si en
sí mismo tiene fronteras o no-, porque solo se pueden fijar dichas fronteras desde
dentro de un gran proyecto político cultural, el cual puede arrancar de un minúsculo
Estado hasta alcanzar el tamaño máximo de una Civilización, de la misma manera
que desde un organismo unicelular se puede alcanzar a la generación de las
especies cada vez más diferenciadas y en compe-tencia o biocenosis entre sí.
La única diferencia es que, en contraste
con la lucha entre las especies animales en la adaptación a la naturaleza, los
choques entre los grupos humanos pueden escapar a los crueles rigores de la
lucha animal, en tanto que mediante la técnica y la ciencia y otras
instituciones humanas, somos nosotros, en mayor medida que ningún animal, quien
podemos adaptar la naturaleza a nuestras necesidades. Aquí la situación se
invierte en una especie de “biocenosis” humanizada en la que la fuerza bruta meramente
animal y depredadora puede ser vencida y superada por las habilidades técnicas,
científicas o filosóficas en tanto que engranen con la verdadera realidad, encarnadas en
instituciones políticas, sociales, culturales, etc., como las que introducen
las formas estatales y civilizatorias.
[1] Eugenio Trías, Lógica del límite, Destino,
Barcelona, 1991, pgs. 15-16.
[3] Ver Manuel F. Lorenzo, La Razón Manual. Ensayo de una fundamentación operatiológica de la
racionalidad humana, Lulu, 2018,
p. 22 s.s.
[5] Ver Manuel F.
Lorenzo, Filosofía de las manos, Lulu.com, 2023.
[vi] J. Piaget, Naturaleza y métodos de la
epistemología, Proteo, Buenos Aires, 1970, pgs. 27-28.
[vii] G. Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de
las “ciencias políticas”, Biblioteca Riojana, Logroño 1991, p. 351.
[viii] B. Farrington, La rebelión de Epicuro,
Ediciones de Cultura Popular, Barcelona,1968, p. 197. Ver mi artículo “Las
Escuelas filosóficas helenísticas y la Filosofía Contemporánea”, en Manuel F.
Lorenzo, Pensar con las manos, Lulu, 2017, pgs. 88-100.
[ix] G. Bueno, op. cit., p. 352.
[x] G. Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de
las “ciencias políticas”, Biblioteca Riojana, Logroño, 1991, p. 354.
[xi] Guillermo Federico Hegel, Filosofía del Derecho,
Claridad, Buenos Aires, 1968, p. 205.
[xii] Ver Manuel F. Lorenzo, “Periodización de la historia en Fichte y Marx”, El
Basilisco 10, 1980, pp. 22-40.
[xiii] G. Bueno, op. cit., p. 353.
[xiv] Ver libro de Robert Lekachman, La era de Keynes, Alianza Editorial,
Madrid, 1970: “La institucionalización de Keynes es un elemento indiscutible
del programa de la <<Gran Sociedad>> y es también uno de los muy
afortunados esfuerzos del presidente Johnson para conseguir el consenso nacional
sobre un amplio abanico de cuestiones de interés general. Pero el comienzo del
proceso se remonta a 1961 y la breve administración del presidente Kennedy”, p.
285.
[xv] Gustavo Bueno, “Sobre el significado de los ‘Grundrisse’ en la
interpretación del marxismo”, Sistema, nº 2 y nº 4, Madrid 1973-74.
[xvi] Gustavo Bueno, “La vuelta del revés de Marx”, El Catoblepas, nº 76,
2008.
[xvii] Ver Manuel F. Lorenzo, La Razón Manual, Lulu.com, North Carolina,
2018, pg. 26 s.s.
[xviii] Ver Manuel F. Lorenzo, La Razón Manual, p. 27 s.s.
[xix] Hemos tratado en otro lugar de la contradicción que esto plantea con otros
aspectos de la filosofía buenista en “De Piaget a Gustavo Bueno”, Manuel F.
Lorenzo, Pensar con las manos, Lulu.com, North Carolina, 2017,
p.187-204., y más recientemente en Manuel F. Lorenzo, Filosofía de las manos,
Lulu, 2022.
[xxii] G. Bueno, Primer Ensayo sobre las categorías de la “ciencias políticas,
p. 320.
[xxiii] Gustavo Bueno, Ibid., pgs. 346-7.
[xxiv] Ver libro de Carlos X. Blanco Martín, Ostwald Spengler y la Europa
fáustica, Fides Ediciones, 2016.
[xxv] Samuel Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del
orden mundial, Paidós, Buenos Aires, 1997, p. 35.
[xxviii] Goethes Werke, Hamburger Ausg. I, 245.
[xxix] G. Bueno, Primer Ensayo…, p. 320.
[xxx] G. Bueno, España frente a Europa, Alba
Editorial, Barcelona, 1999.
[xxxi] José Ortega y Gasset, España invertebrada,
Revista de Occidente en Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 32.
[xxxii] Iván Vélez, Sobre la Leyenda Negra, Ediciones Encuentro, Madrid,
2014, María Elvira Roca-Barea, Imperiofobia y Leyenda Negra, Ediciones
Siruela, Madrid, 2016.
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