lunes, 3 de septiembre de 2012

La difícil identidad nacional española

Uno de los problemas que arrostramos los españoles en nuestro largo y tortuoso proceso de modernización es, sin duda, no tanto el problema de la unidad estatal, como el de la identidad nacional. La cuestión de la unidad política estatal está resuelta desde los Reyes Católicos. En aquel momento, la Monarquía española fue pionera en la construcción del Estado mayor y más unido de Europa, adelantándose a la monarquía inglesa y la francesa. Eso, unido al descubrimiento y conquista de América, le dio a España la hegemonía mundial durante más de siglo y medio. Pero, a partir del siglo XVII, el Reino de España declina en tal poder y se adapta mal a los nuevos vientos de la modernidad cultural, sin cuyas Ideas no era posible hacer la transición de una sociedad medieval agraria a una sociedad industrial moderna. No obstante, de una forma u otra, tales Ideas modernas fueron prendiendo también en España y abriendo el camino a la transformación política que marca el “paso del Rubicón” en la modernidad: la transformación de la soberanía del Rey en la soberanía de la Nación, en el preciso sentido que señala Gustavo Bueno: “La Idea de Nación política no podría entenderse como una mera transformación <>, incluso pacífica, de la nación biológica, étnica o histórica, sino como un resultado de la violenta y sangrienta agitación que se produjo en la transición del Antiguo Régimen (caracterizado por la alianza del Trono y del Altar) al Nuevo Régimen” ( España no es un mito, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 2005, pgs. 104-5). Se pone, como inicio de este proceso, la famosa Constitución de Cádiz, cuyo 2º centenario estamos conmemorando. El siglo XIX termina con un gran fracaso de este proceso de constitución de una nación española moderna que lleva a la aparición de los movimientos secesionistas catalán y vasco y a la dictadura de Primo de Rivera y, tras el intervalo de una República fracasada, a la larga dictadura de Franco.
 

Tanto Unamuno como Ortega, los grandes intelectuales críticos con la Restauración decimonónica, apuntaron hacia la necesidad de una europeización de las élites españolas asimilando la moderna ciencia y filosofía de los países del Norte de Europa, que creían  imprescindible para la construcción de una conciencia nacional moderna. El joven Ortega, siguiendo las recomendaciones de Unamuno, se europeiza formandose cultural y filosóficamente en Alemania, donde observa cómo se va construyendo la nación alemana moderna, según un modelo propuesto por Fichte. Dicho modelo no podía ser el de una monarquía que descansaba en un Estado unitario, como la inglesa o la francesa. La unidad política de los alemanes no existía ya desde las guerras y  divisiónes que introdujo la Reforma y solo mantenían una unidad cultural basada en la lengua común. En ella se apoyó Fichte, en sus influyentes Discursos a la nación alemana para construir un espíritu democrático y nacional alemán apoyándose en la cultura común a los diferentes pueblos germánicos. El problema, para Fichte, era elevar a un nivel superior, nacional alemán,  las fuerzas políticas regionales únicamente existentes. La clave estaba en ver, como él lo vio, que la lengua alemana no era un mero instrumento de comunicación importado de otro pueblo anterior, como era el caso de las lenguas latinas del Sur de Europa, sino  que la lengua alemana era, como la griega, una lengua original, lo que implicaba el estar dotada de una forma de ver el mundo propia y común a todos los alemanes, una especie de filosofía que solo había que elevar y pulir haciéndola universalizable al enfrentarla, como habían hecho los grandes ilustrados alemanes, Lessing, Wolff y Kant, con la tradición de la filosofía francesa e inglesa.. De ahí que el nacionalismo alemán de Fichte no sea un mero nacionalismo étnico, como podría ser el de Herder y los románticos. Su nacionalismo es tan democrático y universal como el nacionalismo moderno francés o inglés, pues se basa en una filosofía inserta en el área de difusión de la filosofía de tradición platónico-aristotélica. En tal sentido, no tiene que ver con el cesarismo del nacionalismo romántico o del nazismo, que pretendía regresar ucrónicamente a algo similar al Sacro Imperio.

 

Ortega interpreta el fracaso de la Restauración en la creación del sentimiento de la nación política española como producto de dos errores. Uno, por limitarse con Cánovas a copiar el modelo ingles de una monarquía parlamentaria y, otro, por mantener el centralismo político introducido por influencia francesa en tiempos de Felipe V. En La redención de las provincias, Ortega presenta su propuesta más acabada para la Gran Reforma que precisa España, si quiere culminar su constitución como nación política moderna. El centralismo introducido por la monarquía borbónica, en un momento de una España en una fase imperial decadente, no consiguió, ni siquiera con Carlos III, sacar al país de su letargo e inacción provinciana. Una España de hidalgos satisfechos por las glorias de sus antepasados, que pretenden vivir de rentas y de gloriosos recuerdos, permaneciendo ciegos, en una especie de tibetización del país, a las vías de agua que se habrían en el Imperio causadas por el poder ascendente de ingleses, holandeses y franceses. Por ello, Ortega ve un rasgo común entre el localismo provinciano español, fruto de la decadencia imperial,  y la división y atraso provinciano de los alemanes, fruto de las guerras religiosas. Y, de modo similar a Fichte, considera que la única forma de crear el sentimiento nacional es, no desde arriba, de modo centralista, como en Inglaterra o Francia, que disponían de unas élites modernas modélicas cuyo influjo se irradiaba para emulación de todo el país desde centros culturales prestigiosos como Paris o Londres, sino desde abajo, partiendo del sentimiento regional de los provinciales y avivando su fuego hasta que genere un sentimiento nacional político español, ya que no existían focos de nuevas Ideas tan potentes como las mentadas ciudades. Ese fuego provincial podía encender pasiones nacionales en Alemania apoyándose en los logros culturales que enorgullecen a todos los que comparten la lengua y cultura alemana, como ocurrió con la revolución introducida en la filosofía moderna por el provincial Kant, o la creación de un teatro alemán por Lessing. Tal sentimiento orgulloso de unidad cultural nacional llevaría a los proyectos de centralización nacional imperial con Bismarck y su Kulturkampf, y de Federalismo democrático de la actual y prospera Alemania,  tras la República de Weimar y del ucrónico y fallido III Reich.

 

En España, Ortega, al contemplar la ausencia de sentimiento político nacional real y vigoroso, y no de “cartón piedra” como era el que consiguió Cánovas con la Restauración, - que quería continuar la Historia de España en la retorica de aquellos próceres tan denostados por la Historia real -, propone  también, como Fichte, una meta cultural común para la provinciana España, la meta de la europeización cultural, una “liebre” que había levantado el buen ojeador que era Unamuno pero que, mal cazador, no supo cobrar la pieza. Ortega, mejor cazador, se llevaría el trofeo cobrando con precisión y buena puntería, la pieza deseada. Así, Europa era, para Ortega, especialmente dos cosas: ciencia y filosofía. Justamente las dos asignaturas pendientes de la modernización cultural española. En tal sentido, esa modernización, que no se había podido producir en Madrid, por la prepotencia e intolerancia del clero aliado con el Trono, debía producirse en provincias. Por ello Ortega “imita” dialéctica y creativamente el modelo alemán proponiendo, no ya una centralización federal (la cual implicaría la ruptura violenta del país, como ocurrió en ensayo el cantonalista de la I República), pues España era ya un Estado unitario secularmente consolidado, sino proponiendo una descentralización autonómica del Estado. Dicha descentralización no plantea problemas de soberanía, como ocurre en el caso del federalismo alemán en el que se habla de “cesión de soberanía” de los Länder, sino de cesión de meras Competencias que se traspasan a las Comunidades Autónomas y que pueden recuperarse cuando sea preciso por el poder central. Asimismo, hay Competencias que no se deben traspasar por su carácter universal, como la Justicia o la Educación y Ciencia o por ser de ámbito internacional, como la Diplomacia, la Defensa, etc. Ortega pensaba que ello conduciría a una revitalización de Madrid beneficiada por estas corrientes provinciales que acabarían confluyendo allí, obligándola a abandonar su casticismo madrileñista y a modernizarse como capital de la nación política española, destinada a jugar el papel de una gran capital internacional, como Paris o Londres.

 

En los últimos 30 años hemos asistido a un nuevo intento de modernización política en España, tras la finalización de la modernización industrial llevada a cabo por el llamado Régimen franquista. Franco, manteniendo la unidad del Estado, tras una cruenta Guerra Civil, de la que salió como general victorioso, pretendió despertar en los españoles el sentimiento de reconciliación nacional, de consciencia y orgullo de pertenecer a una misma nación, no solo histórica sino política, con proyección de futuro y prosperidad, o como decía el ideólogo del Régimen, José Antonio Primo de Rivera, como unidad de destino en lo universal. Pero, para consolidarse como tal, dicho sentimiento nacional debía pasar por el abandono del andador dictatorial y mantenerse libremente en pie sin ataduras o soportes. La ocasión llegó con la muerte de Franco y el final de la Dictadura. Como consecuencia de una pacífica y modélica Transición, que asombró al mundo, se  constituyó, entonces, por previsión del propio Franco, una II Restauración de la Monarquía Constitucional, en la que se abrió, por iniciativa del Rey, como nuevo Jefe del Estado y del franquismo aperturista de Torcuato, Suarez, etc., un Proceso Constituyente democrático en el que, como novedad más desatacada, se introdujo una reorganización territorial del Estado que se aproximaba mucho al Autonomismo regionalista propuesto por Ortega.

 

Solo un pequeño matiz enturbió la similitud, como denunció entonces Julián Marías, fiel discípulo de Ortega: la introducción del término “nacionalidades históricas” por presión de los grupos nacionalistas catalán y vasco. Tampoco era un obstáculo insuperable. Todo dependía de la interpretación que los Gobiernos y Tribunales diesen al término. Pero sucedió lo peor. Pues los gobiernos socialistas, guiados por su concepción federalista del Estado, no tomaron como guía el Autonomismo que Ortega había contrapuesto al Federalismo, sino que, orientados más por el “derecho de autodeterminación” de los pueblos de la doctrina marxista, aunque la abandonasen de palabra, desarrollaron la descentralización como una cesión de soberanía, en tanto que cedieron competencias que Ortega consideraba irrenunciables, como la Educación, la Justicia e incluso parte de la política exterior (Embajadas catalanas, vascas, etc.). En tal sentido, lejos de fortalecer el sentimiento nacional, lo reprimieron desviándolo hacia el regionalismo secesionista. La falta de identificación con la enseña nacional constitucional roji-gualda, en regiones enteras de España, es el síntoma en el que aflora el fracaso en la construcción de la nación política española. La propia II Restauración de la Monarquía democrática afronta una crisis económica que hemos analizada en otros artículos (“¿Fin de la Restauración democrática en España?” y “La dictadura de Bruselas”, Blog 1-6-2012) y que nos obliga, a los que queremos que se logre la existencia de una nación política española democrática, a proponer la rectificación profunda  del rumbo político.

 

Ante esta situación, algunos creen que, suprimiendo la descentralización autonómica y volviendo al centralismo administrativo napoleónico, se solucionarían los acuciantes problemas económicos de la deuda. Es una visión a corto plazo que ignora la dimensión filosófica del asunto, tal como la planteó Ortega. España no es un pequeño país como Irlanda o Grecia o Portugal y su modernización y constitución como nación política no se conseguirá sin la ayuda de los filósofos, como ocurrió con Inglaterra, Francia o Alemania, donde, por ello, están orgullosos de sus Locke, Montesquieu, Kant o Fichte. En el siglo XX hemos tenido algunos como Unamuno y Ortega, que se han ocupado, en sus libros y escritos, de analizar nuestra situación como nación y que han influido, con sus Ideas, en el curso de la Historia de España más reciente. La llamada “clase política”  todopoderosa o “partitocrática” de esta II Restauración creyó que podía consolidar la nación democrática española por si misma, olvidando y marginando a los filósofos españoles, como Ortega. Pero nos está llevando al desastre. Por ello debemos de tener cuidado de que, cuando arrojemos el agua sucia de este “autonomismo” soberanista, no arrojemos al niño que estamos lavando.  Por eso debemos volver a recordar que el “autonomismo” confederal actual no se  puede mantener y, por tanto, hay que volver al autonomismo orteguiano. Pues el modelo del autonomismo propuesto por Ortega no es el de los estatutos de 2ª generación que Zapatero, de modo irresponsable y necio, concedió a Cataluña, sino más bien, creemos, el modelo de un autonomismo como el asturiano, que es compatible con el sentimiento nacional español. Ese autonomismo, que se está empezando a  desarrollar, de una forma balbuceante y no exenta de truculencias personalistas, impulsado por Álvarez Cascos, es el que puede permitir cambiar el rumbo hacia la construcción de un sentimiento nacional español democrático. Ya Ortega, en su visita a Asturias, se fijó en la pervivencia de un “ruralismo” asturiano perfectamente compatible con el orgullo legítimo de ser la cuna de la nación histórica española. Pero hoy no basta con la nacionalidad histórica, basada en la soberanía del monarca, sino que nuestra tarea es la construcción de una nación política española democrática, basada en la soberanía de los españoles. Y para eso Asturias, como pedía Ortega, debe ser, en tanto que región, transitiva, es decir debe exportar su modelo de regionalismo al resto de España. En ello nos va de nuevo la existencia, como nos la jugamos en los lejanos tiempos de Pelayo y Covadonga.